El delgado, zigzagueante e invisible hilo del liberalismo español en la segunda mitad del siglo XX a través de la memoria de Dionisio Ridruejo

Ha sido el joven y oportunista líder de Ciudadanos, Albert Rivera, el que en estas fechas ha vuelto a sacar a la palestra el añoso término dicotómico de rojos y azules con la pretensión de hacerse ver en un hipotético término medio en el que reinaría la moderación, la racionalidad y el liberalismo. El centro es Eldorado de la política penínsular, y singularmente lo es de la derecha española -históricamente una de las más inmoderadas y antiliberales del continente- y de quienes proceden de este humus cultural.  A principios de este siglo hubo una corriente, impulsada por un puñado de jóvenes académicos y escritores de opinión, que fue apenas discernible en la torrentera editorial de esos años, dirigida a poner en valor la aportación del liberalismo español, incluso en las entrañas mismas de la dictadura.

Historia de una empresa fallida

El escritor Jordi Gracia persiguió el rastro de Dionisio Ridruejo y en 2008 publicó La vida rescatada de Dionisio Ridruejo (Ed. Anagrama)  sobre este político y poeta, que nació fascista y murió demócrata sin perder nunca el aura de santidad laica con el que nos ha sido presentado desde que tengo memoria. La perplejidad del lector se inicia en el título de libro, que recuerda a las ficciones de Bryce Echenique, y en el grafismo de la portada, un desconcertante collage que mezcla imágenes de una dama belle époque, un chimpancé y a Charles Chaplin, entre otros motivos zoomórficos y vegetales de improbable relación con el tema del libro, como si el editor hubiera querido enmascararlo presentándolo como un relato de realismo mágico. No hay nada de eso en las páginas que siguen pero tampoco se nos ofrece una biografía stricto sensu, sino más bien una glosa del biografiado a partir de los papeles de su archivo personal a los que ha tenido acceso el autor. En este sentido, la obra ignora aspectos clave de cualquier biografía, como la infancia y juventud del protagonista, y se inicia en el tiempo en que éste ya era un jerarca de la Falange aupado en lo alto del movimiento franquista durante la guerra civil. ¿Cómo había llegado hasta ese comprometido puesto y cuáles son los  antecedentes de su formación política? No se nos dice. Tampoco se explica el significado del término “pensamiento joseantoniano”, que al parecer guió la conducta de Ridruejo y que para la gente de nuestra generación, la última que fue martilleada con esa entelequia, era un cliché indescifrable.

Una buena definición del llamado pensamiento joseantoniano se encuentra en la descripción que el escritor fascista Curzio Malaparte hace del también escritor falangista Agustín de Foxá, al que, en su novela Kaputt,  califica de “cruel y fúnebre como todo buen español”. Escribe Malaparte: “De Foxá pertenecía a esa joven generación de españoles [la misma que Ridruejo] que había intentado encontrarle un fundamento feudal y católico al marxismo y, como él mismo decía, una teología al leninismo, conciliar la vieja España católica y tradicional con la joven Europa obrera. Pasado el tiempo, se reía de las ambiciosas ilusiones de su generación y del fracaso de esa trágica y ridícula tentativa”. Foxá y Malaparte fueron, además de fascistas y escritores, dos cínicos  de campeonato. Ridruejo, falto de sentido del humor,  purgó toda su vida lo que Foxá resolvió en una carcajada. Pero volvamos a la historia.

Los falangistas españoles que formaron el cogollo intelectual del primer franquismo –los laínes, para decirlo con la insuperable y venenosa acuñación de Francisco Umbral-, del que Dionisio Ridruejo  era una figura relevante, registraron crisis tempranas de desencanto y después tuvieron muchos años para mudar sus ideas políticas y para que sus comportamientos, al hilo de la evolución de la sociedad y de sus propios intereses profesionales y académicos, les condujeran del fascismo, que en su caso nos ha sido presentado por sus rasgos más accidentales y líricos, hasta un liberalismo democrático que, por lo demás, tampoco tuvo ocasión de contrastarse con la realidad. Así que puede decirse que uno de los frutos inesperados de la interminable dictadura de Franco fue la conversión a la democracia de la guardia de corps intelectual que le acompañó en Salamanca, Burgos y Pamplona durante los duros (para otros) años de la Guerra Civil.

Ridruejo fue, en palabras de su biógrafo, “el más fascista de los fascistas españoles junto con Ernesto Giménez Caballero”. La compañía de este histrión ya da noticia del nivel de excelencia del panteón fascista español, pero, en lo que se refiere a Ridruejo, no hace falta exaltarse con los superlativos porque bastaría decir que ocupó junto a Franco el mismo puesto que Goebbels junto a Hitler, como jefe de propaganda. Después de la victoria de su bando, se desengañó pronto de que el generalísimo triunfante  fuera a llevar a cabo la “revolución social” pregonada por Falange, un fantasma que sirvió de coartada a la  dictadura para que los falangistas mantuvieran en salmuera su conciencia mientras gozaban de las prebendas del régimen. No fue éste el caso de Ridruejo, en verdad. Pero en este desengaño político radica la primera incógnita de la biografía del personaje, que su biógrafo no resuelve. El tipo que nos pinta es un joven exaltado, propenso a la lírica, enamorado de su papel de pregonero de la “nueva España” y notablemente desorientado sobre la realidad política que le rodea, amén de sobre sus propios asuntos sentimentales, lo que no es secundario a la edad que tenía Ridruejo entonces. Este ensimismamiento, verdaderamente obsceno en alguien que oficia de maestro intelectual, le impidió ver la realidad de la guerra y comprender algo tan obvio como que no era posible ninguna clase de revolución social, lo que quiera que significase ese concepto para el poeta, protagonizada por las escuadras de pistoleros que llevaban su mismo uniforme mientras llenaban de cadáveres las cunetas de la retaguardia en el bando sublevado.

Bautismo de metralla y barro

Como quiera que fuese, Ridruejo enfrentó este pueril desengaño político como un amor traicionado y dio otra vuelta a la tuerca de su romanticismo fascista alistándose en la División Azul para apoyar la empresa de Hitler en las estepas rusas. En sus memorias de este periodo (Los cuadernos de Rusia, Editorial Planeta 1978) afirma con su característica y alambicada prosa que se alistó en la fuerza divisionaria, no por anticomunismo sino “por la adhesión a la esperanza de un mejor orden universal”. Bajo la férula de Hitler, se entiende. Lo hizo como soldado raso, para lo que recibió entrenamiento de operador de ametralladoras, pero bajo el cobijo y la tutela de jerarcas falangistas como Serrano Súñer, promotor de la aventura de Rusia, y el  general Muñoz Grandes, jefe del contingente divisionario. La aventura rusa es la segunda incógnita irresuelta de esta vida rescatada de Dionisio Ridruejo. Jordi Gracia no cuenta cómo fue su experiencia en el frente pero sí recoge la noticia de su desenvuelta vida social y política cuando hizo escala en Berlín, con hospedaje en el hotel Adlon y amante incluida. Si hemos de juzgar por lo que el mismo Ridruejo cuenta en su diario de Rusia, su guerra en la estepa no fue especialmente extrema: empáticas descripciones de camaradas de armas que también lo eran del partido, tópicos de la vida cuartelera, reverbero de rumores del frente lejano, algunos entierros de caídos que sirven a la exaltación lírica, observaciones entre conmiserativas y perplejas sobre los campesinos rusos cuyas isbas ocupaban, y muchas horas de meditación poética.

El biógrafo alude de pasada al testimonio del poeta sobre el comportamiento del ejército alemán con la población ocupada, y en especial contra los judíos, que, sin embargo, no le llevó a extraer consecuencias sobre qué designios impulsaban a Hitler y cuál era la naturaleza de su colaboración con el nazismo. En Rusia asistió al espectáculo de las columnas de civiles que eran evacuados a punta de fusil de los guetos después de que estos fueran asaltados y saqueados, y tuvo la certeza de que los llevaban a la muerte, si bien se cuida de afirmarlo con rotundidad, como si fuera una observación atmosférica en la que no vale la pena redundar por obvia. Ridruejo había mamado el antisemitismo ideológico de las virulentas publicaciones de Onésimo Redondo y otros fascistas castellanos, inspirados en la versión nacionalcatólica del reinado de los Reyes Católicos, pero lo cierto es que en la España del siglo XX no había casi judíos y el poeta no tenía ninguna experiencia real en la ejecución material de las doctrinas antisemitas, así que no puede evitar un sentimiento de zozobra ante el carácter de la cacería que practicaban sus amigos políticos. Y, en vez de llamar a las cosas por su nombre, se entrega a una reflexión vergonzante: “A nosotros nos sorprende, nos escandaliza, nos ofende la sensibilidad, esta capacidad para el desarrollo de una crueldad fría, metódica, impersonal, con un plan previsto desde fuera del terreno”, y lo contrapone a lo que, a su entender, sería razonable: “El repentino, pasional saco, a sangre y fuego; la liquidación brutal, instantánea, explosiva, el ajuste de cuentas, nos parecen más explicables, más aceptables. Llega hasta donde la sangre llega”. Para él estaba justificado el “ajuste de cuentas” con el contumaz pueblo hebreo, si bien “aún tratándose de una sentencia divina –si se trata- entristece ser verdugo. No sé si lamentar que así sea, pero entre nosotros estas columnas de judíos levantan tempestades de conmiseración en la que, por otra parte, no se incluye simpatía alguna”. Para salir de este atolladero moral, afirma tener noticia de que soldados de la División Azul habían salido en defensa de algún civil maltratado por sus colegas alemanes. Esta consoladora leyenda, que no hay por qué dudar de que tuviera su fundamento en algún episodio concreto, ha gozado de largo recorrido como argumento expiatorio de la aventura divisionaria, pero su uso por Ridruejo como ultima ratio para salir de su propia perplejidad ilustra sobre la escasa robustez de sus convicciones, sean nazis o liberales.

La experiencia rusa terminó cuando Serrano Súñer y los demás valedores del joven héroe lo rescataron del barro y la metralla conminándole a que diera por terminada su chiquillada bélica. El pretexto, que él asumió encantado, fue que servía mejor a los intereses de la División Azul como heraldo de sus hazañas en España. Para entonces, Ridruejo empezaba a experimentar que la realidad no se sometía a sus exaltados y caóticos sueños y dejó escrita en su diario bélico una premonición: “Da terror –aparte de consideraciones humanas- pensar lo que podría ser la vuelta de esta ciénaga de odio y de dolor si un revés la arrojase otra vez sobre Alemania”. El poeta había intuido el contraataque que vino a continuación: Stalingrado, Kursk, Norte de África, Sicilia, Normandía, Berlín.  Las cartas de la política internacional estaban echadas y el espacio para los sueños revolucionarios (en realidad imperialistas, en el ideario de la Falange) quedaba definitivamente achicado.

Liberal a fuer de fascista

Ridruejo toma nota del escenario naciente pero no abandona su ideario fascista, simplemente considera que Franco lo ha traicionado, domesticando a las huestes de la camisa azul: “Noticias de la Patria. Pero ¡cuantísima retórica! Más que a otro régimen totalitario –y a todos les abruma esta plaga de la propaganda- al nuestro lo aplasta la retórica, tan incomprensible desde aquí [Rusia]. Así que, de vuelta a la “España mía, miserable y excelente”, el poeta está dispuesto a llevar a cabo “la sugestiva propuesta de vida en común que en España se anhela y se presiente pero en Alemania no se adivina”. Y tenía prisa: “Esta sensación de ir a llegar tarde y mal a una buena ocasión histórica es lo que nos desazona aquí”. Por toda respuesta a sus renovados anhelos, el generalísimo dictador le confina en Ronda donde se ve obligado a llevar una vida más o menos dedicada al cultivo del espíritu. Mira por dónde, el exaltado falangista había conseguido realizar el ideal joseantoniano de ser mitad monje (en Ronda) y mitad soldado (en Rusia) y en ambas ocasiones con la misma provisionalidad y aire de impostura que puede esperarse de una ideología básicamente guiñolesca.

Franco dedicó su crueldad, que no era poca, a las gentes del bando vencido, pero fue cauto y tolerante con las disidencias en su propio bando, la mayoría de las cuales eran fruto de la desorientación política, como en Ridruejo, o debidas a tensiones derivadas de ajustes en el aparato del régimen. Todas las muestras de disconformidad que no derivaran en un incidente grave de orden público, como los sucesos de Begoña (en 1942, en el que un atentado con bomba provocado por falangistas exaltados contra una concentración carlista estuvo a punto de alcanzar al entonces ministro del ejército, José Enrique Varela) eran sancionadas con penas leves y una mayor vigilancia policial, que, por lo demás, era la rutina del régimen. Esto creó un clima acomodaticio al que Ridruejo no se resignaba. Empezaba entonces a mostrar un rasgo de carácter que sin duda le identifica: una autoestima de acero, capaz de mantenerlo erguido en cada circunstancia por contradictoria que fuera. Su visión de la realidad española ya la había expresado en sus cuadernos de Rusia: “Es cierto que el ambiente general de España ha mejorado tras la República y la guerra civil. Más conciencia de la ciudadanía, mejores gustos, ambición de vida más gustosa y holgada, subida del nivel intelectual medio”. Muy perspicaz como diagnóstico de la España de 1942. Jordi Gracia reconoce este talante de su biografiado cuando afirma de él que tenía “cierta complacencia en sus puntos de vista” y era “educadamente controlado pero con un fondo duro”. De modo que Ridruejo volvió a entrevistarse con el dictador en enero 1946 para presentarle una propuesta que revela la mezcla de ingenuidad y confusión que constituía su pensamiento político, en el que lo único claro es la matriz totalitaria. En esta propuesta, que también difunde por la constelación de jerarcas del régimen con los que tenía una cerrada relación, sugiere al caudillo el siguiente plan: “nombrar un gobierno de administradores, fundamentar el régimen en un plebiscito, abrir un periodo constituyente y permitir a las masas populares la oportunidad de organizarse para dar vida a una situación menos sencilla y segura que la actual, teniendo en cuenta que siempre queda el Ejército, por si llega una hora difícil”. Estas ocurrencias pueden parecer aproximadamente democráticas pero, quizás a despecho de Ridruejo, resumirán el programa de Franco en las décadas posteriores: gobiernos de “administradores”, plebiscitos coactivos con apariencia constituyente para que las “masas populares” refrenden las leyes fundamentales de la dictadura, y el Ejército en estado de perpetua vigilancia por “si llega una hora difícil”, que llegó, en efecto, cuando se instauró la democracia y los aludidos dieron el golpe del 23 de febrero de 1981.

Aprendiz de demócrata 

Así empezó Dionisio Ridruejo su nueva vida de aprendiz de demócrata, plagada de idas y venidas, sin perder la relación con sus ex camaradas del régimen y en compañía de un puñado de gentes de la cultura, amedrentadas e impotentes. Los laínes  encontraron en 1951 consuelo a sus frustraciones y cuitas con la entrada de Joaquín Ruiz Giménez en el Gobierno para la cartera de Educación. Era éste un propagandista católico con inquietudes aperturistas, para decirlo en la jerga de la época, que nombró a Pedro Laín Entralgo y a Antonio Tovar rectores de las universidades de Madrid y Salamanca, respectivamente. En esta época, Ridruejo se ocupó en diversas publicaciones literarias y de pensamiento, como Revista, de la que fue promotor, en las que pueden espigarse los brotes de la sensibilidad disponible entre el rudo oficialismo militarizado y el ignoto exilio republicano. No sé si al exiguo y confuso pensamiento surgido de esta alquitara puede llamarse liberal, como sugiere Jordi Gracia, o simplemente fue un asilo para vencidos y descontentos. El recreo aperturista, en el que no hubo ni recreo ni apertura, duró un lustro. En febrero de 1956 se registraron los sucesos de la Universidad de Madrid, protagonizados por jóvenes de una generación posterior, hijos de los vencedores en la guerra, algunos de los cuales habían empezado su vida política en la Falange pero estaban atraídos por el socialismo y el comunismo y pasados definitivamente a la trinchera antifranquista. Ridruejo fue rutinariamente detenido en el curso de esos acontecimientos en los que antiguos falangistas muy notorios se ganaron la vitola de liberales, y que inauguraron un espacio precario para la disidencia interior en ambientes culturales y académicos en los que Ridruejo habría de desarrollar su oficio de conspirador democrático.

La figura de Ridruejo opositor al régimen era insólita. La relativa inmunidad derivada de sus orígenes políticos le permitía gestos muy ostentosos y al mismo tiempo inocuos porque no representaba a nadie excepto a sí mismo. Esta actitud cimarrona le permitió conservar relaciones en las jerarquías del régimen a la vez que le llevó a la cárcel en diversas ocasiones. Su disidencia era más bien una disonancia que sus circunstancias personales y el empecinamiento de su carácter llevaron a un punto sin retorno. Los últimos pasos que dio en esta dirección tuvieron lugar entre 1956 y 1957 y fueron, respectivamente, una explicación razonada de su deserción falangista, que elevó a la dirección del partido, en el que ya no militaba, y una entrevista en la revista Bohemia de La Habana en la que daba noticia pública e internacional de su oposición al régimen, para lo que hacía falta un valor que debe reconocerse. Habían pasado veinte años desde que Ridruejo fuera el jefe de propaganda de Franco y el mundo había cambiado por completo, excepto en España.

La cocción liberal

El biógrafo atribuye a esta peripecia de Ridruejo el sentido de “construir poco a poco un liberalismo democrático de centro que acabará siendo indispensable para la futura democracia”. Lamentablemente, Jordi Gracia no se ocupa de sustentar con hechos esta hipótesis. En España nunca ha habido algo así como un liberalismo democrático de centro reseñable en términos políticos. Para decirlo con la sumaria sentencia atribuida a Pío Baroja: “En España siempre ha pasado lo mismo, el reaccionario lo ha sido de verdad y el liberal lo ha sido muchas veces de pacotilla”. La vida pública de Dionisio Ridruejo fue un tránsito entre los dos estados.

El momento estelar de esta moderada agitación fue el llamado Contubernio de Múnich, en junio de 1962, nombre que recibió en la prensa falangista una reunión celebrada en la capital bávara y dirigida a establecer un contacto entre la disidencia interior y el exilio republicano, excluidos los comunistas, con la sedicente pretensión de sentar las bases de una acción común. El encuentro estuvo organizado por un llamado Congreso para la Libertad de la Cultura, un artilugio de la guerra fría subvencionado por fundaciones norteamericanas que a su vez recibían el dinero de la CIA para contrarrestar la influencia comunista en el debate político y cultural de Europa occidental. Munich era la base de operaciones del gobierno estadounidense para la agitación anticomunista en el mundo cultural a través de un conglomerado de entidades tapadera –fundaciones, editoriales y publicaciones-que reclutaban a intelectuales exiliados del Este y a ex comunistas occidentales conversos y en las que colaboraba un distinguido plantel de académicos, entre ellos el español Salvador de Madariaga, que presidió el contubernio. En aquella fecha, el régimen de Franco era una anomalía en Europa occidental: el único superviviente del fascismo derrotado en la segunda guerra mundial y, al mismo tiempo, una pieza, no muy relevante pero segura y confiable, de la geoestrategia de la guerra fría desde que el dictador y el presidente Eisenhower firmaran en 1959 un pacto que permitió la instalación de bases militares norteamericanas en suelo español a precio de baratillo para Estados Unidos. ¿Cuál fue en este contexto el propósito que animó a la organización del publicitado encuentro de Múnich? No lo sabemos, quizás quiso ser una operación cosmética del gobierno norteamericano ante la opinión democrática europea para contrarrestar el efecto de su chirriante pacto con la dictadura franquista. Lo que sí sabemos es que el encuentro no tuvo ni consecuencias ni continuidad, excepto en el currículo personal de algunos participantes que quince años después oficiaron en papeles de reparto cuando se instauró la democracia en España. Franco, no obstante, acusó el golpe publicitario del contubernio y reaccionó con ira contra los asistentes del interior, no tanto porque fuera a afectar a la seguridad del régimen, que estaba bien amarrada, cuanto por razones de imagen y por lo que tenía de desmentido a los esfuerzos, siempre estériles, de la diplomacia franquista para alcanzar un puesto en el concierto internacional ligeramente más honorable que el de ser el patio trasero de la estrategia militar de Estados Unidos contra el bloque soviético. Poco antes de la reunión de Múnich, Franco tuvo que tragar la negativa de la Comunicad Económica Europa (antecedente de la Unión Europea) a la solicitud de ingreso de España.

Ridruejo fue especialmente invitado a la reunión y resultó un conspicuo participante, y heroico, si vale decirlo así, ya que, según se cuenta, atravesó los Pirineos a pie para dirigirse a la ciudad alemana, acosado por su crónica dolencia cardiaca, si bien hay otra versión de este viaje. Eugenio Suárez, antiguo falangista como Ridruejo, periodista y fundador de publicaciones como El Caso y Sábado Gráfico, da noticia en unas desenvueltas memorias a vuelapluma (Ronda del Gijón. Una época de la historia de España. Marcos Ordóñez. Ed. Aguilar) que el viaje a Múnich lo hicieron en su automóvil, Ridruejo, José Suárez Carreño y él mismo. Al término del encuentro muniqués, Ridruejo tuvo que quedarse un tiempo en París porque en España le esperaba la cárcel y, de vuelta en España, estuvo escondido un tiempo hasta que se entregó a la policía, unas fuentes afirman que acogido en casa de Agustín Muñoz Grandes, su antiguo jefe de la División Azul y a la sazón vicepresidente del Gobierno de Franco, pero Eugenio Suárez dice que estuvo en su casa. Así eran las cosas en un tiempo en que los hechos se envolvían con el papel de celofán de la leyenda. El 25 de abril de 1963, este mismo gobierno ordenó el fusilamiento del militante comunista Julián Grimau por delitos atribuidos durante el periodo en que éste fue policía de la República en Barcelona, veintiséis años antes. Ridruejo protestó, como todas las personas decentes en  Europa, contra la sentencia, pero lo relevante de ésta es la información que ofrece sobre el carácter del régimen y la inanidad de las actividades de la oposición. La ejecución de Grimau no tuvo nada que ver con el temor de la dictadura a su actividad clandestina, ni fue consecuencia de ningún delito probado, sino un puro y simple acto de venganza, idéntico a los que Franco llevó a cabo masivamente a partir de 1936, cuando Ridruejo era un falangista entusiasta.

Ridruejo murió el mismo año que Franco, y su magisterio intelectual y su huella política, si es que alguna vez fueron relevantes, se desvanecieron de inmediato, a pesar de que fue objeto de numerosos y notorios homenajes póstumos durante los dos años siguientes a su muerte en un intento de utilizarlo como bandera y coartada de las gentes de su misma generación y procedencia política, franquistas vergonzantes hasta ese momento y devenidos demócratas liberales. El que esto escribe tuvo ocasión de oír la evocación pública de su figura, de labios del ex ministro franquista y luego disidente democristiano Joaquín Ruiz Giménez, en el acto de presentación de la nueva andadura de Cuadernos para el Diálogo, la publicación mensual de la disidencia antifranquista, hermética y retraída, que a la muerte del dictador intentó sin éxito transformarse en un semanario político de difusión general. Y la misma preterición que la revista sufrió la memoria de Ridruejo. Ninguna de las fuerzas que hicieron la transición democrática reclamó su herencia y su figura se deslizó hacia el olvido del que ha sido rescatado no por la pujanza de su obra sino por el carácter paradójico de su biografía. Pero, en realidad, ¿fue tan paradójico?

Liberales por defecto

El franquismo no fue una circunstancia pasajera sino una dilatada época que abarcó a tres generaciones de españoles, en la que la sociedad evolucionó y millones de individuos registraron cambios en su existencia.  La vida pública española estaba plagada de antiguos falangistas a los que nadie tenía en cuenta su pasado y ellos mismos se comportaban como si lo hubieran olvidado. A medida que el franquismo se solidificaba sin alterar en lo más mínimo su estructura y sus hábitos, la inercia de las cosas permitió a sus partidarios una muda de camisa a la vez que la sociedad se alejaba pasivamente del régimen, que no relajó ni un instante la vigilancia del proceso, con éxito notable. A su término, la dictadura no sólo había salvado lo esencial de sus obras, sino que la transformación de la sociedad se había hecho bajo su impronta e incluso consiguió que su legitimidad no fuera discutida oficialmente, como lo prueba el tortuoso debate actual sobre la memoria histórica. En este marco, la identificación de los liberales se parece una tarea de cazafantasmas.

Jordi Gracia no consigue elevar a su biografiado por encima de la idea convencional que se tenía de él, ni alcanza a explicarlo de acuerdo con los interrogantes que se plantea un lector actual. Gracia escribe como si la atracción que siente por su personaje menguara a medida que avanza su biografía, y como si desconfiara de que el lector pueda compartir su entusiasmo. El relato discurre a paso de marcha, plagado de detalles, nombres y referencias que el autor da por consabidas y de las que obvia cualquier explicación complementaria, más atento a la agilidad narrativa que a la claridad histórica. Ridruejo pasa ante los ojos del lector a cámara rápida y al menos dos intrigantes cuestiones quedan sin respuesta. La primera concierne a la relación del biografiado con el fascismo, clave para entender la historia que se nos ofrece. ¿Qué significaba esta ideología para Ridruejo?, ¿cómo es posible que le impidiera ver la realidad de las guerras en las que estuvo enfangado?, y, si fue un romántico ensimismado y confuso ¿por qué se le presta tanta atención?

La segunda cuestión sin respuesta es más general: ¿qué influencia real tuvieron los intelectuales disidentes del franquismo en los cambios de la sociedad española? O dicho de otro modo, ¿puede considerarse seriamente como actividad política los cabildeos de estos grupos celosamente vigilados y cuyas obras debían atravesar un agónico proceso en liza con la censura para ser publicadas? Ya se ha mencionado el destino de Cuadernos para el Diálogo, que agrupaba a un selecto elenco de intelectuales disidentes. Una cabal respuesta a esta pregunta quizás nos permitiera comprender que estos liberales no intentaban ningún cambio de la escena política, para lo que no había condiciones en absoluto, sino sólo buscar un acomodo moral que respondiera al cambio que su propia conciencia registraba frente a la realidad del régimen. La rigidez de la dictadura era tan extrema y el margen de maniobra disponible tan escaso, que la mera evolución de los hechos y la reflexión consiguiente situaba a muchas personas, de hecho a la mayoría de la sociedad, no frente al régimen sino en sus márgenes. Luego era cuestión de oportunidad que cayera sobre ellos  alguna de las frecuentes acciones represivas con las que el fosilizado franquismo daba señales de vida. En este contexto, la significación pública de estos personajes tenía un carácter de espejismo.

Liberales inaudibles

Recordaré una anécdota mínima de la que fui testigo y que me parece ilustrativa de este estado de cosas. El filósofo José Luis López Aranguren tuvo una trayectoria política análoga a la de Ridruejo, y Jordi Gracia lo menciona en varias ocasiones. Hacia 1978, Aranguren, al que Franco había expulsado de su cátedra en 1965 y había pasado esos años de exilio en la Universidad de Berkeley (California), estaba en el cenit de su fama como maître à penser en el borboteo de la transición democrática y un grupo de profesores de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense le llevó a dar una conferencia en el aula magna, que estaba abarrotada de público estudiantil y envuelta en un silencio litúrgico y entregado. Desde las primeras filas pude oír una lección de contenido mediocre o, en todo caso, muy por debajo de la expectación levantada por la fama del ponente, pero desde un par de filas más atrás y hasta el fondo del aula nadie pudo oír nada en absoluto porque el sistema de megafonía permaneció inoperante durante todo el acto sin que menguara por eso el hechizo que ejercía el ilustre catedrático ponente. Todavía puedo ver el gesto de crispación de Aranguren cuando, bien avanzada su disertación, reparó en esta aciaga circunstancia que sin embargo no parecía afectar al culto de que era objeto. Unos pocos años más tarde, Aranguren era un personaje completamente olvidado, y sólo un grupito de académicos, adeptos unos y críticos los otros, han debatido episódicamente la significación, no de su obra, que nadie recuerda, sino de su figura pública.

Dionisio Ridruejo también fue aureolado por una simpatía generalizada. Sin duda hay razones para ello porque las personas que lo trataron cuando ya era un disidente convicto y confeso  han dejado de él una imagen uniforme de tipo íntegro, caballeroso y valiente, que además gozaba del prestigio añadido de ser un desertor del ejército del mal, en una época en la que los atribulados antifranquistas encontraban pocas señales de reconocimiento desde el otro bando. El único testimonio que se aparta de este aquiescente consenso sobre el personaje es el de una mujer que no estaba condicionada por esta variante del síndrome de Estocolmo. La dirigente comunista italiana Rossana Rossanda visitó España para explorar la situación del país en los últimos años de la dictadura y se entrevistó con personas a las que creía relevantes en la transición política que se avecinaba, entre ellas Ridruejo, que vivía como siempre bajo una tenue vigilancia policial y que la recibió en su casa. Rossanda ofreció en sus memorias una semblanza de Ridruejo al que ve como un personaje anticuado, “enfático y sacrificial”, como “quien hubiese hecho mucho daño y tuviera que redimirse con la misma energía”, aunque no negó valor a sus análisis políticos en un momento en el que los partidos comunistas occidentales estaban inmersos en un proceso de revisión de su propia estrategia que más tarde se etiquetará como eurocomunismo. La visita de Rossana Rossanda se rubricó con un toque de comicidad que retrata al escritor y que dejó estupefacta a la dirigente italiana. Al término de la reunión, Ridruejo, vigilado por la policía e inmerso en toda clase de afanes clandestinos, entregó a la dirigente italiana unas notas que escribió con elegante caligrafía ¡en papel de barba! (La muchacha del siglo pasado. Rossana Rossanda. Ed. Foca 2008).

A la búsqueda de los liberales ocultos

 La indagación en la peripecia de Dionisio Ridruejo enlaza con un proyecto intelectual de más altos vuelos que, como se ha dicho al principio de esta nota, ocupó los afanes de un puñado de académicos en los primeros años del siglo XXI. El mismo Jordi Gracia intenta establecer la genealogía del liberalismo en la cultura política que desembocó en la transición en su libro La resistencia silenciosa (Ed. Anagrama). En este empeño, entiende que en España se registra una corriente modernizadora de carácter liberal desde finales del siglo XIX, que informa la restauración democrática que siguió a la muerte de Franco. Esta corriente estuvo interrumpida en los primeros veinte años de la dictadura, y enterrada bajo la férula del Estado nacionalcatólico, que dominaba absolutamente la escena pública, política y cultural. Desde la segunda mitad de la década de los cincuenta se puede decir, en el cómputo de Jordi Gracia, que las condiciones permitieron la reanudación de un proceso de maduración cultural  que conduce al actual estado democrático.

 La matriz fundante de este liberalismo cultural serían los miembros de las generaciones del  98 y del 14: Azorín, Pío Baroja, Jacinto Benavente, Ortega y Gasset, Marañón, Ramón Pérez de Ayala y Josep Pla, etcétera, a los que siguen los exiliados tras el derribo de la República (Juan Ramón Giménez, Francisco Ayala, Antonio Machado, Pedro Salinas, Luis Cernuda) y los falangistas líricos y más tarde conversos (Sánchez Mazas, D’Ors, Dionisio Ridruejo, Torrente Ballester, Laín Entralgo, Luis Rosales, Antonio Tovar, Cela o Aranguren) y, por último, la generación de los 50 (Valverde, Sánchez Ferlosio, Martín Gaite, Valente, Castellet etcétera). En este paisaje, que deja fuera muy pocos hitos significativos de la cultura española del siglo XX, la figura del converso Dionisio Ridruejo es un referente obvio para ilustrar la resistencia silenciosa de la cultura liberal y su fuerza última para enderezar el fuste torcido del pensamiento totalitario, representado en uno de sus primeros y más notorios portavoces.

 En mi opinión, Gracia fracasa en dos aspectos metodológicos fundamentales: no conceptúa qué cosa sea la cultura liberal, sino por aproximación (la que no es fascista ni marxista), y no establece los mecanismos que permitan identificar el trasvase de influencia de los autores liberales de una generación a los de la siguiente. La  caracterización del liberalismo por exclusión resulta fácil porque en España, en efecto, no ha habido pensadores marxistas ni fascistas de relieve. ¿Quiere decirse que por eso todos los demás eran liberales? ¿En qué sentido lo eran, por ejemplo, Ortega, Baroja o Pla? Puede aceptarse que lo fueran, pero también se ha dicho que fueron, por razones de comportamiento histórico comprobable, protofascistas. De hecho, la dificultad histórica no radica sólo en discernir el hilo de la cultura liberal española a través de las anfractuosidades del siglo XX sino en identificarla en sus propios términos. Lo único que se puede decir es que, por razones históricas evidentes, fue una tradición muy delgada y débil, si se acepta que existió.

Liberales a la fuerza

En cuanto a la transmisión de esa cultura, las cosas son aún más brumosas, si cabe. Gracia pone de relieve que ciertos escritores de marbete liberal fueron captados en la inmediata postguerra para escribir en Escorial, la revista cultural señera de la Falange, en el marco de la política diseñada por Ridruejo para integrar a los vencidos (el término es de Ridruejo) en el proyecto dirigido por los vencedores. Esta operación, diseñada con fines de utilización política, fue equívoca y perjudicial para los escritores que se prestaron a la colaboración, y estéril para la política cultural del régimen franquista, que giraba en una órbita muy alejada, cuando no antitética, de las preocupaciones de estos personajes. Pero también está lejos de ser seguro que una relectura de estos escritores liberales, circunstancialmente afectos a la dictadura, tuviera un efecto fundante en el renacimiento de una cultura de oposición durante el tardofranquismo. Esta cultura, por llamarla así, se construyó de manera azarosa con los materiales que  había a mano: escritores del 98, poetas del 27, novelistas del 50, unos pocos y heterogéneos autores extranjeros y la postrera incorporación de los autores latinoamericanos del boom, todo ello en dosis homeopáticas y clandestinas, e impregnado de un afán voluntarista tiznado de marxismo superficial. No es fácil evaluar el peso que tuvieron los ingredientes individuales en este compuesto, pero en todo caso puede decirse sin duda que no hubo un canon liberal que informara la restauración democrática en España.

Cuando Jordi Gracia escribe su libro, en España existe un estable sistema democrático desde hace un cuarto de siglo y todo el mundo reconoce que el gobierno parlamentario y la economía de mercado, es decir, el paradigma de la ideología liberal, constituyen el único régimen aceptable y deseable. Ha llegado, pues, la hora de revisar la tradición liberal de nuestro país y sacarle lustre. Es un propósito plausible, que llega cargado buenas intenciones, y el procedimiento parece sencillo: basta con seleccionar en los anaqueles de la biblioteca a los autores y obras del siglo XX que no fueron connotadamente totalitarios en uno y otro bando y formar con ellos una constelación que emerge rutilante de la bruma histórica. Enseguida, sin embargo, el historiador se encuentra con el fastidioso expediente del franquismo, que no fue un avatar pasajero porque ocupó un largo tercio del siglo XX,  ni resultó derrotado por el impulso de ninguna alternativa democrática, ni menos liberal. Gracia no duda ni un instante en que la razón estuvo de parte de quienes resistieron a la dictadura, pero esta resistencia, además de heroica y estéril, fue mínima, y, en el caso de los liberales, tan recóndita, o silenciosa, para decirlo en los términos del autor, que cuesta discernir si fue resistencia o colaboracionismo. A la distinción de este sutil estado de cosas está dedicado el empeño de Gracia, que, por lo demás, forma parte de un debate más generalizado y de plena actualidad, a saber: la posibilidad de instaurar una cultura liberal en el país.

La derecha funge de liberal

La llegada de la derecha al Gobierno en 1996 obligó a una redefinición de ésta al margen de los parámetros franquistas con la que había estado identificada durante cuarenta años, y esta redefinición no podía  apuntalarse sino con una inyección de espíritu liberal. Aznar, que procede ideológicamente de Falange, como buena parte de la derecha de la Transición, hizo gala de lecturas de Manuel Azaña y sostuvo durante su primer mandato una actitud centrista, pero bastó que en la segunda legislatura en el poder obtuviera la mayoría absoluta para que este precario barniz se viniera abajo y surgiera el rostro de la derecha española tradicional que constituye un desmentido radical del liberalismo: autoritarismo en los modos de gobierno,  sentido patrimonial del Estado, centralismo político, uniformidad y agresividad en el discurso, exclusión y desprecio del adversario, concesiones serviles a la Iglesia, caciquismo clientelar y una característica miopía e inepcia para la gestión de asuntos claves de la cosa pública. Pautas, por cierto, que ha seguido el gobierno de Rajoy en el segundo ciclo de poder de la derecha. Es cierto que, a sentido contrario, en la izquierda aparecieron también los consabidos rasgos, no menos liberales, que recuerdan penosamente el fracaso de la II República, desde el separatismo hasta cierto progresismo blando e ineficiente, que caracterízó el clima de la gobernación de Rodríguez Zapatero. Está por ver que deparará la actual situación de cambio y la emergencia de Podemos a la izquierda. En cuanto a la suerte del liberal Rivera, los sondeos parecen haber descrito sus límites.

Testimonio de un liberal sobrevenido

Después de escribir la nota precedente, la deriva de lector errático me llevó a las memorias del crítico literario Rafael Conte (El pasado imperfecto, Ed. Espasa), que dan testimonio de las circunstancias en que se formó la industria cultural del tardofranquismo y de los personajes que la hicieron posible. En sus páginas se pueden espigar algunas anécdotas sobre lo que significaba ser liberal en los años en que Dionisio Ridruejo se esforzaba por serlo. Conte fue un joven católico criado en la cavernosa Pamplona de la postguerra –la de Raimundo García “Garcilaso”, Fermín Yzurdiaga, Ángel Mª Pascual y Rafael García Serrano-, que empezó su carrera en los organismos de la Falange y terminó oficiando de gurú de la crítica literaria progre de los años setenta y ochenta y de compañero de viaje del Partido Comunista en alguna ocasión. En 1959, al comienzo de su periplo profesional, escribía en revistas y suplementos literarios editados por el aparato de régimen. Hacía tres años de los sucesos de la Universidad de Madrid, ya mencionados más arriba, y el mundillo cultural estaba colonizado en buena parte por una mezcla de falangistas descontentos y marxistas incipientes, algunos de los cuales aún no habían dejado de ser lo primero y ya empezaban a ser lo segundo. En este contexto, Conte fue convocado a una entrevista para el puesto de secretario de una de las revistas de la época, Acento Cultural, que editaba el sindicato único de estudiantes  (SEU) y dirigía Carlos Vélez, un falangista de izquierdas, “si es que este ambiguo concepto, que entonces era fácilmente comprensible, pudiera ser hoy entendido”, acota cautelosamente Conte en sus memorias. Vélez, fallecido en octubre de 2014, fue un activo promotor cultural y, tanto por su revista Acento cultural como por el programa que más adelante dirigió en Televisión Española, Encuentros con las letras, desfilaron y fueron promocionados innumerables autores de todos los colores, y no solo españoles, también europeos y latinoamericanos. Pero volvamos al relato de Conte:

En mi entrevista decisiva con Carlos Vélez, antes de contratarme, y conociendo su orientación ideológica y su público agnosticismo, me puse serio y le dije clara, directa e ingenuamente:

-En lo político y estético estoy de acuerdo con vosotros, pero tengo que aclarar que yo soy católico.

-No te preocupes –me contestó, condescendiente-, aquí hay libertad absoluta de expresión. Todos somos liberales.

Qué mundo. Lo único que no éramos, desde luego, era liberales. Pero así estaban las cosas por aquel entonces, no es malo que se sepa.

Rafael Conte gozaba entonces de una fama cruzada de ser, opusdeísta por su origen pamplonés, falangista por su afiliación y criptomarxista por las compañías que frecuentaba, lo que da una idea del perímetro del liberalismo reinante. Entonces, se escribía sobre el arte comprometido, la novela social y el realismo socialista, se editaban efímeras revistas, se forcejeaba con la censura y se acudía a tertulias etílicas cerradamente vigiladas por la célebre Brigada Político-Social, que no perdía detalle de aquel ambiente y que, bajo la dirección del comisario Roberto Conesa, un notorio torturador, estuvo operativa hasta bien entrado el periodo democrático, siendo ministro del Interior Rodolfo Martín-Villa, jefe que fuera también de Rafael Conte.

Ocurrió que, al poco de ingresar Conte en la plantilla de Acento, a su director, el mencionado Carlos Vélez, “no se le ocurrió otra cosa que casarse con su siempre novia y luego mujer María Luisa”, así que dejó a Conte al cargo del tinglado editorial de la revista. En este desempeño, fue convocado a una reunión de los “mandos” [el entrecomillado es de Conte] del SEU con el jefe de todos ellos, Manuel Fraga Iribarne. Cuando Conte fue presentado como portavoz de Acento, Fraga le “interpeló sonoramente”:

-¡Conte, tenemos que hablar de esa revista!

A lo que respondí, completamente abrumado:

-Cuando tú digas, camarada. ¡A tus órdenes!

No haría falta añadir que Fraga Iribarne fue el fundador y líder del Partido Popular, el gran partido de la derecha que, cuando escribo esta nota gobierna España con mayoría absoluta, y del que, a su fallecimiento en enero de 2012, sus correligionarios y discípulos dijeron que, merced a sus esfuerzos, había democracia en España. Era otro liberal.