¿En qué momento se radicalizaron los jóvenes que han cometido el atentado de Barcelona? Las voces de los testigos son un coro de lamentos que expresa estupefacción, extrañeza y por último miedo: era un chico muy tímido, yo le conocí y era un buen vecino, le di clase de matemáticas. Etcétera. En este rincón del golfo de Vizcaya hemos oído antes, durante mucho tiempo y  muchas veces esta letanía, aplicada al compañero de la mili, al hijo del tendero, a la amiga de nuestra hija… De repente,  ese muchacho o muchacha, buen vecino, amigo, compañero de pupitre, se ha convertido en un monstruo. Radicalización es un término de nuevo uso que connota un proceso proceloso, una suerte de misterioso lavado de cerebro que empuja a ciertos individuos, no se sabe cómo, al lado oscuro de la fuerza. Pero no hay tal proceso ni tal magia.

Uno o dos días antes del atentado de Barcelona un canal de televisión emitió una película que recrea el famoso experimento de Stanley Milgram en el que este psicólogo social de la universidad de Yale demostró que cualquier individuo puede convertirse en un abyecto criminal en unos pocos pasos por simple obediencia a una autoridad reconocida que no necesita mostrarse brutal ni coactiva, solo razonable y persuasiva. La obediencia es, según el resultado del experimento, una parte determinante de la naturaleza humana, no importa con qué consecuencias.

Para demostrarlo se reclutó a un puñado de voluntarios de la calle a los que los que se les informó de que iban a participar en un experimento científico sobre la obediencia. Estos individuos fueron puestos en el papel de maestros de un segundo grupo de alumnos, a los que no veían porque estaban al otro lado del tabique de la habitación y que debían contestar a las preguntas sobre temas generales que les hacían los maestros, y, si las respuestas eran erróneas, el maestro accionaba un mecanismo que aplicaba al alumno errado una descarga eléctrica. Este artefacto punitivo era simulado pero los voluntarios que lo accionaban no lo sabían y a pesar de ello siguieron sin dudar las exigencias del programa y aumentaron el voltaje de las sucesivas descargas a cada error de los alumnos a los que sí oían quejarse y en último extremo aullar de dolor. El experimento demostró que cualquier individuo desgajado de su entorno social, al que, 1) se le sitúa en una posición de superioridad sobre otros, 2) se le atribuye una misión en el marco de una noción respetable (en este caso, la ciencia) y 3) se le dota de un instrumento para hacer efectiva la misión encomendada, se convierte naturalmente en un asesino, no importa lo piadoso, culto, compasivo o razonable que sea en su vida privada, con su familia,  amigos y vecinos. Milgram realizó su experimento poco después del juicio contra Adolf Eichmann y de que Hannah Arendt popularizara el concepto de la banalidad del mal.

Volvamos a la pregunta del principio, ¿cómo y en qué momento se radicalizaron los autores? Veamos: 1) apártense a unos jóvenes de las rutinas de su descabalada existencia, 2) denles una misión y una posición de autoridad (y qué mayor autoridad que sobre la vida de los otros) en el marco de una noción cultural reconocible y apreciada (en este caso, el futuro del Islam, digamos), 3) provéanles de un artefacto adecuado y ¡bum!, ya está conseguido el efecto que se perseguía. La policía sospecha que el imán de la mezquita de Ripoll formaba parte del comando que ejecutó el atentado. No sería extraño, al contrario. Si el terror desplegado en el experimento de Yale lo fue en nombre de la ciencia, el que practicamos en este meridiano se hace en nombre de la religión. Buscad al cura, que siempre tiene algo que contar.