Lectura de ‘Vida y destino’ de Vasili Grossman

Novelas como ‘La rueda roja’” de Solzhenitsyn y ‘Vida y destino’ de Grossman eclipsan todo lo tenido por ficción seria en Occidente a día de hoy. George Steiner.

Es la novela de la gente común, de las vidas corrientes en la Unión Soviética. La volví a leer hace poco, y es un libro no sólo sobre el sistema, va mucho más allá. Grande, pero tremendamente soviética. Martin Amis.

Entre las admirativas palabras de George Steiner y el embarazado y desdeñoso comentario de Martin Amis, el lector de Vida y destino encuentra un vasto campo para asentar sus propias reflexiones. Diré, pues, que las mías están más cercanas a la opinión de Steiner que a las de Amis. ¿Qué hace que una novela sea verdaderamente grande? Probablemente, para dar una respuesta justa no podemos alejarnos demasiado del canon establecido por los grandes clásicos decimonónicos. El Ulises de Joyce es una obra gigantesca, ineludible para entender a la humanidad del siglo XX, y su potente luz alumbrará los caminos de la literatura durante mucho tiempo, sin duda, pero sólo mediante un criterio muy elástico puede considerarse una novela; en realidad, marca el principio de la emancipación de la ficción del canon novelístico, el punto donde los personajes, las situaciones y  el desarrollo argumental son anegados por el lenguaje que los crea. En este sentido, Vida y destino se ubica en el territorio anterior a la divisoria que define la obra de Joyce. Aún es una novela decimonónica. El tópico publicitario la califica como Guerra y paz de la II Guerra Mundial. Esta analogía, que quiere ser elogiosa a la que vez que pretende facilitar al posible lector una idea de lo que le espera en el mazo de 1.112 páginas que tiene ante los ojos, carga sin embargo sobre la novela el injusto equívoco de considerarla una obra epigonal. Nada menos cierto.

Grossman es un escritor vigorosamente ruso y es una delicia encontrar en sus páginas ecos y aromas de Tolstoi, Dostoyevski, también de Gógol, y, claro está, de Chéjov, al que unos personajes de esta novela glosan admirativamente en una de las torturadas conversaciones que menudean en sus páginas. Pero, aceptada la estela de esta tradición literaria, la obra de Grossman es de una originalidad absoluta, irrepetible, y de imposible clonación; un vasto fresco vibrante, trepidante, de una época y un lugar que marcaron el destino de los europeos en el siglo pasado; un espejo de insoportable nitidez puesto enfrente, no sólo del comportamiento de los personajes sino de los lectores, a los que interroga directamente. Y es también un monumento a la compasión humana. Mientras avanza a través de sus páginas, el lector cree tener la certeza de que nadie podrá decir nunca que tiene un conocimiento cabal de lo que fue la historia moral del siglo XX en Europa si no ha leído este libro, y, a sentido contrario, esta novela le ahorrará la lectura de muchas otras obras, de ensayo y de ficción, que decaerán por prescindibles y ociosas.

¿Qué es una gran novela?

El éxito de crítica, y al parecer también de público, que acogió al libro a su publicación en 2007 (editorial Galaxia Gutenberg) se entiende si se acepta que contiene la pregunta clave del revisionismo dominante en este principio del siglo XXI. Resuelta la cuestión de cómo fue posible Auschwitz, la desasosegada curiosidad se dirige a preguntarse cómo fue posible Kolymá. No siempre fueron preguntas simétricas, y de hecho ni siquiera fueron siempre preguntas. El apremio de la primera en Occidente tendía a ocultar la oportunidad de la segunda. Ha sido necesario el paso de más de medio siglo, gran parte del cual ha discurrido en medio de un silencio amedrentado y cómplice, para que estas preguntas vengan a ser entendidas como dos caras de la misma interrogación. Y sin embargo, Grossman las había formulado con absoluta claridad apenas terminada la guerra. Entre los personajes principales de Vida y destino, que forman un grupo humano unido por lazos de parentesco y relaciones de amistad o profesionales, unos terminan en Auschwitz y otros en Kolymá, y todos al mismo tiempo. Así, la lectura de la novela tiene algo de descubrimiento arqueológico: una evidencia que aflora a la superficie después de ser rescatada bajo innumerables estratos de censura, olvido e indiferencia. La novela no pudo sortear la censura del periodo aperturista de Jruschov y tuvo que esperar a los años ochenta para ser publicada en Suiza después de que sacaran clandestinamente el original de Rusia, pero aún cuando se hubiera publicado en Occidente en los años cincuenta, con toda probabilidad no hubiera obtenido ninguna atención. La primera edición española pasó completamente desapercibida en los ochenta.

Pero volvamos a la pregunta del principio: ¿Qué hace que una novela sea verdaderamente grande y por qué Vida y destino tendría que estar en esa categoría? En mi opinión, la ficción seria, como la llama Steiner, se caracteriza por cuatro rasgos. Primero, porque el relato desarrolla una situación límite, en términos físicos o morales, de la que ni los personajes ni el lector salen indemnes. En segundo término, porque transparenta un paisaje histórico trascendente y reconocible como tal, no importa si está presentado con trazos tan estilizados y abstraídos que pueda parecer intemporal; lo que cuenta es que la narración se interpreta como parte de la Historia. En este sentido, toda gran novela tiene un componente testimonial o documental.  En tercer lugar, porque está habitada por personajes susceptibles de despertar la identificación del lector y a la postre su compasión. Y, por último, porque el estilo está al servicio de la eficacia del relato y es ágil, diáfano, plástico, sugerente e imperceptible. Ningún lector honesto negaría que estos requisitos se dan en grado superlativo en la novela de Grossman.

El relato de una deflagración

En ella, el relato tiene una estructura de diáspora, o mejor quizás, de deflagración. Los individuos de un pequeño grupo unidos por lazos de parentesco y de amistad se ven sacudidos y rebotados a inimaginables destinos por la onda expansiva de las particulares circunstancias en que tuvo lugar la guerra mundial en Rusia, condensada aquí en la batalla de Stalingrado, que es el marco referencial, de tiempo y espacio, pero también metahistórico, en el que se desarrolla el relato. En el núcleo de este grupo de personas anida una estructura matriarcal formada por las tres hermanas Shaposhnikova, y sus maridos, hijos y hermanos, y, sobre todos ellos, la madre de las tres mujeres, Aleksandra Vladimirovna, y en un plano alejado, pero no menos presente, la otra matriarca de la novela, Anna Semionovna, la madre de Shtrum, el protagonista masculino, un científico judío, alter ego del autor, a través del cual fluyen la reflexiones centrales de la novela. Las azarosas circunstancias a que son arrojados los personajes por causa no sólo de la agresión nazi sino también del acoso al que los somete el Estado soviético da lugar a que el relato se desarrolle en numerosos escenarios distintos con la concurrencia de innumerables personajes secundarios que conforman una vasta comedia humana.

Esta estructura narrativa que vincula a los personajes principales de una manera estable a lo largo de la novela permite a Grossman presentar un paisaje de la atormentada sociedad soviética en la que los tipos son vectores que guían la atención del lector no hacía sí mismos, sino hacia su condición. Lo que se nos ofrece no son caracteres sino talantes y actitudes morales y psicológicas en una circunstancia uniformemente devastadora. La sociedad rusa no se transforma por efecto de la guerra porque es un organismo prisionero, acogotado; sólo sufre, se desgasta, se quiebra, y lo que queda en el corazón de los individuos, plasmado en el último capítulo, es una especie de esperanza inhumana o un sosiego momentáneo producido por la cercanía de la vasta, umbría naturaleza de los bosques y estepas, lejos de cualquier organización social. El angustiado pesimismo de Grossman no es circunstancial, debido a las condiciones de la guerra, sino que se remonta a su idea de la historia de la sociedad rusa y sus valores: “Nuestro humanismo ruso siempre ha sido cruel, intolerante y sectario. Desde Avvakum hasta Lenin nuestra concepción de la libertad y de la humanidad ha sido siempre partidista y fanática”, dice uno de los personajes.

El destino y la vida

Vale la pena examinar una consecuencia moral de este programa narrativo. Grossman es ajeno, o, para decirlo de modo menos tajante, no desarrolla conceptos occidentales como carácter o libertad.  El destino al que se alude en el título debe entenderse en sentido fuerte como fatalidad, frente a la que el individuo no tiene más opción que apretar los dientes y confiar en que no sea demasiado aciago. Los bombardeos nazis, las brutalidades de la ocupación, y singularmente el exterminio de los judíos, se entrelazan con las arbitrariedades del poder soviético y todas se comportan como fuerzas ciegas, que golpean de manera inmisericorde a los individuos, los envilecen, frustran sus esperanzas, quiebran los lazos familiares y sociales y por último, aunque no siempre en último lugar, los aniquilan físicamente. No quiere decirse que Grossman sea equidistante, como se dice ahora, ante estos dos totalitarismos, ni que aliente esta ficticia forma de justicia poética en el ánimo del lector. El tratamiento literario que reciben en la novela estas dos formas del mal es sensiblemente distinto. En el bando soviético, los personajes no dudan ni un instante de que su lado es el de la razón. Son los agredidos y de su tesón, sacrificio y valor depende su supervivencia, así que,  a pesar de la increíble brutalidad de los modos en el ejército rojo, con la que Grossman no es para nada complaciente, no se registra ni un paso atrás, ni un gesto de cobardía, aunque tampoco heroísmo de cartón piedra ni chácharas patrióticas. Cuando describe lo que ocurre en su bando, la prosa del autor resulta vibrante, colorista, inquisitiva, cargada de empatía para con los personajes. A contrario, cuando la narración se desplaza al bando alemán, se torna fría, sombría, reticente. En ambos casos, sin embargo, es prodigiosamente plástica y esta cualidad permite que el lector advierta de inmediato el cambio de clima moral del relato según esté hablando de un bando o de otro. Y aún hay algo más. Grossman niega a los alemanes la autenticidad que reconoce en los rusos; los pocos personajes nazis que aparecen retratados –soberbiamente, hay que decirlo; uno de ellos el propio Eichmann – se nos presentan con una inquietante pátina de impostura. Hoy ya sabemos lo que significó el nazismo pero este movimiento criminal fue durante mucho tiempo, en una parte nada desdeñable de la opinión occidental, sinónimo de civilización europea frente a la barbarie asiática. Mediante unas pinceladas indirectas pero de extraordinaria eficacia, Grossman sugiere el monstruoso equívoco que anida en esta idea, y, en esta estrategia, el único actor nazi que parece auténtico en su patetismo es un embrutecido operario de las cámaras de gas. Hay que ser un escritor genial para hacer evidente al lector estas verdades generales, y hoy admitidas al cabo de innumerables estudios históricos, con los meros recursos prosísticos de quien parece armado sólo de sus dotes de observador sobre el terreno.

Pero, al mismo tiempo que discurren los episodios de la guerra, entre los personajes soviéticos más lúcidos –Shtrum y su círculo de intelectuales y científicos- alienta la convicción de que su lucha está alimentando a un monstruo a la vez que combate a otro. En este sentido, el autor no se permite ninguna concesión. El relato del infatigable funcionamiento de la maquinaria represiva estalinista, que acosa y golpea sin tregua a la familia de las Shaposhnikova, resulta más desalentador que la amenaza nazi, por su radical  injusticia, porque golpea a su propia gente y porque cercena toda esperanza. Esta corrosión termina por alcanzar a los símbolos mismos y es particularmente significativo el tratamiento que en la novela se da a la memoria de la batalla de Stalingrado. Ésta ha constituido durante largos años una referencia mítica, una especie de luminaria moral para Europa y especialmente para su izquierda. Pero Grossman, corresponsal de guerra pegado a la tierra, sabe, y así lo escribe, que es sólo un incidente bélico, más o menos importante en el orden estratégico militar, y que el significado de todo el heroísmo acumulado por sus defensores se desvanece en el momento mismo en que la batalla termina y la máquina de guerra avanza en busca de nuevos escenarios. No sólo advierte sobre el carácter peligrosamente alienante que sin duda tendrá la victoria de Stalingrado en la conciencia soviética sino que las páginas que dedica a describir el estado de la ciudad y de sus habitantes cuando el fuego de los contendientes ha cesado, cargadas de un sentido de desvalimiento y pérdida definitiva, destilan una tristeza irreprimible.

Individuos, ciudadanos, camaradas   

La generación que empuña las armas en el bando soviético de Stalingrado está gravemente herida por la memoria de las purgas de 1937 (en las que el mismo Grossman padeció que detuvieran a su compañera  y a muchos amigos de su entorno) y por la incompetencia de Stalin en 1941, cuando se produjo la invasión nazi. Ambos acontecimientos, encadenados, planean en las conversaciones de los personajes de la novela. Este dolorido estado de ánimo hace más  admirables la tenacidad y resolución de la resistencia del pueblo soviético pero constriñe aún más el horizonte de la lucha. ¿Por qué clase de liberación combaten los rusos? Sin duda, la de la tierra, la patria, etcétera, de la que quieren expulsar al invasor, pero ¿qué significa eso si mientras tanto en la retaguardia continúa a pleno rendimiento la trituradora del gulag? Si, como hemos visto, la noción de destino, que se enuncia en el título de la novela y se despliega a lo largo del relato, no tiene nada que ver con el carácter, en el sentido de que el primero sea resultado de una forja del segundo, la noción de libertad en Grossman tampoco tiene que ver con la titularidad de derechos cívicos y políticos, sino, mucho más modestamente, con la vida, el otro término del binomio expresado en el título. La libertad, aquí, no tiene connotaciones posesivas y expansivas, ni tampoco el armazón jurídico que tiene en Occidente, sino que se limita a identificarse con el libre desenvolvimiento de la vida, hasta el punto de que puede resultarnos una noción ingenua: naturalista. “La libertad consiste en el carácter irrepetible, único del alma de cada vida particular”, puede leerse en las páginas 707 y 708, y también, “cuando un hombre muere, transita del reino de la libertad al reino de la esclavitud”. Esta idea sobre el valor autónomo de la vida, que contiene en sí misma el germen y el cumplimiento de la libertad tiene que ver sin duda con la insoportable gravitación del estado totalitario soviético en la conciencia de los individuos. Los poetas y los científicos, categoría a la que pertenece Grossman, necesitaban un espacio para el desarrollo de las obras del espíritu, que sin duda no echaban en falta las clases proletarias, los militares y otros segmentos de la población que se sentían amenazados, no sólo por los alemanes, sino por el hambre, el desempleo, la falta de vivienda y otras carencias de un tiempo azaroso y hostil. Los totalitarismos del siglo XX fueron la respuesta a la incorporación de las masas de las sociedades industriales al reparto de las rentas de la nación y, en la medida que estos regímenes pudieron reconocer y satisfacer más o menos esta demanda, se sostuvieron en pie. La paradoja de la durabilidad del estalinismo (que llega hasta Vladimir Putin) no está en la tolerancia de las potencias democráticas, ni en el equilibrio de la guerra fría, ni en el espíritu nacional ruso, ni en el modo asiático de producción, ni en el control policial, aunque fueran factores muy influyentes, sino precisamente en el carácter férreo de esta paradoja. En la misma novela de Grossman abundan los personajes, comunistas, que se agarran ciegamente a su lealtad al partido en los momentos en que éste deja caer su puño sobre ellos. Grossman no tiene una respuesta a esta desconcertante contradicción; se limita a constatarla y, en todo caso, lamenta la despiadada brutalidad con que se manifiesta sobre los individuos.

En la novela pueden distinguirse claramente dos planos de pertenencia de los personajes, el de la comunidad natural, por decirlo así, formado por la familia y los círculos sociales y profesionales,  y el del Estado. La relación entre estos dos planos es siempre conflictiva y está definida por pautas autoritarias y destructivas, en las que la víctima es siempre la comunidad natural. Pero el conflicto no es sólo entre estructuras organizativas de la sociabilidad del individuo, sino que se traslada a la conciencia del individuo mismo. En tanto que miembro de una comunidad, el individuo es padre o madre, hijo o abuela, vecino, compañero de piso, miembro de un club de ajedrez o físico teórico, pero en tanto que ciudadano, o peor aún, camarada, su pertenencia al Estado sólo se manifiesta como sumiso ejecutor de órdenes, delator o vigilante de los otros. Abolido el ámbito de lo público, donde se desarrolla la ciudadanía que antes se llamaba burguesa, el Estado penetra y ejercita sus omnímodos derechos hasta en la última entretela de la intimidad. La dificultad para cohonestar la realidad del gulag con cualquier clase de proyecto que incluya la felicidad de los seres humanos, lleva a uno de los personajes de la novela, antiguo chequista encerrado ahora en la cárcel de la Lubianka, a entregarse a un delirante elogio de la institución del campo de concentración: “El campo era el reflejo, por así decirlo, hiperbólico, exagerado de la vida en el exterior. Sin embargo, la realidad que se daba a ambos lados de la alambrada, lejos de ser contradictoria, respondía a las leyes de la simetría. A pesar de todos sus defectos, el sistema concentracionario presentaba una ventaja decisiva. Sólo en los campos, el principio de libertad personal se contraponía de forma absolutamente pura al principio superior de la razón. Este principio elevaría el campo a un nivel que le permitiría autosuprimirse, fundirse con la vida de la ciudad y de los pueblos” (pág. 1.072). En este punto, Grossman ha llegado a Kafka.

El observador penetrante

El programa narrativo elegido por Grossman para su novela no sólo le permite ofrecer una perspectiva diáfana de su visión de la sociedad soviética en guerra contra los alemanes y contra su propio estado sino que, desde una perspectiva estrictamente técnica, le sirve para desplegar sus mejores cualidades como escritor. Grossman fue un cualificado corresponsal del periódico Estrella Roja, órgano del ejército soviético, en cuyas páginas estampó sus crónicas de guerra desde Stalingrado a  Berlín. Es un observador penetrativo, dueño de una prosa precisa, ceñida y ágil. El efecto testimonial de lo que escribe es tan hipnótico que puede acarrear el equívoco de que lo que cuenta es un refrito de lo que ha visto. De hecho, hay críticos, como Anthony Burgess, que le han acusado de falta de imaginación. Es obvio que su oficio como periodista de guerra le obligó a mirar de cerca la realidad y le familiarizó con los detalles concretos de la existencia en los frentes y en la retaguardia. Esta experiencia acumulada determina el marco del lenguaje y otorga carácter a su prosa, pero el universo que aparece en las páginas de su novela es fruto exclusivo de su imaginación, una ficción pura. Otra cosa es que Grossman tenga especial preocupación en que no parezca una invención. La fuerza de lo que escribe radica en su verosimilitud, no literaria sino histórica. Un ejemplo: En 1944, Grossman acompañó a las tropas soviéticas que entraron en el espacio que había ocupado el campo de Treblinka, que los alemanes habían arrasado y sepultado bajo una plantación de altramuces para borrar las huellas del crimen,  y, a través de testimonios tomados sobre el terreno de ex prisioneros del campo, campesinos del entorno y ex guardianes alemanes, consiguió reconstruir su funcionamiento con tal viveza y exactitud que su reportaje El infierno de Treblinka (edición española, Galaxia Gutenberg 2014) fue utilizado como testimonio en los juicios de Núremberg, y es sin duda también el primer libro escrito sobre el Holocausto. Hasta aquí el periodista. Pero en esta novela va mucho más allá. Su conocimiento del mecanismo de la muerte en los campos de extermino nazis es tan exhaustivo que basta con que lo sugiera mediante leves alusiones a algunas de sus rutinas y a los espacios físicos donde se desarrolla para que el lector sienta la insoportable proximidad de la muerte y su radical injusticia mientras, paso a paso, es guiado al interior de la cámara de gas siguiendo el flujo de la conciencia de algunos de los forzados a entrar en ella. No recuerdo ningún otro fragmento de literatura de ficción en el que el lector sea compelido a experimentar el horror del crimen organizado por los nazis desde la piel de las víctimas y hasta sus últimas consecuencias. Al contrario que en la literatura escrita por ex prisioneros (Primo Levi, Imre Kertesz, Robert Antelme, Jean Amery), en la que los autores se ven obligados a un cierto distanciamiento para dar verosimilitud de sus testimonios y, supongo también, para no ser devorados por ellos, Grossman no está constreñido por esta necesidad y no se detiene en el empeño de llevar al lector hasta el último peldaño de la compasión por las víctimas, que no son una categoría sino personajes vivos e individualizados, a la vez que parte de una humanidad atropellada. En cierto modo, Grossman trasciende la dolorosa evidencia formulada por Primo Levi, según la cual las verdaderas víctimas no pudieron contar lo ocurrido en los campos porque perecieron en ellos, y lo hace a través de la herramienta propia de un escritor, su imaginación. Este mismo tabú narrativo, prescrito por Claude Lanzmann para el cine, que calificaba de obscena (lo que debe ocurrir fuera de la escena) la representación del funcionamiento material de la máquina del exterminio, ha sido superado en la película de Lázsló Nemes, El hijo de Saúl.

El episodio de la cámara de gas es uno de los más intensos en una novela donde éstos no escasean. La sostenida intensidad del relato está urdida, me parece, con dos clases de recursos narrativos que se dan imbricados en cada escena. El primero es la ya mencionada capacidad de Grossman para la observación del detalle circunstancial y en consecuencia para evocar una atmósfera desasosegante a partir de unas cuantas pinceladas significativas. En este sentido, los escenarios de la novela son sin excepción terribles: trincheras del frente, madrigueras militares entre las ruinas, viviendas civiles desvencijadas, alojamientos rurales miserables, trenes de ganado para la conducción de prisioneros, barracones de campo de concentración, en un contexto de escasez, hambre, miedo, brutalidad militar y acoso político. Los espacios de la novela constituyen un universo desordenado, en transformación hacia no se sabe qué, inacabado y hostil. La elegancia y eficacia del estilo del autor le veda recrearse en ellos pero el lector no puede librarse de su presencia mientras recorre las páginas de relato.

El segundo recurso narrativo que pone en juego Grossman es su prodigiosa capacidad para trasladar al lector al interior de los personajes. Este recurso crea una empatía instantánea y sumerge al lector de inmediato en la escena donde siempre se juega alguna partida de orden moral obligándole a situarse en el lugar de uno u otro jugador. Los innumerables personajes que concurren en la novela no son caracteres propiamente dichos  ni adoptan un rol con funciones dramáticas sino que son partículas de un organismo inabarcable, al que podemos llamar la especie humana, en continua recreación interior en función de circunstancias vertiginosamente mutantes. No hay héroes ni villanos. El lector es obligado a detenerse en cada personaje y llevado a identificarse con sus cuitas. Ninguno es particularmente admirable o repulsivo. Lo que cuenta es la sutileza con que funcionan sus mecanismos de respuesta psicológica y conductual  ante los estímulos dictados por los hechos externos, el vaivén moral entre la esperanza y  la desesperación, el amor y los celos, la lealtad y la traición, el deber y el deseo, el sentido común y la locura. Grossman recorre con su pluma esta ondulante eclosión de sentimientos e imperativos morales contradictorios para, al final, dejar como única herencia un poso de compasión universal por todos y cada uno de sus personajes, por todos y cada uno de nosotros. ¿Cómo podría ser de otro modo?

Lo que se ha escrito en el párrafo anterior concierne sobre todo a los personajes masculinos. Las mujeres ocupan otro lugar, más relevante, en la novela, y de hecho constituyen el gran reservorio de la esperanza de Grossman. Son las depositarias de la vida y de los lazos que la hacen posible en un mundo en que los hombres están dedicados con todas sus fuerzas a destruirla. La figura de la madre es omnipresente y las relaciones de amor maternal, que se describen en varios episodios de la novela, están no sólo entre lo más emotivo de ésta sino que parecen el único asidero que encuentra el autor en medio de una devastación universal. En este sentido, la carta de despedida que al principio de la novela (página 94) dirige Anna Semionovna a su hijo Viktor Shtrum antes de que los nazis desmantelen el gueto donde está recluida y la lleven a la muerte es un texto conmovedor y deslumbrante, empapado de una ternura y una dignidad arrasadoras. Grossman da la palabra a Anna –trasunto de su propia madre, que fue asesinada en parecidas circunstancias en Berdichev (Ucrania), la localidad natal del autor- y ésta se nos muestra como una mujer cultivada, lúcida, compasiva y valiente, que narra a su hijo las circunstancias de sus últimos días. En este fragmento, una vez más, Grossman trasciende la anécdota y presenta una desgarradura esencial, una expresión del mal absoluto y, a contrario, la templada respuesta de un ser humano excepcional, que no por casualidad es mujer y madre. A este respecto, es pertinente la discusión que unos personajes de la novela, prisioneros en la cárcel de la Lubianka, mantienen sobre el significado de La madre, la novela de Maxim Gorki, a la que se califica, despectivamente, de icono. Ciertamente, el personaje de Gorki, que gozó de inmensa popularidad entre los bolcheviques y más tarde entre la izquierda europea,  es el reverso de las mujeres que describe Grossman, y mucho menos convincente que éstas.

Epílogo

Las novelas son artefactos para el entretenimiento; deben enganchar la atención del lector y conservarla en suspenso hasta la última página. Vida y destino cumple este requisito, a pesar de su extensión. Si por cansancio o falta de tiempo, el lector abandona  momentáneamente la lectura, puede tener la seguridad de que se sentirá llamado a reanudarla cuanto antes y cuando lo haga volverá a reactivarse el interés. La organización del relato favorece que sea así. No estamos ante una novela de aventuras, ni de misterio, ni siquiera ante uno de esos novelones-río en los que no nos podemos permitir el lujo de olvidar los antecedentes so pena de perder el hilo de la narración. La estructura de la novela de Grossman es sencilla, a pesar de la proliferación de situaciones y personajes y de la dificultad de identificarlos. La denominación de los personajes constituye una dificultad adicional para el lector no ruso. Grossman los cita indistintamente, en unas circunstancias u otras, por su nombre propio, por el nombre y el patronómico, por el apellido, y a menudo por el diminutivo y por el apelativo familiar, por lo que resulta ineludible el recurso a la oportuna relación de dramatis personae que se ofrece en un apéndice de esta edición.

Lo que presenta esta novela es un mural de una situación histórica y del estado de ánimo de los personajes que la vivieron. Ocurre sin embargo que la situación que se narra fue clave para entender el sentido y la evolución del siglo XX en Europa y en consecuencia la información que se nos da sobre ella es absolutamente relevante para comprender nuestra naturaleza histórica y, por último, nuestra condición humana. Puede imaginarse que la batalla de Stalingrado y la II Guerra Mundial vayan reduciendo su importancia como fuente de significación histórica y en consecuencia pierdan puestos en el interés académico y de la gente del común, y que las modas literarias lleguen a apartar esta novela del gusto del público y como objeto de curiosidad de la crítica, pero resulta difícil de creer que algunos fragmentos no formen parte a perpetuidad del bagaje de la alta cultura europea. La carta de Anna Semionovna a su hijo al borde de la muerte, el cataclismo moral que se abate sobre Shtrum cuando se suma a una campaña de delación contra personas inocentes, la perplejidad y entereza del comunista Krimov cuando cae en desgracia, las escenas fulgurantes del cerco de Stalingrado, la marcha de la fila humana hacia la cámara de gas, por hablar sólo de unos pocos episodios que han quedado prendidos de la memoria inmediata de este lector, están llamados a ser, en mi opinión, un manantial inagotable de sabiduría y consuelo.