Dos damas españolas, presas del pánico, se desembarazan de sus ahorros, los caudales acumulados de varias generaciones de agiotistas, defraudadores del fisco, generales alzados contra el régimen democrático cuyos hijos fueron luego ministros del siguiente régimen democrático, terratenientes de toda la vida, estraperlistas de cuando Lerroux primero e Ignacio González después, banqueros usurarios de la burbuja inmobiliaria, hasta un tatarabuelo negrero al que se le atribuye el origen de la fortuna familiar en Cuba. Todo el árbol genealógico observa el compulsivo comportamiento de las dos damas que, en un país lejos de su casa, entre montañas nevadas que les recuerdan la murga de aquel tío falangista, intentan borrar las huellas de su riqueza mediante el atropellado procedimiento de arrojarla en billetes de quinientos euros por la taza del váter del banco suizo donde podían tenerla a buen recaudo, hasta que ciegan el conducto sanitario y salen a la calle con el excedente en el bolso, despavoridas, para repetir la operación en un par de bares cercanos donde pidieron un café y visitaron el excusado, que quedó atascado por la misma causa: exceso de riqueza. Los ciudadanos suizos que a continuación utilizaron los váteres quedaron estupefactos al observar que de la ranura del sifón no emergía el previsible zurullo intestinal sino compactos fragmentos de billetes del banco central europeo. Es cierto que pecunia non olet, pero les costaba creer hasta qué punto era literal la sentencia del emperador Vespasiano.

Los suizos viven sobre un suelo que oculta la cueva de ladrones más grande del mundo, una especie de colosal volcán financiero sepultado bajo sucesivas capas de acero, burocracia e hipocresía, y en sus mejores momentos los habitantes del país alpino adoptan la distraída actitud del niño que juega con su propia mierda, que Freud comparaba a la compulsión por acumular riqueza. Pero ¿qué ocurre cuando la mierda rebasa las canalizaciones que la mantienen oculta y controlada y el magma asoma por los desagües? No debe ser una casualidad que hayan sido dos personas con pasaporte español las que hayan puesto a prueba la capacidad de las cloacas suizas. Hemos vivido un tiempo en el que una manga de canallas ha ganado más dinero del que han podido ocultar. Simplemente, ya no saben dónde meterlo. A la vez que robaban a manos llenas han tenido que aprender técnicas de ingeniería financiera de las que nunca antes habían oído hablar y es lógico que se produzca un desfase que deja sacos de billetes por todas partes, algunos de los cuales son accidentalmente descubiertos por la policía en el altillo del armario de la casa de los suegros, en una celda de convento de monjas de clausura, en unas bolsas de basura que maneja el presidente de una comunidad autónoma grabado en vídeo, en fin, casi en cualquier lugar, imaginable o no. Una parte de este botín ha emergido en váteres públicos. Nunca sabremos el final de este cuento, ni quienes fueron las alocadas protagonistas, ni el móvil de su acción, porque quedará oculto tras el secreto bancario. Suiza es un país calvinista en el que dinero no delinque, solo ocluye los conductos de evacuación y produce estreñimiento.