Hay una añoranza en la gente de nuestra generación por la guerra fría. La razón es que nacimos y nos criamos en ella y, cuando por la edad amenguan las energías y los reflejos, la mirada se vuelve hacia los buenos viejos tiempos de la juventud. La añoranza, al parecer, es compartida a ambos lados. Para ellos es el recuerdo del sombrío imperio que fundó Iván el Terrible y elevó a Iuri Gagarin  a los cielos. Para los de este lado, fue una época en la que el capitalismo iba viento en popa y parecía compatible con la democracia y un futuro de bienestar, aún a costa de saquear las materias primas de los países del hemisferio sur y armar a todos los dictadorzuelos que los gobernaban. Aquí, en la península, la guerra fría dio carta de respetabilidad a la dictadura franquista al módico precio del bikini en Benidorm y películas de arte y ensayo en los cineclubes universitarios; incluso nos reveló más tarde a don Felipe González, al que no canonizamos todavía porque está tan gordo que no cabe en la hornacina. La satisfacción que deparó aquel periodo de paz cebada por un espanto tenue, universal y controlado, como unas pocas décimas de fiebre constante que afectaban a los que vivíamos al pie del castillo de Drácula, no se puede comparar con la zozobra que recorre el planeta en este tiempo de desregulación, apertura de fronteras y declive de las guerras y guerritas regionales que los mandamases de aquella gran guerra atmosférica alentaban para su propio interés.

Dos personajes particularmente repulsivos como don Trump y don Putin son los ángeles providenciales que nos devolverán a los viejos buenos tiempos. Desde el principio, algo parecían traerse entre manos para amañar el partido y, vueltos a sus posiciones, empieza el juego. El primero amenaza con enterrar bajo el fuego a una parte del planeta y el segundo ha recuperado, al parecer, el viejo y entrañable arte del espionaje. El espía ruso es una fantasía de nuestra infancia, que vino a ocupar el lugar del diablo cuando nos creímos más racionalistas. Aparecía por doquier y de la manera más inesperada, lo que nos obligaba a redoblar nuestro esfuerzo para ser más virtuosos y mejores patriotas. Su presencia era tan insidiosa y cercana que mi condiscípulo Torrano, cuya familia tenía un obrador de dulces y caramelos en la calle Calderería, irrumpió un día en la misa de la parroquia de San Agustín y gritó desde la puerta ¡Viva Rusia!, dejando a los fieles con el ánimo encogido y un aura de leyenda tras de sí que me permite recordarlo casi sesenta años después como si hubiera sido ayer. Ahora, los espías rusos –The Manchurian Candidate– han vuelto a aparecer y no se imaginan dónde. ¡En Cataluña! Lo cuenta el diario de referencia, cuya lectura nos envejece cada día como una dieta de gachas. Si los independentistas querían internacionalizar el conflicto, ya lo han conseguido pasando por las páginas de una novela de Le Carré.  La mala noticia es que una novela es demasiado texto para que le presten atención los usuarios de los ciento setenta caracteres, así que la información del diario de referencia tendrá que competir en credibilidad con un meme viral en el que don Rajoy instiga a don Kim Jong-un a lanzar un misil nuclear sobre Barcelona porque “aquellos de las esteladas te han llamado gordito”. Qué carajo, si hemos de caer, que sea riendo.