Ojalá (en hispano árabe, si dios quiere) que el abrazo del imán con el padre de un niño de tres años, víctima mortal en el atentado de las Ramblas, sirva para conjurar la islamofobia que ha empezado a bullir entre nosotros y que ya se ha manifestado, precisamente también contra unos chicos menores, en esta remota provincia subpirenaica desde la que escribo. El gobierno y el parlamento podrían hacer algo que emitiera una señal de apoyo a las comunidades islámicas, más allá de establecer un registro de los imanes que las pastorean. Por ejemplo, favorecer el reconocimiento público de estas comunidades o ayudar a la construcción de mezquitas, como se ayuda a las parroquias católicas, para que pierdan la apariencia de clandestinidad que ahora las envuelve, y bajo ciertas condiciones subvenir al salario de sus clérigos,  de modo que dejen de ser dependientes de la financiación exterior. En último extremo se trataría de normalizar el hecho de que dos millones de nuestros convecinos son musulmanes, y casi la mitad de ellos españoles y, en consecuencia, nacionalizar así una religión que ya está entre nosotros, para quedarse.

Este país se lleva muy mal con el pluralismo religioso desde los reyes católicos, a pesar del reconocimiento casi vergonzante que se encuentra en el artículo 16 de la constitución que nos rige. Lo español de pura cepa es católico, y a los demás, bueno, que les den, como ilustró el otro día la preclara Isabel San Sebastián, trasmutada para la ocasión en el cid campeador. Sobre el monocultivo religioso, la cultura popular ha incorporado todos los tópicos del orientalismo que denunció Edward Said y que básicamente consiste en discernir a los oriundos de la media luna en jeques y parias. Los primeros habitan todavía en las mil y una noches con sus cuerpos fantasmales envueltos en sábanas de los que solo emergen el rólex y el alfanje, harenes misteriosos e innumerables, limusinas interminables, verdes pastos arrancados al desierto para jugar al golf, camellos y halcones sobre  mares de arena que guardan el oro negro de alí babá. En resumen, la clase de moros a los que no llamamos moros y que hacen felices a los gobiernos europeos y a los gremios de comerciantes de armas y de chucherías de altísima gama. Los parias son los que habitan en nuestros barrios de la periferia, gente que no tiene más que un manojo de creencias tradicionales de su país de origen para mantener el tipo en un medio naturalmente hostil. Es la clase de moros a los que llamamos moros y que han servido de carne de cañón a los gobiernos europeos para sus guerras coloniales y domésticas; los últimos de ellos, disfrazados propiamente de moros, formaron la famosa guardia de ese nombre para un dictadorzuelo último vástago de los reyes católicos, y sus miembros son tan españoles que cobran la pensión de los presupuestos del estado.

Tampoco hay que confiar demasiado en que un puñado de medidas administrativas y políticas favorables al culto puedan incorporar el islam español al consenso democrático. Las religiones del Libro, las tres, son termitas para cualquier sistema político de matriz liberal porque son totalitarias en relación con sus creyentes. Lo único que se puede hacer, según sugiere la experiencia histórica, es pactar con sus clérigos, sin esperar por eso que vayan a dejar el lado oscuro de la fuerza. Imaginar que las mezquitas como tales vayan a levantar su voz contra los atentados yihadistas que se han urdido en el seno de su grey es tan ingenuo como en el reciente pasado lo fue creer que los curas vascos debían ponerse frente al terrorismo etarra o que los curas españoles que molturaron nuestra infancia y juventud fueran a protestar contra los crímenes de la dictadura franquista de la que se beneficiaron copiosamente. Puede ocurrir que protesten en alguna circunstancia, pero con toda seguridad no será un hecho espontáneo. Los clérigos monoteístas aspiran a llevarte al cielo pero reconocen que debe haber infierno.