La vejez no es un estado biológico por el que el sujeto se desliza suavemente sino que se manifiesta a golpes. Un tropezón por falta de reflejos, un lapsus de la huidiza memoria, un despiste provocado por un cambio accidental en el entorno, nos recuerdan que somos mucho más viejos de lo que éramos veinticuatro horas atrás, y el espejo nos devuelve una cara en la que las cejas han encanecido de repente, la mirada se ha achicado y la mancha color tabaco en la sien es enorme. Achaques. Un síntoma de la vejez es la extrañeza hacia lo que hasta hace poco era familiar y atractivo. A la gente de mi generación le asalta este sentimiento cuando se asoman a los contenidos del periódico de referencia, que salió a la calle con nosotros. Editorialistas, columnistas y escritores de este medio han pasado de maîtres à penser a abuelos cebolleta en un parpadeo. En la torrentera de informaciones y opiniones que ha desencadenado la cosa catalana, puede encontrarse este juicio literal: “Me mosquea la unanimidad militante de los diarios impresos de Madrid en torno al argumentario y las medidas de Rajoy, la imposibilidad de distinguir entre La Razón y El País”. Lo destacable de esta afirmación es que su autor trabajó durante treinta años en cargos de dirección y en corresponsalías en esta segunda cabecera. El rechazo espontáneo al pasado es la fórmula a la que los viejos echamos mano para sentirnos en paz con nosotros mismos. No hay forma más segura de envejecer rápido que ser leal a lo que aprendiste en la escuela. Las bitácoras que pilotan los oversixties, como esta que tienes ante los ojos, cumple esa función reparadora y subversiva a la vez, y tú lo sabes, hipócrita lector, mi semejante, ¡mi hermano!

En el oleaje del tsunami catalán, cuyo nivel en el escala Richter está aún por determinar, navegan muchísimos jóvenes pero también viejos que a menudo se muestran más resueltos e iracundos que los primeros. Los jóvenes pugnan por abrir las puertas del futuro; los viejos, por ajustar cuentas con el pasado, como aquella abuelita que llevó a cabo una purga de banderas en el parlament. ¿Cuánto tuvo que esperar para realizar este gesto pueril que le devolvía a la juventud ida? En la melé catalana se adivinan dos movimientos concurrentes: el cambio generacional y el cambio de régimen. La batalla es, en sentido estricto, un achaque muy serio de la constitución del setenta y ocho, que quizás no la lleve a la tumba pero probablemente sí al quirófano, algo que le cuesta comprender a un personaje de vocación estatuaria como don Rajoy. Cuando pase la fiebre, los jóvenes advertirán ante sí el mismo futuro hostil que tenían antes de la revolución y los viejos comprobarán que les quedan unas semanas menos de vida que antes de que empezara todo. El mismo estupor, las mismas manos vacías. Vivimos de jóvenes un cambio histórico, que nunca resultó exultante y que ahora está denigrado y amenaza ruina. Llega la hora de otra generación pero la épica no es un género de este tiempo posmoderno.