Quiero dar las gracias a los amigos Mocho 2.0 y Quirón por sus comentarios a una modesta proposición. El autor de esta bitácora tiene que confesar que se siente abducido por el rocoso conflicto catalán, que le impide recabar  inspiración en otros rincones de la realidad y que, como consecuencia, ha agotado las reservas de ironía con las que intenta impregnar los hitos de esta navegación. Así que se tomará un respiro. Esta entrada debería ser la última sobre el tema que nos ocupa, al menos hasta que encuentren una salida quienes son responsables del cul-de-sac en el que han metido al país.

Si en la entrada anterior el autor trajo a colación la disposición transitoria cuarta de la constitución del 78 es por razones de vecindad. Quien esto escribe pertenece al reducidísimo número de españoles que tienen reconocido el derecho a la autodeterminación, aunque sea limitada. Pero, a lo que interesa, este precepto constitucional inspira tres aspectos de la realidad política que, por ahora, están ausentes en el conflicto catalán. Uno, consagra una excepción, ya que abre la posibilidad a una unión de dos comunidades autónomas que para las demás comunidades está taxativamente proscrito en otra parte de la misma constitución. Dos, reconoce como consecuencia la soberanía al parlamento regional para poner en marcha el proceso, y a la población de la misma región, y solo a ella, para sancionarlo mediante referéndum. Y tres, todo el procedimiento requiere negociación y acuerdo político previo entre las partes. La estampación de esta disposición transitoria en la constitución removió el sistema de partidos en la provincia y la nueva mayoría descartó para los restos la posibilidad de activarla.  Ítem más: un sucedáneo de esta opción refrendaria se intentó una década y pico más tarde  con el llamado órgano común permanente, que también fue desactivado cuando se restauró la mayoría tradicional, a pesar de la impecable constitucionalidad de la iniciativa, aprobada por las cortes españolas.

El independentismo catalán tiene unas proporciones -en términos de población, peso económico y calado histórico e institucional- que parecen descartar el carácter ejemplar del mecanismo que se describe en el párrafo anterior. El independentismo se enfrenta, como apunta Mocho 2.0, al blindaje del título preliminar de la constitución, que parece redactado por el mismo autor que las tablas del Sinaí, cuando en realidad es un texto transitorio e históricamente determinado por las circunstancias del momento en que se promulgó, como todos los que produce la especie humana. Hasta hace cuatro días quedaban personas vivas que podían recordar que cubanos y filipinos fueron españoles, y ni siquiera hace falta ser viejo para ser contemporáneo de una época en la que los saharauis también lo fueron. ¿Por qué no podría pasar lo mismo con los catalanes? Claro que no estamos ante un proceso de descolonización, pero ese argumento no anula la hipótesis.

Una marea europea

El independentismo catalán forma parte de una marea de movimientos secesionistas que se registran en los países europeos -incluso en estados de la propia unión europea, como advierte Quirón cuando recuerda el brexit- y, si bien estos movimientos buscan su legitimación en la historia más o menos mítica y en el gaseoso carácter nacional del pueblo, lo cierto es que deben su potencia a la crisis económica, que ha jibarizado a los estados nacionales privándoles de soberanía fiscal y a la postre de recursos para cumplir con su condición de estados sociales, como prescribe la constitución.

Esta situación ha provocado la mezcla de parálisis y disparate que exhibe el llamado prusés. El mismo gobierno que se propone internar en la cárcel, si es necesario, a setecientos alcaldes electos imputados por una resolución política cuya legitimidad admiten es el que apoyó sin pestañear la modificación constitucional que convierte a los españoles en hipotecados perpetuos de los mercados, y, siguiendo la bola, el mismo fiscal general que fue puesto por el gobierno para paliar las consecuencias legales de la corrupción gubernamental y el mismo ministro patrocinador de la ilegal amnistía fiscal son ahora los encargados de la persecución de las acciones de las instituciones soberanistas. Dicho lo cual, quizás valga la pena detenerse en un par de rasgos significativos de lo que está ocurriendo.

La ‘españa vacía’

Curiosamente, la parte española del conflicto, llamémosla así, guarda un raro silencio ante las iniciativas de los  soberanistas catalanes, si exceptuamos el cacareo de la prensa de la capital. Esto tiene que ver sin duda y en primer término con el hecho de que el gobierno central ha renunciado, de momento, a movilizar a sus bases electorales para dedicar las energías a dar una respuesta jurídica a las iniciativas secesionistas. Pero también tiene que ver con la desafección de los españoles hacia su gobierno y las políticas que lleva a cabo. En estos días, y con mucha menos repercusión mediática, se ha tenido noticia del malestar de las poblaciones de la Galicia interior y de Extremadura por el pésimo funcionamiento de la red ferroviaria que conecta esas poblaciones con la capital del estado. El histórico modelo centralista y uniformador que defiende el gobierno y el partido que le da soporte, y en gran medida también el pesoe, no consigue dar respuesta a las necesidades de lo que se ha llamado la españa vacía, esa enorme fracción del territorio nacional que rodea a la capital y donde el partido del gobierno tiene sus mayores caladeros de voto, al que toda la descentralización administrativa y todas las ayudas europeas, a menudo malversadas en proyectos sin sentido, no han conseguido sacar de su histórica situación subalterna. Entre los fracasos que acumulan los sucesivos gobiernos españoles en las últimas tres décadas ocupa un lugar destacado el de la articulación territorial del país. Que la existencia de las diputaciones provinciales sea un debate estancado ilustra este fracaso. He aquí una explicación posible de la aceptación tácita que ha tenido en la opinión pública la equívoca etiqueta de nación de naciones. Una idea potencialmente disgregadora a la que se opone el concepto de ciudadanía -el manoseado patriotismo constitucional-, como baremo de igualdad, solo proclamado por un puñado de académicos y tecnócratas, defensores del statu quo, que no tienen ni idea de qué hacer para que el tren Madrid-Mérida llegue a su hora.

En este marco, el discurso secesionista lleva la batuta del concierto. Los secesionistas europeos buscan mejorar la posición competitiva de sus regiones en la economía globalizada y son en consecuencia estas regiones las que registran mayores niveles de renta y de producto bruto, y mejor y más moderno aparato productivo e infraestructura tecnológica. El secesionismo es un gesto de insolidaridad, pero no es esta mayor en Cataluña respecto a españa, que la de Madrid hacia Badajoz o Toledo.  Así que el argumento de la insolidaridad es muy débil para combatir el secesionismo  La cuestión es que tampoco vale para ganar adeptos en casa. El proyecto de independencia se sostiene en su carga sentimental y emotiva pero arrastra una enorme ganga de falsedades y medias verdades. No hay más que leer la llamada ley de desconexión para detectar la mezcla de oportunismo, improvisación y mala fe que anida en el idealismo independentista. Se comprende a los catalanes que quieren tener la oportunidad de romper con el malgobierno de Madrid pero es ingenuo que crean que la independencia es el cuerno de la fortuna y que, ya republicanos, tendrán pleno empleo, puestos escolares y camas de sanidad que ahora faltan, y que los trenes funcionarán a nivel europeo, como se decía antes de que la doña Thatcher descacharrara la red ferroviaria y los demás servicios públicos del país. Por cierto, que la mencionada dama es autora de la reclamación I want my money back que puede considerarse sinónimo y precedente inglés del catalán Espanya ens roba.

Secesión con derecho a roce

En la estela de la herencia de doña Thatcher, la Cataluña independiente no tendrá que empeñarse en un catexit porque dejará de pertenecer a la ue apenas desconecte. Los independentistas proclaman en público que no será así, y en alguna medida no les falta razón. Primero, porque en su fuero más íntimo no creen que la independencia vaya a realizarse y de lo que se trata es de acumular fuerzas para conseguir una interlocución directa y paritaria con el gobierno central que revista de cierta solemnidad las mejoras institucionales y económicas que puedan conseguirse. En segundo término, porque la secesión es un estado ambiguo en un mundo del que nadie quiere desconectarse. En Europa, ni los secesionistas ni la unión europea saben cómo manejar la situación porque ambas partes están espantadas por las consecuencias. La prueba está en el mismo brexit. A estas alturas, ni Londres ni Bruselas han adoptado ninguna medida significativa que pueda identificarse como una consecuencia de la separación del Reino Unido, como recuerda Quirón en su comentario. Los británicos no viven peor ahora que antes del referéndum y podemos dar fe de que los demás europeos tampoco vivimos mejor. La llamada unión europea ha dejado de ser la materialización de un sueño político audaz y cargado de esperanza para convertirse en una maquinaria de gestión de políticas económicas que acrecientan la desigualdad, el miedo y la reacción. Quizás no sea casualidad que al frente del tinglado esté una canciller de hierro de un país pródigo en ellos, con las consecuencias sabidas para el resto de Europa. Intentar salir o entrar en este laberinto mediante la apelación sentimental al espíritu nacional y la aplicación técnica de un referéndum es un disparate inútil.

El referéndum es una herramienta política que goza de un extraño y exagerado prestigio derivado del descrédito de las instituciones representativas, consecuencia de que el verdadero poder sobre el destino de los individuos ya no radica en los parlamentos elegidos por los ciudadanos sino en una especie de walhalla al que llamamos los mercados. Los referendos son iniciativas típicamente populistas, por usar una palabreja de moda, y algo más: los que nos hemos criado bajo una dictadura, sabemos que son un fraude, ya sea por su falta de legitimidad, por su organización coactiva o por su carencia de consecuencias reales. Esta apreciación no cambia porque sean convocados por regímenes democráticos.

A modo de epílogo

Una cierta perplejidad por la hybris que parece haberse apoderado de Cataluña embarga a la gente de nuestra generación, los progres de los setenta, que aprendimos a cantar a la libertad en las canciones de Raimon y de los cantautores de els setze jutges, y más tarde apreciamos el dinamismo político, cívico y cultural de un territorio y de un paisanaje que entonces representaban sin duda la vanguardia del país y su más estimulante promesa de futuro. Esta afección sentimental carecía de cualquier cariz patriótico,  catalán o español. Creo que lo que nos gustaba de Cataluña era el hecho de que fuera un país o una nación sin estado, y a pesar de ello, vivaz, pujante y, hasta donde recuerdo, divertida. Pero, en fin, habremos de suponer que este estado melancólico por los acontecimiento de la actualidad hay que imputarlo al hecho incontrovertible de que nuestra época ya ha pasado y lo que venga desde ahora no debe quitarnos el sueño, que bastante huidizo es sin falta de añadir más estímulos a la vigilia.