Regreso de la concentración ciudadana de respuesta al atentado de Barcelona. En mi pueblo se han convocado tres a la misma hora, una por cada uno de los poderes políticos actuantes en la plaza: local, autonómico y estatal. Cada institución convocante ha recibido el apoyo, menguado, de los suyos, por afinidad política, por simpatía hacia el mandatario que encabezaba la reunión, por pertenencia a sus redes clientelares o por cercanía al domicilio, quién sabe. La concentración que me ha tocado en suerte la nutrían un centenar o poco más de personas, la mayoría viejos, los únicos que tenemos conocimiento cabal de lo que vale la vida y de lo estúpido e inútil que es dilapidarla por ningún ideal. Además, estamos en una plaza que ha convivido más de medio siglo con el terrorismo doméstico y ha visto repetir en innumerables ocasiones el desangelado ritual de esta mañana. Una de las convocatorias la había firmado el alcalde, que milita en un partido cuyos inmediatos antecesores defendieron la razón del terrorismo y apoyaron sus acciones, y unos cuantos de ellos aún acuden a la puerta de las cárceles a recibir a los terroristas que han cumplido condena, y si no les homenajean en público es porque está prohibido por ley. El terrorismo es una forma de vida, según hemos aprendido con la edad, y el perfil de quienes lo ejecutan es relativamente uniforme: jóvenes aculturizados, que habitan en los peldaños más bajos de la escala social, saturados de leyendas, preferiblemente de matriz religiosa, y convencidos de que sus anhelos no tienen cabida en la sociedad en la que viven. Pero estos jóvenes no darían ni un paso si no estuvieran protegidos y adoctrinados por una tupida red de maestros, líderes, visionarios, cómplices y simpatizantes de toda laya, que nada arriesgan. Pasa mucho tiempo hasta que el estado y la sociedad consiguen revertir esta situación y reducir la amenaza a la mínima expresión. Es obvio que, respecto al terrorismo yihadista, estamos muy lejos de esa fase y no debemos esperar que tenga fecha de caducidad previsible. Pero su dimensión planetaria quizás sirva para introducir sensatez y cordura en nuestras quisicosas domésticas y singularmente en la pueril pugna que los gobiernos catalán y central se traen a cuenta del llamado procés. Ya ocurrió con los atentados de Atocha, que redujeron a la insignificancia el terrorismo etarra y sin duda sirvieron para acelerar su final, siete años más tarde, aunque no la discordia política que fue, después de las víctimas, el efecto más notorio del atentado. La triple convocatoria celebrada esta mañana en mi pueblo delata la lentitud de reflejos de la clase política, la pereza que les invade cuando se ven abocados a abandonar su zona de confort. El terrorismo no acabará con lo que pomposamente llamamos nuestro modo de vida, el cual incluye una cierta dosis de estupidez.