Un Estado es. ¿En qué consiste su ser? En que la policía del Estado arreste a un sospechoso. (Martin Heidegger, Introducción a la Metafísica).

Justo lo que el mundo necesita, otro ensayo sobre Heidegger y el fascismo (Woody Allen, Irrational man).

Leo en una reseña de George Steiner que, en cierto archivo policial de las SS, se dice que Martin Heidegger “desarrolla un nacionalsocialismo privado”. Esta ocurrencia se debe, al parecer, a un colega universitario del filósofo y fue pronunciada en el contexto de la celebración de su toma de posesión como rector de la Universidad de Friburgo pero se ha convertido en uno de los varios clichés que sobrenadan la fama del filósofo y cuya referencia puede encontrarse en diversos trabajos de sus exégetas. Emmanuel Faye, que recoge en un apéndice de su libro un amplio comentario del archivo policial dedicado al filósofo, en el que se pone en evidencia su adhesión al régimen hitleriano, no cita, sin embargo,  esta concreta y pintoresca expresión (Heidegger. La introducción del nazismo en la filosofía. Ed. Akal 2009). Los informes policiales suelen ser obvios, cuando no obtusos, pero este ha conseguido mediante la ilación de dos términos antitéticos una metáfora perspicaz y una síntesis atinada de lo que fue la actitud política y cívica de Heidegger, tal como ha sido presentada por sus legatarios, discípulos y admiradores. En todo caso, la observación policial nos obliga a desentrañar qué significa nacionalsocialismo privado.

El adjetivo privado puede traducirse como propio o particular, es decir, excéntrico respecto al tronco común, y también significa absorto, pero, literalmente, es antónimo de público. De este modo, la privatización del nacionalsocialismo es un contrasentido. El nacionalsocialismo o nazismo es una ideología y un programa político que se reconocen en el ámbito público y se despliegan en normas, rituales y actitudes que afectan a los individuos en la medida que pertenecen a una sociedad y mientras esta condición está actuante, es decir, en la escuela, en la administración, en la milicia, en las relaciones contractuales y en las asociaciones civiles. Lo privado es el ámbito de autonomía del individuo, al que no llegan los aparatos del Estado ni las ideologías que los informan. En la sala de estar de casa, cualquier alemán podía hacer chistes sobre Hitler, si conseguía soslayar a los soplones infiltrados en el vecindario o en su propia familia, los cuales también eran una institución pública, y muy activa, del nacionalsocialismo. La existencia de estos  personajes, y la red de delaciones que los mantenía conectados al sistema policial, a la que no era ajena la actividad política del filósofo, como se verá, nos indican por ende que el ámbito privado en la Alemania nazi era muy exiguo y tendencialmente achicado. En realidad, como es sabido, el régimen aspiraba a abolirlo como una deleznable reminiscencia del orden burgués. Así se entiende la contrariedad que destila el brevísimo comentario policial sobre Heidegger.

Claro que el comentario también podría interpretarse en clave cómica. Al contrario que los demás alemanes, el filósofo no hacía chistes privados contra Hitler, sino que en lo recóndito de su gabinete de trabajo lo alababa embelesado sin que estos halagos trascendieran nunca a la cátedra donde daba clases ni a la imprenta donde publicaba sus trabajos. Un testimonio ilustra esta circunstancia. En cierta ocasión, Karl Jaspers preguntó a su amigo Heidegger, “¿Cómo es posible que Alemania pueda ser gobernada por un individuo de tan escasa formación como Hitler?” A lo que el interpelado respondió: “La formación es indiferente por completo…, mire usted sus preciosas manos”. Si este hechizo erótico que ejercía el gesticulante dictador sobre el sesudo filósofo es nacionalsocialismo privado, habremos de convenir en que es un asunto leve y de ribetes grotescos.

Sin embargo, hay algo de imborrable gravedad en el apunte policial sobre Heidegger que alude a la relación de la filosofía y la política. Una obra filosófica es el fruto de un intelecto individual (si esto no es un pleonasmo) y, en consecuencia, se construye en un ámbito, no sólo privado sino también íntimo. El filósofo crea un universo propio que, cuando lo considera culminado, presenta al escrutinio de sus semejantes, que nunca llegan a poseerlo sino, como mucho, a beneficiarse de la iluminación que proyecta (en Heidegger esta luz es bastante tenue). En este sentido, el filósofo, como el novelista, construye su obra con autonomía respecto a los hechos contingentes que le rodean. Pero hay un pero. El caso Heidegger no es igual que el caso Céline. El novelista produce otra realidad, no necesariamente moral, en la que carga sus obsesiones y a la que sólo se le exige que sea coherente, intensa y novedosa en los propios términos del relato. Ante una novela, el lector está invitado a suspender el juicio; ante un tratado de filosofía, está obligado a aguzarlo. La filosofía aspira a ofrecer un universo normativo, una ordenación veraz y en consecuencia moral de la realidad. Los filósofos no proponen una narración alternativa a otras, como hace el escritor de ficciones, sino una Weltanschauung, para decirlo con una palabra cara al idealismo alemán y a los nazis. Los filósofos son, o debieran ser, guías espirituales y no es imaginable que su magisterio sea compatible con actitudes cívicas o morales aberrantes.

La afiliación de Heidegger al partido nazi ha gravitado en la consideración del filósofo desde que acabó la II Guerra Mundial y la polémica aún está lejos de haber concluido, si bien hasta ahora su obra ha conservado la admiración y el aprecio de un sector relevante, aunque también menguante, de la comunidad filosófica, a despecho de su afección política. En términos detectivescos, podría decirse que no se ha encontrado la conexión material o formal de la filosofía heideggeriana con las premisas ideológicas nazis, y aquélla puede ser examinada y aceptada con total independencia de éstas. La única conexión entre ambas no estaría, según esta perspectiva, en el orden de las ideas sino en el personal: La conexión es el propio Martin Heidegger, no sus escritos. La observación sobre el nacionalsocialismo privado del filósofo se ha convertido así en el enfoque oficial que recibe su legado en buena parte del mundo académico.

El compromiso nazi del filósofo no fue en realidad tan privado, como lo prueba su discurso de toma de posesión del rectorado de la Universidad de Friburgo, al que fue elevado por la organización universitaria del partido nazi en un contexto de coacciones y persecución a los profesores socialdemócratas y judíos, y en el que postuló la sumisión de la institución universitaria al principio del caudillaje (Führerprinzip), pero en todo caso ésta y otras intervenciones notorias se han considerado parte de la privacidad de Heidegger, o dicho de una manera más laxa, consecuencia de sus obligaciones como profesor universitario en un régimen que obligaba a todos. Sin embargo, las investigaciones de Víctor Farías (Heidegger y el nazismo. Ed. Fondo de Cultura Económica, 1998), Rüdiger Safranski (Un maestro de Alemania. Ed. Tusquets 2010) y del mencionado Emmanuel Faye aportan pruebas incontestables de que la actitud del filósofo con el régimen no fue una mera acomodación oportunista a las circunstancias imperantes sino una deliberada y consciente complicidad. Faye aún va más lejos, y mediante un extenuante análisis histórico y semántico de los textos menos conocidos del filósofo, pone de relieve que, en sus seminarios de la universidad, fue un productor neto de ideología nazi.

El esfuerzo de estos críticos revela que las pruebas de la miseria del filósofo no son inmediatamente visibles en las brumosas páginas de sus libros de metafísica. Su discípulo Karl Löwith comentó sarcásticamente, a propósito del famoso discurso del rectorado, que en las palabras de Heidegger no quedaba claro si había que estudiar a los presocráticos o afiliarse a las SA. Lo  curioso es que también pueden encontrarse muestras de desconfianza hacía su jerga en los ideólogos nazis más caracterizados. Uno de ellos, el psicólogo Erich Jaensch,  llega a calificar sus escritos de “documentos psicopatológicos”  y resume que “sabe rodear las banalidades con la apariencia de significaciones importantes”. En 1938, el periódico nazi Der Alemanne dijo de él que es el filósofo “al que nadie entiende y que no enseña nada”.

Heidegger, muy cuco, llegaría a utilizar estas opiniones de connotados nazis como prueba de que él no lo era cuando tuvo que argumentarlo ante la comisión de depuración de la universidad instruida por las fuerzas de ocupación aliadas después de la guerra. En 1945 el filósofo estaba espantado ante la idea de perder su condición docente y quién sabe si su pensión, de modo que se esforzó en resaltar su distanciamiento del régimen, que se habría producido después de su breve periodo en el rectorado de Friburgo en cuanto comprendió que el nazismo no llevaría a cabo la “revolución metafísica” que él esperaba de Hitler y sus secuaces. Este distanciamiento metafísico no se manifestó en ninguna actitud pública sino, una vez más, en el abstruso lenguaje de sus seminarios de la universidad, que, al parecer, tanto desconcertaba a los agentes policiales del régimen que seguían sus actividades docentes.

Un ejemplo especialmente significativo de la oscuridad lingüística del filósofo lo ofrece su posición en relación con los campos de exterminio. Heidegger se refirió a ellos después de la guerra en dos ocasiones. La primera en una cita muy conocida: “La agricultura es hoy una industria de alimentación motorizada; en su esencia es la misma cosa que la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas”. Esta obscena estupidez, impropia no ya de un pensador profesional sino de cualquier individuo que no haya perdido la razón, la vergüenza o ambas, no carece sin embargo de lógica dentro del discurso de Heidegger y se corresponde bien con la fascinación que ejercía sobre él la técnica, a la que otorga una cualidad metafísica. Cuando en 1940 Alemania derrotó a Francia con sorprendente rapidez y eficacia, Heidegger vio en el acontecimiento el testimonio de que “llega un día en que un pueblo [Francia] no está a la altura de la metafísica que ha brotado de su propia historia (…) No basta con tener tanques y aviones, ni basta con disponer de hombres que puedan servir a tales instrumentos. Se requiere un tipo de hombre que sea adecuado a la singular esencia de la técnica moderna y su verdad metafísica, que se deje dominar enteramente por la esencia de la técnica para que precisamente así pueda él mismo dirigir los procesos y posibilidades particulares de la misma”. En resumen, puesto en marcha el proceso por la voluntad del Führer y provistos los recursos técnicos para llevarlo a cabo, sólo faltan hombres capaces de ejecutar el operativo y culminar el objetivo, para lo que se requiere que estén dominados por la esencia de la técnica. La burocracia criminal de Hitler estuvo servida por esta clase de individuos.

La segunda alusión de Heidegger al Holocausto  es de 1949 y tiene un aire a la anterior, pero es más inextricable, y, según la cita de Faye, dice lo siquiente:

“Centenares de millares mueren en masa. ¿Mueren? Perecen. Son asesinados. ¿Mueren? Se convierten en piezas de reserva de un stock de fabricación de cadáveres. ¿Mueren? Son liquidados discretamente en los campos de exterminio. Y, además, millones perecen hoy de hambre en China. Sin embargo, morir significa llevar hasta el final la muerte en su esencia. Poder morir significa tener la posibilidad de esta conducta. Nosotros lo podemos hacer solamente si nuestra esencia ama la esencia de la muerte. Pero en mitad de muertes innumerables la esencia de la muerte permanece irreconocible. La muerte no es ni la nada vacía, ni el paso de un estado a otro. La muerte pertenece al ‘Dasein’ del hombre que sobreviene a partir de la esencia del ser. Así, ella protege la esencia del ser, el abrigo que protege el carácter oculto de la esencia del ser y agrupa la salvación de su esencia. Esta es la razón por la que el hombre puede morir si, y solamente si, el propio ser se apropia de la esencia del hombre en la esencia del ser a partir de la verdad de su esencia. La muerte es el abrigo del ser en el poema del mundo. Poder la muerte en su esencia significa poder morir. Sólo quienes pueden morir son mortales en el sentido portador de esta palabra”.

¿Qué diablos significa esta jerigonza? Emmanuel Faye apunta que “es importante tomar conciencia del despropósito absoluto de estas palabras” -¡y tanto!-, si bien interpreta que Heidegger “deja entender que nadie murió en los campos de exterminio porque ninguno de los allí liquidados podía morir”. Si ése es el sentido de la cita, podemos convenir en que su autor era un individuo completamente enloquecido. Esta interpretación aún otorga un cierto magisterio, si bien aberrante, a las palabras del filósofo, pero sería posible otra, menos solemne y más obvia: Heidegger echa mano aquí de su copioso repertorio de trucos lingüísticos para eludir una evidencia a la que se veía confrontado y que, como a todos los alemanes de la posguerra, le resultaba insoportable. Así, la cita deja de ser la argumentación de un filósofo para convertirse en la farfolla de un delincuente sorprendido con las manos en la masa. El lenguaje de los nazis es rudimentario y estridente, mientras que el de Heidegger es frondoso y abstracto. Uno de sus discípulos y apologetas -Walter Biemel-  ilustra, involuntariamente, esta aparente distancia de ambos registros lingüísticos con una anécdota cómica: Heidegger iba siempre cargado de libros por los pasillos de la universidad para no tener que saludar a la romana. Esta prueba, si lo es, no exonera al filósofo, sólo atestigua sobre el carácter privado de su afiliación al régimen, que tanto fastidiaba a las SS.

Pero lo cierto es que los lenguajes de Heidegger y, digamos, de Goebbels guardan semejanza en la proliferante capacidad de la lengua alemana para crear mediante la combinatoria léxica conceptos y categorías nuevos cuyos significados eran los que le atribuía el que manda, como en el cuento de Lewis Carroll. Raymond Aron, que estaba familiarizado con la filosofía alemana, lo advirtió finamente: “La lengua alemana es excepcionalmente flexible en filosofía, como resultado de lo cual tendemos a pensar en los filósofos alemanes como más profundos de lo que lo son realmente”. (El peso de la responsabilidad, Tony Judt, Taurus, 2013). En esta perversa creatividad lingüística del alemán hubo encuentros significativos entre el régimen nazi y Heidegger. Éste fue nombrado rector de la Universidad de Friburgo en el marco de la Gleichschaltung, un término que puede traducirse por armonización o sincronización (mis au pas, en la traducción francesa) pero que en la jerga nazi designaba la imperativa homogeneización racial de un colectivo; en este caso, el claustro docente de la universidad, del que el filósofo y sus colegas nazis expulsaron a los profesores judíos. La depuración afectó, entre otros menos conocidos, a Edmund Husserl, maestro de Heidegger. No haría falta añadir que la purga se llevó a cabo, no sólo en cumplimiento de la ley vigente, sino de un modo académico, es decir, previa desacreditación del valor científico de las obras de los expulsados.

En su intento de apartar de la carrera universitaria al filósofo judío Richard Hönigswald con el pretexto de que era neokantiano, Heidegger escribió en junio de 1933 al consejero del Ministerio de Cultura de Baviera, doctor Einhauser, en los siguientes términos:

“Respondo encantado a su requerimiento enviándole a continuación mi valoración, Hönigswald viene de la escuela del neokantismo, que ha defendido una filosofía que depende del liberalismo. En ella, la esencia del hombre se disuelve en una conciencia libremente suspendida y ésta a su vez se diluye en una razón mundial lógica y universal. Abriéndose camino bajo la apariencia de una fundación más rigurosamente filosófica y científica, dicha escuela se ha desviado de la visión del hombre en su arraigo histórico y su tradición salida del pueblo, la sangre y el suelo [Volkstum, Blut und Boden: un mantra nazi]. Esto se ha acompañado de un rechazo deliberado de todo cuestionamiento metafísico y de una interpretación donde el hombre no sería más que el servidor de una cultura mundial indiferente y universal. Ésta es la posición de fondo de la que surgen los escritos y toda la enseñanza de Hönigswald. Y hay que añadir que precisamente es Hönigswald quien se bate por el neokantismo con una sutileza particularmente peligrosa y una dialéctica que gira en el vacío. El peligro consiste, sobre todo, en el hecho de que esta agitación suscita la impresión de la más grande objetividad y del saber más riguroso y, de hecho, ya ha confundido y descarriado a numerosos jóvenes. ¡Heil Hitler!”.

Una interpretación benevolente del filósofo como delator podría aludir a que su proyecto de construir un pensamiento que se sostuviera por sí mismo le obligaba a combatir todo lo que no tuviera acomodo en la abstracción en la que empeñaba su esfuerzo. Pero Heidegger no era el sabio despistado de las caricaturas y nunca dejo de conspirar y malmeter para favorecer sus intereses, desde los albores de su oficio de filósofo en Friburgo, donde halagaba en público a su maestro Husserl mientras lo despreciaba en privado. Más adelante, cuando Husserl había sido apartado de la docencia por su condición de judío y Heidegger era rector de la universidado de Friburgo, este participó en numerosos expedientes contra colegas que no se acomodaban al patrón nazi, como el químico Hermann Staudinger, que era Premio Nobel. El informe que hizo sobre Hönigswald consiguió que fuera expulsado de su cátedra de la Universidad de Múnich, un puesto que ambicionaba Heidegger porque le daría “la posibilidad de acercarse a Hitler“, en sus propias palabras. El acercamiento que anhelaba no era físico sino, por decirlo así, metafísico, ya que Múnich era la cuna del nacionalsocialismo. En todo caso, la conspiración para sustituir a Hönigswald por Heidegger estaba alimentada por las autoridades y por el entorno estudiantil del partido nazi en Baviera, pero, curiosamente, el claustro docente de Múnich se opuso a esta pretensión porque, argumentaba, “los efectos pedagógicos de su filosofía podían revelarse menos importantes que los efectos inspiradores. En particular, los jóvenes estudiantes podrían dejarse más fácilmente aturdir por su lenguaje embriagador, en lugar de formarse a través de los contenidos profundos y difícilmente comprensibles de su propia filosofía”.

Así que al verboso Heidegger le tenían bien calado sus colegas de universidad en fecha bastante temprana. En una ocasión anterior, en 1930, cuando se barajaba su nombre para ocupar la cátedra de filosofía de la Universidad de Berlín, la comisión académica encargada de evaluar sus méritos rechazó su candidatura con estos argumentos: “Recientemente se cita mucho el nombre del Martin Heidegger. También se discute mucho el valor científico de su producción literaria; sin embargo, es cierto que irradia una intensa fuerza de atracción personal. Pero también sus veneradores admiten que, entre los  muchos estudiantes que acuden a él apenas hay uno que lo entienda realmente. Sería fatal llamarlo ahora a Berlín”.  Esta reticencia revela a contrario que era un profesor muy exitoso y aclamado por los alumnos, y más adelante por las autoridades gubernamentales, además de ser miembro de carné del NSDAP, lo que indica que al menos la música de sus lecciones se acompasaba bien con las pautas vigentes en la época aunque la letra fuera ininteligible. Heidegger alimentaba la ambición, que hoy nos parece pueril, de erigirse en el heredero de la filosofía clásica griega para lo que no tuvo empacho en formular una sandez que se ha hecho célebre según la cual sólo se puede filosofar en griego (se entiende que no demótico) y en alemán (se entiende que en el de Heidegger y quizás el de Goebbels). Esta apropiación de la filosofía clásica griega muestra los dos rasgos típicos de la depredación nazi. De una parte, no era muy distinta –en esencia, como diría Heidegger- a otras formas de saqueo económico y cultural perpetradas por los nazis en los países de Europa, pero además estaba connotada por una inspiración racista ya que partía de la premisa de que Heráclito era ario, término que aquí se opone a asiático.

El III Reich se edificó en lo que entonces era, en muchos aspectos, el país más civilizado y avanzado del mundo, donde la cultura ocupaba un trono deslumbrante, y el ascenso de los nazis se hizo con el aplauso de la mayoría del pueblo alemán y sobre todo de sus amplias y cultivadas clases medias. Fue, para decirlo en palabras famosas de Hanna Arendt, “una alianza entre la chusma y la elite” a la que el maître à penser se sumó con gusto. La irrupción de hordas de camisas pardas en las calles, los asaltos, palizas y detenciones arbitrarias, se hacían a la vista de todo el mundo, innumerables alemanes convivían en la cercanía de su domicilio con un campo de concentración y todos tenían como vecinos a una familia judía que un día era obligada a hacer las maletas y a montar en un convoy sellado rumbo a un lugar sin retorno. Millones de alemanes privados asistieron con satisfacción o al menos sin protestas a la anexión de los Sudetes, al bombardeo de Guernica, a la invasión de Polonia, a la ocupación de Checoslovaquia, y a la postre al desencadenamiento de la guerra mundial. Heidegger parecía encantado en esta zambullida colectiva en la que la política quedaba resuelta en el acto de blandir una garrota. En una conferencia ofrecida en la Universidad de Tubinga en noviembre de 1933 dijo: “Ser primitivo es estar por el impulso e instinto interno allí donde comienzan las cosas; ser primitivo es estar movido por fuerzas interiores. Por eso precisamente, porque el nuevo estudiante es primitivo, está llamado a ejecutar la nueva exigencia del saber”.

No todos encontraron placer en revolcarse en el primitivismo. En mayo de 1933, por las fechas en que los nazis llevaron a cabo la quema pública de libros degenerados y antialemanes, Karl Jaspers hizo la última visita a su colega y dejó este testimonio:

“El propio Heidegger parecía transformado. A mi llegada se produjo una sensación que nos separaba. El nacionalsocialismo se había convertido en un delirio colectivo. Busqué a Heidegger para saludarle. ‘Es como en 1914…’, comencé y quería continuar, ‘De nuevo esta engañosa embriaguez de las masas’, pero ante el radiante asentimiento que Heidegger daba a mis primeras palabras, se me paralizó la voz en la garganta. Me quedé paralizado  ante un Heidegger que estaba poseído él mismo por el delirio. No le dije que estaba en el falso camino. Dejé de confiar en su esencia transformada. Y sentí en propia piel la amenaza de la violencia en la que Heidegger participaba ahora”.

En el designio hitleriano hay un aspecto que aún hoy nos asombra. ¿De verdad llegaron a creer que podrían mantener sometida Europa desde los Urales a Gibraltar durante mil años como indican las decisiones políticas y militares que adoptaron? La oscuridad de la filosofía de Heidegger, cercana al pensamiento mágico, parece corresponder a este delirio. En la tragedia clásica,  la sabiduría se representa  mediante un ciego que formula mensajes arcanos y el rector de la Universidad de Friburgo asumió ese rol de brujo de la tribu, incluso materialmente, cuando presidió una fiesta estudiantil del solsticio en la que las llamas se alimentaban con libros y exclamó en su discurso: “Llamas: anunciadnos, ilustradnos, mostradnos el camino que no tiene retorno”. Heidegger ignoró los datos que le suministraba la realidad social y política, incluido el riesgo en que estaba la mejor de sus discípulas y antigua amante, Hanna Arendt (*), que era judía, y se negó a pensarlos porque simplemente no consideraba que estuvieran a la altura de su ambición. La ceguera moral y la falta de compasión son dos rasgos trágicos que se encuentran en la médula misma del nazismo y de los que Heidegger estuvo sobrado.

A estos rasgos habría que añadir un tercero del que adolecen típicamente los que se dedican a actividades intelectuales o artísticas: la vanidad de creer que ellos producen la realidad, la cual sería un mucílago informe sin sus diseños, fórmulas, discursos y lecciones. No es imposible que Heidegger imaginase -algunos fragmentos de sus discursos políticos así parecen  indicarlo- que el movimiento nazi estaba ahí para hacer realidad la construcción metafísica que él estaba poniendo en pie. Safranski lo explica así: “Heidegger reaccionaba ante sucesos políticos y su acción se desplegaba en el nivel político; pero era la imaginación filosófica la que dirigía la acción y la reacción”. La obstinada negativa del filósofo, después de la guerra, a hacer ninguna autocrítica de su pasado o a reconocer los aspectos criminales del régimen al que había servido da noticia menos de su complicidad material con los nazis que de su convicción de ser víctima de un error histórico en el que la responsabilidad es de la Historia, no del filósofo. Si Heidegger hubiera acompañado a Goering y los otros en el banquillo de Nuremberg, es seguro que no se habría sentido entre camaradas (ellos tampoco se sentían así) pero podemos apostar a que su rostro habría expresado la misma mezcla de desdén y estupor que reconocemos en las caras de este selecto ramillete de asesinos.

Cuando al término de la guerra Heidegger se enfrentó al expediente de depuración por su pasado nazi, estuvo a punto de salir bien librado del primer lance, pero las reticencias de algún miembro de la comisión llevaron a las autoridades francesas de ocupación a encargar un dictamen sobre el asunto a Karl Jaspers, antiguo y desengañado amigo del filósofo. Jaspers había sido despojado de su cátedra por los nazis en 1937 a causa de que su mujer, Gertrud, era judía, y en los últimos años el matrimonio había vivido bajo la amenaza de la deportación (una situación análoga a la que sufrieron el lingüista Víctor Klemperer y su esposa), contra la que no tenían más defensa que la suerte y la cápsula de veneno que ambos llevaban constantemente consigo. Cuando Jaspers recibió el encargo de redactar un dictamen sobre Heidegger impartía un curso de moral sobre la necesidad de reparar la culpa de Alemania, una cuestión que jamás preocupó a Heidegger. El dictamen de Jaspers concluye:

 “En nuestra situación ha de tratarse con gran responsabilidad la educación de la juventud. Hay que aspirar a una completa libertad de docencia, pero ésta no puede establecerse inmediatamente. La forma de pensar de Heidegger, que según su esencia me parece falta de libertad, dictatorial y carente de comunicación, sería hoy funesta en su efecto docente. Me parece más importante la manera de pensar que el contenido de ciertos juicios políticos. Mientras no se produzca en él un auténtico renacimiento, que se muestre de manera patente, a mi juicio un profesor así no puede situarse hoy ante una juventud que interiormente carece casi de resistencia. La juventud ha de llegar a un pensamiento autónomo”.              

No es imaginable que las espesas construcciones verbales de Heidegger inspiren el conocimiento futuro. Ahora mismo resultan sobre todo ininteligibles (cuando no desconcertantemente banales) y las interpretaciones de sus epígonos no remedian sino que agravan esta aflictiva circunstancia. Su influencia puede rastrearse en corrientes de pensamiento –la hermenéutica y el llamado pensamiento débil– surgidas del desplome de los grandes sistemas filosóficos al término de la II Guerra Mundial y que definen la incertidumbre y la irrelevancia del pensamiento filosófico actual. En realidad, podría decirse que Heidegger es hoy más notorio por su figura histórica que por sus escritos, que, eso sí, mantienen ocupada a una legión de hermeneutas e intérpretes. Emmanuel Faye demanda, como conclusión de su trabajo, que las obras de Heidegger sean excluidas de los programas académicos porque difunden “concepciones racistas y destructoras para el ser humano”. Lo seguro es que su desaparición de los currículos escolares sería irrelevante si no hiciera peligrar un puñado de empleos docentes. Heidegger es una mina irremplazable para mantener ocupadas las plantillas de los departamentos de filosofía. El nazismo, y los otros fascismos contemporáneos, fueron movimientos políticos-militares basados en una sombría y rudimentaria concepción de la sociedad y del estado, que no requerían la ilustración del pensamiento filosófico para alcanzar sus fines. Los filósofos eran innecesarios para los nazis, pero tiene que haber gente pa tó, como dijo el torero. Heidegger compartió con los nazis los delirios y la jerga pero era un excedente de cupo que incluso consiguió escaquearse de las levas de civiles de entre dieciséis y sesenta años con que el régimen  nazi engrosó las filas de la milicia popular (Volksturm) obligada a enfrentarse a los ejércitos aliados en los últimos meses de la guerra. Fue, hasta el último minuto, un nacionalsocialista privado y también podría decirse que un cobarde. Pero la cuestión en este caso es otra.

El último testimonio vivo sobre Heidegger lo ofreció él mismo en la entrevista que concedió al semanario Der Spiegel  y que se publicó, tal como había pactado con los editores de la publicación, después de su muerte. Sus palabras estaban destinadas a constituir un testamento y la explicación definitiva sobre su actitud política. En esta última ocasión, Heidegger mostró la misma sorda terquedad y la misma falta de empatía con la realidad histórica de la que había hecho gala desde el final de la guerra. En lo posible edulcoró su compromiso nacionalsocialista sin demasiada preocupación por la verosimilitud de sus respuestas y mantuvo intacto su rechazo a la democracia. Así, a las preguntas de los periodistas que le entrevistaron, respondió con el lugar común de que había aceptado el nombramiento del rectorado de Friburgo como un sacrificio para evitar que los funcionarios nazis se hicieran cargo de la dirección de la Universidad, es decir, para salvar la filosofía, y en cuando a qué sistema político sea adecuado para “la actual época técnica”, respondió, “no estoy persuadido de que sea la democracia”. Después de dar noticia de estas respuestas del filósofo, Rüdiger Safranski, autor de su biografía intelectual, se pregunta: “¿Había de asumir Heidegger una parte de la responsabilidad por los crímenes monstruosos del nacionalsocialismo, en los que realmente no participó, ni siquiera en el terreno de los presupuestos intelectuales comunes?”    Es posible que no sea esta la pregunta apropiada. Una líneas más adelante, el mismo Safranski se hace otra más pertinente: “Tampoco se planteó, como sucede frecuentemente en la historia del pensamiento, la pregunta crucial: ¿quién soy yo propiamente cuando pienso?” La respuesta es bastante obvia pero a menudo inaccesible a los filósofos profesionales. Simplemente, no se puede estar perorando sobre el Ser mientras unos tipos se llevan de madrugada a la familia de tu vecino para liquidarla en una cuneta. Cuando esto ocurre, tenemos a un individuo privado haciendo estériles esfuerzos por comprender, no ya su dimensión ontológica sino su mera condición cívica. Heidegger debía ser consciente de esto es así porque se refugió en su cabaña de la Selva Negra para poder alegar que no sabía lo que estaba pasando. Ésta es la única lección, negativa, que nos ha legado Heidegger.

La profundización en el conocimiento de la obra de Heidegger es un viaje, bien que sinuoso, al corazón de las tinieblas. La publicación de sus Cuadernos negros, tres volúmenes de su diario filosófico, escrito entre 1933 y 1946, revela el explícito fascismo del filósofo. El contenido de estos papeles conmocionó en 2014 a los defensores de Heidegger, sobre todo en Francia, donde la influencia de su filosofía ha sido muy notable. “En toda su obra impresa no existe ni una frase antisemita”, había dicho Hadrien France-Lanord, codirector del Dictionaire Martin Heidegger. Pues bien, no es así. A la vista de los Cuadernos negros, donde pueden encontrarse juicios y afirmaciones explícitamente antisemitas, France-Lanord ha manifestado sentirse “profondement affligé”. Pero, ¿qué esperaban? Lo único que revela este descubrimiento es la contumacia de Heidegger pues fue él mismo el que prescribió el momento en que estos diarios debían ver la luz. Quizás pensaba que para entonces, es decir, ahora, habrían vuelto los suyos y le habrían levantado un monumento en la universidad de Friburgo.

(*) Hannah Arendt merece un breve escolio en este texto. Es, sin duda, la autora de una de las obras más sólidas e inspiradoras sobre teoría política que se hayan escrito en el siglo XX. Fue discípula estusiasta de Heidegger y su amante durante un breve periodo en la universidad. En 1933 tuvo que abandonar Alemania y después de un exilio que pasó por París, Palestina y el campo de concentración de Gurs (Pirineos franceses) recaló en Nueva York donde se afincó con su marido y donde escribió en inglés la mayor y mejor parte de su obra. Al final de la guerra, se reencontró con Heidegger con el que mantuvo una copiosa correspondencia, y cuya obra defendió y difundió con gran generosidad convirtiéndose en un aval para la rehabilitación del filósofo en ámbitos académicos de Europa y Estados Unidos. La adhesión de Heidegger al nazismo fue para ella un doloroso motivo de estupor que alimentó durante toda su vida reflexiones de gran finura intelectual, como puede apreciarse en la lección que sobre su antiguo maestro dictó para que fuera emitida por Radio Baviera en 1969, con ocasión del octogésimo aniversario del filósofo.