Hay individuos de la especie humana que carecen de sentimiento nacional, vale decir, que no se emocionan ni conmueven ante una bandera, ni liberan endorfinas cuando atisban un emblema identitario, ni dedican su tiempo a aprender el baile folclórico local, ni creen que su país es un paraíso mancillado, ni se empeñan en jurar la bandera en un cuartel a los ochenta años y en silla de ruedas, ni se sienten especialmente amenazados por sus convecinos que quieren independizarse, lo que quiera que signifique eso, y tanto menos a la vista de la literalidad de la llamada ley de desconexión que promete una independencia de mentirijillas, excepto para la nueva elite dominante llamada a hacerse con los mandos del tinglado. Estos ciudadanos amorfos y reservones, incapaces de responder espontáneamente a la llamada de la patria forman el grueso de las sociedades pero su carácter los hace invisibles. Tienen familia, domicilio, negocios y carné de un club de fútbol pero todas estas afecciones juntas no llegan a hacer en su ánimo masa crítica suficiente para despertar el espíritu nacional (término que en mi generación aprendimos de los falangistas). Si las cosas van mal dadas, como ha ocurrido en todas las crisis nacionales, estos emboscados pueden esperar a que serán movilizados manu militari, uniformados y enviados a las trincheras, pero no dejarán de pensar en su propio pellejo, así en la guerra como en la paz.

Un tipo al que conozco bien porque me lo encuentro cada vez que estoy ante un espejo tuvo lo que podemos calificar una experiencia anticlimática que puso en evidencia la poquedad de su espíritu nacional. Fue en el palacio de Versalles que visitaba como turista entre una legión de otros congéneres con el mismo propósito de echarle un distraído vistazo a la cosa cuando le llamó la atención que los estucos que adornan rincones y dinteles de las estancias palaciegas muestran dos escudos unidos y equivalentes: la borbónica flor de lis y el trenzado de cadenas del escudo de la remota provincia subpirenaica de la que el turista es oriundo. La razón es que el rey que unificó Francia lo era también de un reino pirenaico maltrecho y partido en dos del que la provincia aludida es el último vestigio en el nomenclátor histórico. ¿Creen que por eso se le subió el pavo al turista de Versalles? Ni hablar, la reacción íntima fue más bien melancólica. He aquí dos reinos que fueron gemelos en la heráldica real, uno devenido potencia europea y el otro, lugarejo famoso por los encierros de los sanfermines. Pues bien, en la provincia también hay nacionalistas, y no pocos. Lo más fastidioso de esta forma de exaltación es que necesita otra exaltación simétrica que le dé la réplica para que este juego teatral de identidades funcione. El guión nos obliga no sólo a oír la murga soberanista del derecho a decidir -¿qué, cómo, con quién?- sino a la parte contraria –la de la corrupción, los recortes, la desigualdad y las mentiras- que sostiene impertérrita que defiende españa. Qué fatiga, doctor Johnson.