Si alguien esperaba para el embrollo catalán, no ya tanto como un final dialogado y razonable, sino más modestamente una pizca de épica, ya sabe que estaba equivocado. No hay partida de cartas que haga honorables a los tahúres y el nacimiento de la nueva república en el mapa mundi no ha sido una excepción. Para culminar el prusés después de una retahíla interminable de medias verdades, torsiones de la legalidad, desprecio de la realidad y asaltos a la lógica política, los firmantes de la independencia lo han hecho en una votación secreta, contra la pregonada transparencia del proceso y el mandato reglamentario de la cámara, argumentada como medida precautoria para evitar la ulterior represión judicial sobre los libertadores de la patria. He aquí un parlamento convertido en una reunión de carbonarios, resueltos al asalto de los cielos después de que ha expulsado de su seno a disidentes, dubitativos y descontentos; en total, más de la mitad del pueblo al que dicen representar, pero ya se sabe que las revoluciones son cosa de minorías decididas. Audentes fortuna juvat.

Este regreso a la novela decimonónica de conspiraciones y células secretas lo ha razonado la portavoz de la cup, quizás la única formación independentista sinceramente eufórica por la conquista del día. De una manera que les debe resultar inexplicable a ellos mismos, han conseguido que las clases medias de una de las sociedades históricamente más conservadoras y pactistas de Europa compartan con los, y las, camaradas de la unidad popular el tormento y el éxtasis de la clandestinidad revolucionaria. A la salida de la sesión, aglomeración fervorosa en las escalinatas del parlamento. Alcaldes y sociedad civil, como se dice ahora, que agitan trémulas varas de mando municipal, sonríen con más voluntad que ganas, corean gritos de llibertat y cantan una y otra vez el himno de la tierra como decorado a los quedos discursos de los líderes de la emancipación. Els segadors, ¿cuántos de los presentes han empuñado alguna vez una hoz, la vieja herramienta de los rabassaires y el símbolo de revoluciones amortizadas? El cuadro semejaba un boceto inacabado, borroso y fallido del famoso de Delacroix. Rostros de satisfacción pero no de euforia, como de quien ha salido del quirófano inseguro de la evolución que tendrá la cirugía. Se les veía contentos, pero lo justo.

Donde sí ha estallado la euforia, unánime, torrencial, incontenible, de gorras legionarias al aire, ha sido en las bancadas de la derecha pepé en el senado, al recibir de su líder el relato de la punición que le espera a Cataluña por su rebeldía; sobre todo cuando don Rajoy, que durante meses se ha mostrado como un cagueta, mencionaba la destitución de don Puigdemont y sus compañeros de viaje, con la amenaza implícita de la cárcel. Entonces ha sido el acabóse. No se oía aplaudir con tantas ganas a los parlamentarios populares desde que don Aznar anunció en el congreso la participación de España en la guerra de Iraq. Si en Barcelona se habían reunido los carbonarios, en Madrid se encontraban en estado de revista los tercios de Flandes, cada uno en su época y a su estilo, como corresponde en la viejísima dialéctica entre España y Cataluña, que una vez más dará la razón moral a los catalanes, pero también les dispensará la derrota. La capacidad de la derecha española para hacer política en formación de tortuga es una cualidad que no se encuentra en ningún otro rincón del espectro político patrio. En resumen, se acabó el psicodrama; ahora empieza la terapia, que, si hemos de fiarnos de los aplausos del senado, no será avara con los  electrochoques.