Crónicas agostadas 11

El veraneante entreabre los párpados en la siesta y ahí están con sus antorchas y banderolas, sus uniformes de guardarropía, sus símbolos esotéricos, las cabezas encasquetadas, los rostros esculpidos en una determinación fanática. La bestia rubia. Los nazis, otra vez. Y en esta ocasión no es un documental de la dos sino el telediario del día. Lo que se cuenta está ocurriendo en una ciudad antaño esclavista y donde la segregación racial es objeto de monumentos oficiales: un lugar donde el sueño ilustrado, apenas lo formularon los padres de la república, devino realidad medieval. La ciudad del miedo que emerge de ¿sus escombros? No, siempre estuvo ahí. Estados Unidos lo fundaron emigrantes europeos que llevaron consigo sus esperanzas y demonios. Eso explica que el país haya reproducido en su corta historia todas las lacras de Europa, guerra civil incluida, a veinticuatro fotogramas por segundo. El nacimiento de una nación, la película de D. W. Griffith, de 1915, fue también el nacimiento del cine, y una apología del racismo y del kukluxklan. El tribalismo está en la raíz de la así llamada sociedad más avanzada del mundo, como se muestra (seguimos en el cine) en Bandas de Nueva York, la película de Martin Scorsese, que pinta la metrópoli como un corral en el que pugnan a puñaladas y hachazos nativistas, es decir, emigrantes protestantes de primera generación, y emigrantes católicos irlandeses que huyen de la hambruna de su país de origen. Cada avance contra este tribalismo criminal –al que orgullosamente llaman el espíritu americano o America first– requiere la intervención de un gobierno fuerte y firme. Pero en esta ocasión el tribalismo se ha instalado antes en el gobierno.

La manifestación de Charlottesville es el melanoma de un cáncer que ya estaba diagnosticado cuando Trump fue elegido presidente. Por eso son absurdas las quejas de quienes censuran que el tiranosaurio de cresta color panocha no haya condenado la manifestación nazi llamándola por su nombre. Simplemente, no lo ha hecho porque los manifestantes son los suyos, sus votantes, y él es uno de ellos. A Trump le pasa con los supremacistas blancos lo que al pepé con la memoria del franquismo; para ambos se trata de nutrientes heredados de sus ancestros. Pero aparte la anécdota, alguien debería explicar por qué los países que crearon, promovieron y extendieron, a menudo a bombazo limpio, el liberalismo político, el libre mercado y la globalización del comercio han sido los primeros en caer en manos de lo que  pudorosamente llamamos populismo de derechas, léase fascismo. Estados Unidos y Reino Unido han renunciado al rumbo que ellos mismos habían marcado al mundo y han dejado colgada de la brocha a la Europa continental y en plena expansión a los imperios post comunistas ruso y chino. Así están las cosas a la hora de la siesta de este verano en el que por primera vez son más los que creen en el cambio climático que quienes lo niegan.