Café de media mañana con Quirón y Iacopus, los tres excitados como adolescentes ante la primera cita de apareamiento o como hinchas de fútbol ante una final de copa. ¿Qué dirá don Puigdemont esta tarde en el parlamén? ¿Proclamará la independencia o si no, qué? Fervorina de jubilados. Diríase que, a cierta edad, el único deseo es que empiece otra vez el mundo y que podamos verlo. Uno de esos deseos del tipo de no quiero morirme sin visitar el Machu Pichu o, en su defecto, sin ver qué pasa cuando se independice Cataluña. Así que, ahí estábamos, a la espera de que amaneciera la nueva era, con el alma en vilo, como al parecer lo estaba medio mundo, a juzgar por el millar de periodistas acreditados en Barcelona para el evento.

Los debates parlamentarios tienen dos funciones básicas: deflactar las pasiones políticas y demostrar que la democracia asamblearia es inoperante. Véase a don Rajoy, un auténtico virtuoso de este oficio. Cuando los parlamentos funcionan, las tensiones de la calle amenguan, los líderes carismáticos empequeñecen y lo que parecen problemas inexcusables se estancan cuando no se extinguen. La democracia representativa es un ansiolítico, y ahora que la industria del entretenimiento ha multiplicado sus recursos, ha perdido el encanto teatral que tuvo digamos en tiempos de Castelar. Mientras se escriben estas líneas siguen perorando los portavoces de los partidos pero el asunto esencial de la tarde –el momento de la verdad, para decirlo en términos taurinos- ha pasado ante los ojos y oídos de los expectantes espectadores como un rayo de luz atraviesa un cristal. Don Puigdemont se ha demorado en un largo prólogo enumerativo de agravios consabidos y cuando llegaba al clímax de la cuestión y parecía –ahora, ahora por fin- que iba a declarar la independencia, la ha suspendido, no la independencia, que no ha proclamado, sino sus efectos, que nadie sabe cuáles son, pues ¿cómo puede producir efectos un hecho que no ha ocurrido?, para pedir un diálogo no se sabe con quién pues nadie hay al otro lado de la mesa, y sin plazo, lo que quiere decir ad calendas graecas.

Los jóvenes independentistas que seguían exultantes el debate desde la calle con la esperanza de asistir a un episodio de juego de tronos o de la guerra de las galaxias han entendido de inmediato el no mensaje, han abucheado al orador y han empezado a desfilar hacia ocupaciones más placenteras, que a esa edad las hay a montones. Los rigoristas franciscanos descalzos de la cup han abandonado el cónclave y en madrit se han quedado ojipláticos. Doña Soraya EseEse seguía atentamente el discurso mientras preparaba la batería de respuestas al desafío soberanista –guardias de la porra, el ciento cincuenta y cinco, querellas criminales, inhabilitaciones diversas, clausura de las instituciones autonómicas, quizás el nombramiento de un virrey en Cataluña, en fin, el arsenal básico de primeros auxilios del estado de derecho- y, de repente, ¿qué ha dicho don Puigdemont? Maldita sea, pero es que estos catalanes creen que son alemanes y en realidad son fenicios. ¿No te digo que quieren regatear como si estuviéramos en el bazar de Constantinopla? Al nonsense de don Puigdemont ha respondido en el mismo registro el gobierno central con una sentencia que tiene un inequívoco toque rajoyano: “es inadmisible hacer una declaración implícita de independencia para luego dejarla en suspenso de manera explícita”. Se lo dice un experto en trabalenguas. Don Rajoy ha mirado a su contrincante a través del plasma y se ha dicho para su coleto, bienvenido al país de las maravillas donde las palabras significan lo que queremos que signifiquen en cada ocasión y del que creías, pedazo de idiota, que ibas a independizarte.