Debate, tertulia, coloquio, o como quiera llamarse, sobre la cosa. Participan representantes de los partidos políticos involucrados en la melé. Caras desconocidas. Apparatchiki de segundo o tercer nivel de sus respectivas organizaciones, comisionados para repetir en público un discurso –argumentario, en la jerga- cerrado y opaco, consabido. Opiniones y ocurrencias rotundas como bolas de billar que se deslizan por el tapete y chocan unas con otras sin más objeto ni esperanza que conseguir que alguna se vaya por el agujero. Bolas en el doble sentido, material y figurado, de la palabra. Es un espectáculo ensimismado y tedioso hasta la exasperación, que explica bien el estancamiento del asunto del que discuten. Mala gente, la que nos gobierna. El espectador pulsa el mando a distancia como si fuera el rayo de la muerte pero son invulnerables; los aparta de su vista pero ellos siguen parloteando en alguna parte: discuten, conspiran, acuerdan o se enfrentan, en la confianza de que sus electores aceptarán cualquier solución que a ellos les convenga. Una de las causas de las cuitas políticas del país, si no la principal, son los partidos políticos, o mejor dicho, el procedimiento de recluta de los políticos y la consiguiente formación de las elites dirigentes a través de organizaciones cerradas, mezcla de partido leninista y familia mafiosa. El sistema español de partidos produce dos efectos fatales: estabilidad y corrupción. La primera impide la adaptación a los cambios de la sociedad y bloquea las soluciones. La segunda es consecuencia de la anterior. La permanencia indefinida de los partidos en las instituciones, que es su único objetivo, los vuelve disfuncionales y parasitarios, y les obliga a extraer recursos públicos para subvenir a organizaciones crecientemente numerosas y costosas. El debate televisivo que ha provocado esta nota reflejaba el estado de la cuestión: siete u ocho políticos, ellos y ellas, y ni una idea original sobre el asunto a examen, ni una  opinión genuina, ni el más mínimo intento de diálogo, ni una concesión al reconocimiento de errores, ni siquiera, como podría esperarse, una explicación razonada de la propia posición. El formato deliberadamente gallináceo del programa favorece este resultado pero llama la atención que ninguno de los concurrentes intentara salirse de la pauta, cortados todos por el mismo patrón y en gran medida intercambiables. Estaban ahí para exhibir su arrogancia y su estupidez; para jodernos. Los tipos presentes, ellos y ellas, encarnan al funcionario ascendente en cualquier partido, haciendo méritos, como un novillero en una plaza de segunda, provisto de una poción mágica hecha de fe fanática y cínico oportunismo. Entregados a la faena, no tienen en cuenta al público ni miran al adversario excepto para quebrarlo; solo saben que en algún escalón de la organización a la que pertenecen alguien escruta su comportamiento, su lealtad a la ideas recibidas, su firmeza en plantearlas, su capacidad para hacerlas prevalecer sobre el ruido reinante. En algún momento más tarde o más temprano, el jeroglífico objeto de debate mudará de forma o encontrará una solución; entonces, estos aprendices de gladiadores se dirigirán al cuartel general para recibir el argumentario que habrán de defender a partir de entonces, y alguno de ellos, o todos, habrá subido un peldaño o dos en el escalafón, de concejal a diputado autonómico, de secretario de algo a gerente de una empresa pública, de consejero de alcalde a asesor de ministro, quizás a ministro mismo; después de ver a los que ocupan la poltrona nadie debería perder la esperanza.