En el adeene de la derecha española hay un gen que vibra con los toques de corneta cuartelera. A los más tibios les infunde una suerte de tranquilizadora sumisión y a los exaltados, un deseo irreprimible de presentarse voluntarios al somatén. La construcción del estado moderno ha estado jalonada de asonadas militares y toques cuarteleros, unas veces más breves y otras dilatadas y extenuantes, pero siempre amenazadoras. A la generación que se jubila ahora le tocó padecer la última. Cuando lo militar declina, la derecha se queda sin argumentos y un deseo mayoritario de volver a la vida civil se impone en el ágora. Es lo que ocurrió en la llamada transición, que aún hubo de experimentar con un nudo en la garganta un último y destemplado toque de cornetín en la asonada del veintitrés-efe. Cuatro décadas después de aquel episodio, el país ha resuelto la cuestión militar, como parece evidente y no se cansan de pregonar los artífices del ahora denostado régimen del setenta y ocho. Pero la añoranza por el cornetín de órdenes permanece en el conservadurismo español, que es muy rocoso y permea amplios segmentos de la sociedad. Cualquier desviación del guión despierta la pregunta,  ¿por qué no intervienen los militares (o en su defecto la guardia civil)?.

La pregunta ha estado en el subsuelo del embrollo catalán, tanto más audible -a por ellos y todo eso- por el cariz disparatadamente carlistoide del prusés. Una parte de la respuesta del gobierno central ha sido cautelosamente civil: ha dejado que los independentistas se enredaran en su propia madeja y ha aplicado el correctivo constitucional diríase que con mesura e inteligencia. Pero una buena porción del electorado que secunda a don Rajoy necesita emociones más fuertes, que llevaron a enviar tropas de policía militarizada a reprimir, ya que no a impedir, el intento de referéndum del uno de octubre, que, si era ilegal, ¿qué necesidad había  de ejecutar el castigo en las espaldas de los votantes? Aquel episodio horrorizó a Europa. No se pueden sacar tropas a la calle sin parecer el gobierno de un estado fallido. Un tufo antiguo a dictadura invadió los noticiarios de nuestros civilizados socios europeos. El gobierno tomó nota, apretó los dientes y encargó al fiscal general que fuera él el turuta del regimiento. De entrada, el fiscal don Maza, un típico personaje ancien régime, envió a galeras a dos activistas civiles y luego elaboró un enfático y sobreactuado auto de querella contra los dirigentes independentistas, impregnado de lenguaje militar. Rebelión y sedición, diga lo que diga la literalidad del código penal español, evoca una estampa goyesca de majos acuchillando a los mamelucos a caballo, y fusilados más tarde en la montaña de Príncipe Pío. Cada sociedad tiene una reserva icónica que nutre su imaginación política y la nuestra es esta. Por eso queríamos ser europeos y salir así de nuestro infernal halloween ibérico. Ahora habrá que ver cómo interpreta la justicia belga los cargos de rebelión y sedición aplicados a don Puigdemont y compañía. La premeditada fuga de estos irresponsables debió tener en cuenta que, en ese país, el juez puede entrar en el fondo de la cuestión si recibe una demanda de detención del gobierno español por los delitos de los que se acusa a los independentistas. Los jueces belgas tendrán sobre la mesa la querella de don Maza y el vídeo de las calles barcelonesas del pasado uno de octubre, y son jueces de un país que convive desde hace décadas con una secesión latente.