Hoy he aprendido una nueva palabra: descarbonización. No porque este neologismo brutal no estuviera en uso en áreas lingüísticas específicas y alguna vez no hubiera saltado a los medios de información general sino porque carece de la musicalidad necesaria para quedarse pegada al oído, y tampoco hay contexto en el que el palabro pueda aplicarse con sentido. Pues bien, parece que el oído se ha aguzado y sí hay contexto. En estos días de ruido y furia, y de opiniones de toda laya, una de las más inteligentes síntesis de la enseñanza que debiera derivarse del atentado de Barcelona es que debemos descarbonizar nuestra economía más pronto que tarde. El argumento es impecable: los mismos países que exportan la ideología que nutre las acciones de los terroristas, exportan también el petróleo que nos mueve. Así, pues, mientras nuestras élites comercian con los países exportadores de petróleo y adulan a sus dirigentes, los pupilos ideológicos de estos vierten el resentimiento de sus frustradas existencias en las carnes de los consumidores del petróleo. Los atentados yihadistas serían así una tasa añadida a las muchas que se pagan cuando se llena el depósito del vehículo. Un efecto de la globalización, que por ahora se manifiesta en el enriquecimiento de unos pocos y la precarización de los más, hasta el punto de que la vida misma resulta precaria bajo este sistema económico. La bomba o el cuchillo de carnicero vienen con la factura del petróleo. Ciertamente, todo el proceso es respetuoso con los derechos humanos en dos los polos del bucle: tanto las enriquecidas elites del petróleo como las víctimas del terrorismo pertenecen a grupos en cuyo interior no hay discriminación alguna. Cualquiera sin distinción de sexo, raza o religión puede vivir de los dividendos de una empresa que comercia con el petróleo arábigo y cualquiera de la misma condición puede morir ametrallado o acuchillado en una terraza veraniega. Los distingos vienen después, en la agitada base social, donde unos encuentran que están rodeados de infieles y los otros creen que estamos rodeados de moros. De modo que la factura del petróleo incluye también los recursos destinados a estabilizar la sociedad golpeada por el terrorismo, atención sanitaria, pedagogía social, vigilancia policial, cacareo político, etcétera. El racionalismo occidental podría preguntarse por qué estos riquísimos países exportadores de petróleo no dan un empleo digno al puñado de jóvenes enloquecidos obligados a vivir en los suburbios de Europa en vez de calentarles los cascos con manuales de religión que les abocan a la muerte, ajena y propia. Descarbonización se ha convertido en un término polisémico. No solo significa la revolución económica de pasar de los combustibles fósiles a las energías limpias sino también la revolución política de reconocer una dictadura y un abyecto régimen político donde lo hay y no donde lo dictan quienes hacen del gobierno un negocio. Por supuesto, es una tarea ingente que no se puede pedir ni a nuestros gobernantes ni a nuestra destartalada sociedad, así que habremos de aceptar que seguirá en la calle el juego de moros contra infieles, y viceversa.
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