Enseñanzas literarias y morales en los relatos de Ernest Hemingway

Tardé en encontrar los relatos de Ernest Hemingway  en castellano. Los había leído en inglés, cuando aún podía hacerlo en esa lengua, en una edición de Penguin de principios de los setenta pero, por algún azar, ni las bibliotecas públicas a mano ni los libreros a los que consultaba me daban razón de un material que forzosamente debía estar editado en español, hasta que a mediados de los noventa di con una reimpresión del volumen que había editado Luis de Caralt en 1968. El ejemplar  tenía un inconfundible aire de edición de quiosco, acaso pirateada, en tapa blanda y papel basto, sin prólogo, sin datación de los textos y sin acreditación de la apresurada y a menudo torpe traducción.

Y, sin embargo, ahí estaban los maravillosos cuentos de Hemingway, que me permitían revivir un amor de juventud.  No creo que haya habido otro autor de ficción que me haya conmovido y emocionado de manera tan honda y perturbadora. A la entrada de la veintena encontraba en sus libros todo lo que entonces me parecía la vida: aventura, sentido del propio valor, competencia en la tarea que se ha elegido, el rigor de la mirada y la lealtad a la verdad, el vagabundeo, los buenos momentos con los amigos, el inmaduro deseo por las mujeres, todo envuelto en una niebla trágica, impalpable, y descrito con una absorbente mezcla de concisión y musicalidad. Sus novelas fueron mis particulares libros de caballerías. Los desengaños que vinieron después no empañaron nunca esta emoción prístina, inasequible a los embates de la realidad. Por lo demás, supe pronto que la vida, al menos la mía, no iba a ser como la contaba Hemingway y en cuanto a la ilusión que creaban sus ficciones se vio contrastada por los aspectos más grotescos de la propia imagen del escritor, cuyo estereotipo de machote cazador y bebedor ha sufrido una erosión imparable desde su muerte en 1961. En España, por añadidura,  a la ignorancia de su obra y a la escasa (creo) influencia de su literatura sobre los escritores nacionales –aunque sí la tuvo en cambio sobre los latinoamericanos del boom: la vigente edición de sus relatos (Lumen 2007) está prologada por García Márquez, se  unió el recelo nacionalista, cuando no rechazo, hacia el extranjero que encontró un modo insólito de ennoblecer literariamente una fiesta tan patrimonialmente castiza como los toros. Hoy, Hemingway está recluido en un panteón donde nadie le discute su valor literario pero nadie lo aprecia de verdad, y los intentos por sacarle de esta hornacina resultan estériles. Está solidificado en el tópico. Y sin embargo de este material de apariencia obvia y reseca volví a extraer aromas, ecos y miradas en los que reconocía, como treinta años atrás, el rostro de la dicha.

He aquí algunas de las reflexiones destiladas por mi admiración, a las que dio lugar la lectura de estos Relatos:

  1. Hemingway escribe como si el relato ya estuviera ahí y él sólo tuviera que desvelarlo con las palabras, como un arqueólogo desvela la existencia de los vestigios de formas de vida que ocurrieron en otro tiempo y reconstruye con ellos la historia. Los datos aportados por al excavación arqueológica son precisos, como los detalles que ofrece Hemingway de la aventura de sus personajes, y relacionados unos con otros terminan por ofrecer una realidad coherente y, sin embargo, también oscura, elusiva. La disciplina metódica del arqueólogo, basada en la observación precisa del material disponible y en la limpieza de la ganga que envuelve los objetos significativos,  es una exigencia científica; en el escritor es una opción de estilo, que mimetiza este método para construir también una “verdad”.
  2. La clave del relato no está en la representación de la realidad sino en su presentación. La verdad no espera ser contada sino ser descubierta. La materia del relato es una experiencia aprisionada en el tiempo y concreta en sus términos narrativos. La relación que une a los personajes con su peripecia son unas pocas cualidades que poseen en mayor o menor grado y que condicionarán su destino: la habilidad manual, el sentido de la propia dignidad, la búsqueda de la afirmación de sí mismo, el coraje ante el dolor físico y moral, el estoicismo ante la adversidad. La paradoja de esta concisión del estilo es su potencia evocadora: la desnudez de la prosa de Hemingway y el carácter inmediato de sus personajes han producido algunos de los estereotipos culturales más conspicuos del siglo XX, tan poderosos que llegaron a vampirizar al propio autor, el cual terminó por aceptar convertirse en una caricatura de su propia obra.
  3. La famosa teoría de la punta del iceberg como exigencia del estilo literario es muy visible en los relatos. La materia que alimenta la narración ocupa un gigantesco volumen oculto bajo la superficie tersa de la prosa. En Mi viejo (que en la edición que comento han traducido torpemente por El padre), el relato se cuenta desde la perspectiva de un chico que acompaña a su padre, que es jockey  en el mundo de las carreras y al que se esfuerza por querer y comprender  mientras admira la belleza y la fuerza de los buenos caballos. En las últimas líneas de cuento, un accidente de carrera provoca la muerte de su padre mientras el chico descubre por una conversación accidental de unos aficionados que el accidente que ha acabado con la vida de su padre ha sido provocada por las propias artimañas de éste para hacer fraude en las apuestas. Esta información es ofrecida de pasada, tal como la recibe el muchacho, y podría resultar imperceptible si el lector no está lo bastante atento. Bajo la aparente fluidez del relato, Hemingway obliga a una tensión constante de lectura para alcanzar el conocimiento de los hechos. Este sentido agónico que impregna la materia de su literatura se traduce fielmente en la prosa. La blanca y apacible montaña de hielo que emerge de la superficie del mar oculta una realidad inquietante y amenazadora.
  4. El fulcro desde el que se impulsa el desarrollo de la narración o su desenlace suele ser un imperceptible giro en la literalidad de la historia, una pequeña fisura en la lógica de la situación o una traslación del punto de vista. Estos recursos ofrecen repentinamente  una perspectiva nueva e inquietante. En El luchador, el habitual Nick Adams vagabundea junto a la vía del tren y es acogido por un par de tipos que están tomando un bocado junto a una hoguera; uno de ellos es un boxeador sonado de rostro abruptamente magullado. En un momento, la hospitalidad del boxeador se torna en agresividad hacia el recién llegado, sin que haya ninguna otra explicación en la escena que su trastorno mental, por completo inopinado para el joven Nick Adams y para el lector. En una línea, apenas perceptible, la realidad cambia de sentido y la visión del mundo del protagonista, también.
  5. Hemingway conduce generalmente el relato siguiendo los pasos del protagonista y deja traslucir su realidad a través de la narración precisa de tareas y gestos cotidianos, que conforman un estado envolvente y en gran medida obsesivo. La precisión de las acciones concretas y la minucia de su descripción revelan la desorientación y el desorden interior de los personajes. La valía de éstos se mide por su capacidad para hacer bien su trabajo, que suele exigir destreza, conocimientos y valor, pero, al mismo tiempo, son innumerables las circunstancias que obstaculizan este objetivo. Unas veces es a causa de la propia impericia o de la flojera de carácter del protagonista; otras, los obstáculos vienen dados por la acción de terceros, a menudo mujeres relacionadas sentimentalmente con el protagonista, amigos indeseados o personajes de circunstancias, individuos desplazados y marginales. La virtud, en Hemingway, es siempre masculina y está determinada por la tarea bien hecha. En Fuera de temporada, una jornada de pesca se malogra para el joven protagonista por la presencia de su mujer y las mañas del guía local. Ninguno de estos dos personajes hace nada por impedir el desarrollo de la pesca; al contrario, se muestran cooperativos con el obsesivo pescador en lo que les corresponde, pero las relaciones entre los tres crea una asfixiante maraña de malentendidos que frustra la empresa, y, en la medida en que la pesca es la metáfora del proyecto vital del protagonista, envenenan toda su vida.
  6. La literatura de Hemingway, como se ha dicho muchas veces, destila misoginia y temor a la mujer. Ésta tiene siempre un papel corruptor al lado del hombre. La plenitud es un estado vital sin mujeres. Los héroes de Hemingway nunca se interesan por conocer o comprender a las mujeres; sólo huyen de ellas y, si no pueden hacerlo, se limitan a achacarles la culpa de sus frustraciones y derrotas. Los relatos que ilustran esta observación son innumerables, pero dos de ellos, por su concisión y tratamiento directo del tema, son reveladores. En El fin de algo, el consabido Nick Adams rompe con la chica Marjorie inesperadamente, sin motivo alguno, en el curso de una jornada de pesca, y sin dar explicaciones de su decisión. En las últimas líneas del relato, entra en escena Bill, el amigo de Nick, que se interesa por los detalles de la ruptura. El cuento Un vendaval de tres días es una continuación del anterior: Nick y Bill beben juntos y charlan de lecturas y de béisbol en una típica y anodina conversación de amigos solteros mientras fuera de la casa discurre un temporal. La conversación deriva hacia la ruptura de Nick y Marjorie, que Bill celebra e intenta argumentar con toda clase de razones sobre las servidumbres de la vida matrimonial a su melancólico amigo. Al fin ambos salen al aire libre, cuando el vendaval ha pasado: “Allí, el asunto de Marge no era tan trágico. Ni siquiera muy importante. El vendaval se lo llevaba todo”.
  7. A veces, en efecto, el desamor entre hombres y mujeres se resuelve de una manera natural, espontánea y, tal vez, indolora. En Un relato muy corto, que es una variación embrionaria del tema de Adiós a las armas, un herido de guerra y su enfermera se enamoran y se juran amor eterno. Después del armisticio, él vuelve a América para buscar un empleo que les permita casarse y ella se queda trabajando en un hospital de Italia, donde se enamora de un oficial médico con el que se compromete; escribe una carta a su antiguo amor que vive en Chicago para comunicarle la ruptura. La chica nunca se casó con el médico ni recibió respuesta a su carta a Chicago. La normalidad del desamor cotidiano entre hombres y mujeres puede adquirir algún tinte sombrío, cercano a una eclosión de violencia. En El médico y su mujer, ambos discrepan por un asunto tangencial, relacionado con la actitud de un empleado del médico y del trabajo que debe hacer. Cuando la mujer contradice la opinión del médico, éste “se puso en pie y dejó la escopeta en un rincón” y se fue a “pasear un rato” cerrando estrepitosamente la puerta tras de sí “y oyó que su mujer contuvo una exclamación de asombro”. Le pidió perdón “junto a la ventana con las persianas corridas” y salió “y caminó por el sendero entre los bosques de abetos. Allí estaba fresco a pesar de que hacía un día terriblemente caluroso”. Encuentra a su hijo Nick que le pide acompañarle y ambos van a “dónde hay unas ardillas negras”. Aquí, el oportuno paseo fuera de la casa ha evitado una explosión de violencia latente.
  8. Las últimas líneas de este relato ilustran sobre una constante en la formación moral de los héroes de Hemingway. La educación en los valores y actitudes para la vida la ofrece el ejemplo paterno. Ya se ha mencionado la dolorosa perplejidad que produce al protagonista de Mi viejo saber que su padre es un fullero, que monta caballos de carreras para amañar las apuestas.  Aquí es el padre el que encarna la imposible concordancia entre el ideal y la realidad, es decir, el que porta el germen de la corrupción y ofrece al hijo con su ejemplo el aprendizaje de la muerte física y moral. En Campamento indio, Nick Adams acompaña a su padre, médico rural como el de Hemingway, para atender a un parto y allí recibe la doble y simultánea lección de la vida y la muerte: mientras nace el niño de la joven india en un parto muy doloroso, el marido de ésta se suicida. El relato es estremecedor en su laconismo y contiene algunas de las obsesiones temáticas de Hemingway: el desamor de los hombres hacia las mujeres y su falta de compromiso y cobardía ante a las responsabilidades familiares, y la presencia del suicidio como horizonte de una existencia que no puede ser gozada ni gobernada por el sujeto. Antes estos enigmas, Nick Adams pregunta a su padre: ¿Siempre sufren tanto las mujeres cuando dan a luz?, ¿Se suicidan muchos hombres en casos como éste?
  9. Si el padre es el destinatario de las grandes preguntas sobre la existencia, la madre es sólo el agente que intenta devolver al joven al rebaño, al rol que la sociedad espera de él, al conformismo de lo dado. En El regreso del soldado se cuentan las dificultadas de reinserción en la vida civil de un joven que ha vuelto de la guerra. Después de un periodo de holgazaneo, es su madre la encargada de sugerirle que debe buscar un trabajo como han hecho otros chicos en su situación. Ante la resistencia del hijo a sus argumentos, recurre a la presión emocional y le pregunta si la quiere, a lo que el chico contesta secamente que no. De inmediato, la madre obvia la respuesta y resuelve el conflicto invitando a su hijo a rezar con ella, a lo que éste accede. Si el mundo de los hombres (del padre) tiene perfiles netos y valores absolutos y trascendentales, en los que el chico se confronta y de los que se siente nutrido, el mundo de las mujeres (de la madre) es el del chantaje afectivo, la componenda insincera y el recurso a falsas soluciones rituales como la religión.
  10. El feminismo ha puesto a Hemingway en la picota y el psicologismo vigente en la crítica literaria ha especulado en algún caso sobre la homosexualidad latente del escritor. Lo único que parece traslucir su obra es una notable dificultad para el afecto, quizás derivada de déficits de autoestima, y el carácter doloroso de la relación sexual que el escritor compensa con una exaltación de actividades varoniles de riesgo y competencia a la manera que se entendían éstas hasta hace tres o cuatro décadas. Hemingway era, para los patrones culturales de su época, un machote corriente. Dos de los cuentos más famosos reunidos en esta colección son típicamente misóginos en un escenario de caza en África. En Las nieves del Kilimanjaro, el protagonista padece gangrena en la pierna por la infección de una herida provocada por una espina y mientras espera la llegada de un avión que lo evacue, el escritor y cazador siente que agoniza y aflora el desamor hacia su mujer, que le acompaña. En un cierto momento, el hombre cae en una típica reflexión autocompasiva: “Te aseguro que lo único que no he perdido nunca es la curiosidad”, dice. La mujer intenta consolarle y darle fuerzas: “Nunca has perdido nada. Eres el hombre más completo que he conocido”, le dice. A lo que él responde con sarcasmo: “¡Dios mío! ¡Qué poco sabe una mujer! ¿Qué es eso? ¿Tu intuición?” De modo característico, la concisión del estilo de Hemingway encierra una dosis casi insoportable de información en unas pocas palabras: La mujer alude a una carencia del hombre, quizás alguna forma de impotencia sexual (un rasgo recurrente en los personajes de Hemingway desde Fiesta), aunque niega que la tenga. Pero el hombre rechaza estas palabras de consolación. Niega que la mujer pueda entenderle, de manera general y sin apelación, y se burla del tópico de la intuición femenina. Además del áspero y trágico desencuentro con las mujeres, en este relato se dan cita otros dos temas axiales de la narrativa de Hemingway: la gangrena que le produce la muerte es una mezcla de mala suerte (una herida provocada por una espina) y de impericia (no haberla desinfectado a tiempo) y, en cuanto a la muerte misma, no sólo es el horizonte de cualquier aventura sino que ofrece el único momento de exultación a la existencia agónica. En esos últimos instantes en que la vida se escapa, el cazador imagina que el avión ha llegado para transportarlo al hospital y se dirige montado en él, y sin su mujer, que se ha visto obligada a quedar en tierra por falta de espacio, no hacia el hospital sino hacia la blanca cumbre del Kilimanjaro, la “Casa de Dios” en lengua masai, donde al principio del relato se dice que se ha encontrado el cadáver helado de un leopardo “y nadie ha podido explicarse qué estaba buscando por aquellas alturas”. En las líneas siguientes, el lector se entera que este viaje de exaltado lirismo era un delirio y que el cazador ha muerto antes de que llegue el avión que debe recatarle.E
  11. En La vida feliz de Francis Macomber, el desencuentro con la mujer adquiere rasgos más íntimos y perversos. Los personajes están en un safari donde la cobardía del hombre ha sido puesta de manifiesto durante la caza de un león. La mujer es testigo de ello pero le importa menos que la falta de atención que le dedica el hombre. Hombre y mujer viven en mundos separados, con intereses y apetitos distintos. Él necesita afirmar su hombría en la caza; ella necesita sentir su feminidad en la atracción que (no) ejerce sobre su compañero. La mujer coquetea con el cazador que les sirve de guía para excitar los celos de su compañero y para recobrar la autoestima; él se siente dolido por la infidelidad de ella, pero su objetivo no es la conquista de la mujer sino la de su propia estima comportándose frente a un búfalo como no supo hacerlo frente a un león. En efecto, hace frente a un búfalo herido que se lanza contra él y, cuando la bestia está a punto de alcanzarlo, el hombre recibe un disparo de su esposa que está detrás. El búfalo cae por las balas del hombre y el hombre por la bala de la mujer. Para el cazador que acompaña a la pareja, el hecho es claro: la mujer ha asesinado a su marido, pero él no dirá nada a las autoridades y, por lo demás, las circunstancias no la incriminarán.
  12. La caza y la pesca constituyen el ámbito donde se mide el valor de los personajes de Hemingway. Para ejercitarlas hace falta destreza, astucia y coraje. Además, exigen inmersión en la naturaleza y proporcionan la experiencia desnuda de los impulsos más genuinos de los seres vivos: matar o ser muerto. Ambas actividades se desarrollan en un escenario ajeno a la rutina cotidiana del urbanita: fuera del hogar y de las constricciones de la familia y lejos del trabajo alienado del taylorismo industrial. Los personajes de Hemingway no pisan jamás una fábrica o una oficina y no hacen más tareas domésticas en un grupo humano que freír unas chuletas o unas tiras de tocino y preparar un poco de café después de una vigorosa jornada campestre. Es un mundo donde las mujeres están de más y los amigos son circunstanciales; a veces operan como un eco o un reflejo del protagonista, y otras veces se comportan como un obstáculo o un engorro. La caza y la pesca son actividades muy serias y, sin embargo, tienen rasgos y funciones distintas. La pesca es más liviana y placentera, propia de un impulso juvenil y adánico; la caza, sin embargo, y más si es caza mayor en África, tiene un carácter agónico. Todos los factores relevantes que constituyen la experiencia existencial de los personajes de Hemingway –coraje, pericia, esfuerzo y suerte- confluyen en la caza mayor. Hay, creo, una razón biográfica para que esto sea así. Cuando Hemingway llega a cazar a África es ya un escritor consagrado, en el que ya apuntan los síntomas de la crisis creativa que le acosaría durante la mitad de su vida adulta, pero, a la vez, es lo bastante rico como para pagarse los cuantiosos gastos de la expedición. Los safaris constituyen una modalidad de caza muy peculiar en el que el carácter ignoto de los paisajes donde se desarrolla y el tamaño de las piezas y  su pregonada fiereza no ocultan otros rasgos menos atractivos. De una parte, es una actividad fuertemente reglada; de otra, se realiza con suficientes medios como para que se convierta en un acoso en el que la desigualdad de oportunidades del animal respecto a su perseguidor sea abrumadora. Este desequilibrio permite al cazador, en último extremo, recurrir a artimañas antideportivas cuando no manifiestamente ilegales para abatir a la presa, que no está acostumbrada al acoso del hombre. A la postre, la caza mayor no es otra cosa que una elaborada expresión del cariz asesino del urbanita moderno, ocioso y opulento. Hemingway no oculta en sus relatos de África estos rasgos de brutalidad. En La vida feliz de Francis Macomber, un cuento tan magistral como desapacible con un título notablemente irónico, se enumeran rifles y escopetas de gran calibre, se describe con detalle el impacto de las balas en la testuz del búfalo de la que saltan pequeños fragmentos córneos “que parecían de pizarra”, y finalmente se reconoce que el asalto a las presas, realizado por los cazadores sin apearse del vehículo, había sido ilegal. El coraje del cazador no es más que la excitación de un ricacho temeroso y menguado. La partida de caza que se narra en este cuento es un camino de corrupción. El mensaje es ambiguo. Obviamente, Hemingway cree que la caza de verdad es un asunto de hombría, pero también parece alentar el reconocimiento de que hay un punto en el que la caza deja de ser legítima, o que el mero coraje no es la única medida de su legitimidad, y tal vez por eso escribió en El viejo y el mar el relato canónico de la ética del predador. Pero él mismo no dejó de disparar nunca, hasta que volvió el arma contra sí.
  13. En la lucha con la fiera –el león, el toro: la literatura de Hemingway nunca se desconecta del referente mítico- encuentran los personajes la medida de su valor. La fiera es algo más que un animal potencialmente peligroso: es el alter ego del héroe. Éste debe hacerse igual a ella para vencerla. En sus narraciones de la lidia o de la caza Hemingway recurre en ocasiones a un cambio del punto de vista y el lector asiste de repente a la escena desde la mirada del toro (El invicto) o del león (La vida feliz de Francis Macomber). De este modo, no sólo humaniza a la bestia creando un espacio de empatía con ella sino que presenta la figura del héroe desde el otro lado del espejo en el que éste se mira. La ambivalencia es evidente: el hombre es una fiera que encuentra su humanidad en la lucha contra otra bestia. La dificultad es de orden moral y reside en cómo presentar esta lucha arquetípica en una época histórica en la que la guerra y la muerte, como todo lo demás, es un hecho industrial. Hemingway establece dos condiciones para rescatar el valor de la lucha: el estado de necesidad y la voluntad de hacer un buen trabajo. En el mejor de los casos, los toreros, pescadores, jockeys y boxeadores de Hemingway luchan porque no saben hacer otra cosa para ganarse la vida y, con suerte, son diestros y valientes. Fuera de estos parámetros, reina la trampa y la indignidad.
  14. Hemingway descubrió la lidia y el mundo de los toros y escribió sobre ellos como no lo ha hecho nadie. Personalmente, conservo intacto el recuerdo de la impresión que me produjo, mientras cumplía el servicio militar en el cuartel de Aizoáin, la lectura de Muerte en la tarde. Sin duda, encontró en la corrida todos los valores que hacen una vida digna de ser vivida instituidos en un solo acto ritual. La lidia es una lucha del hombre y la fiera, que requiere coraje, destreza y conocimiento, y que está presidida por el riesgo de muerte, todo ello convertido en un espectáculo ¿qué más se puede pedir? Las prosas taurinas de Hemingway son penetrativas –fue sin duda un  entendido– y carecen del barniz de tipismo y folclore que impregna este género literario en los autores españoles. En esta colección de relatos se incluyen dos excelentes cuentos taurinos. El invicto lo es primera instancia: un torero en decadencia pugna por conseguir un último contrato cuando su apoderado ya no confía en él y le recomienda que se corte la coleta (en la época, los toreros llevaban una verdadera coletilla), y lo consigue para una corrida de ínfima categoría, un festival nocturno que se celebrará después de una charlotada con ganado malo y una cuadrilla de oficio. El relato sigue los pasos del diestro para conseguir el contrato, primero, y luego, para obtener la participación de un buen picador (estamos en la época en la que los caballos ejecutaban la suerte sin peto). La descripción de la corrida y sus prolegómenos revela hasta qué punto conocía bien Hemingway ese mundo y sus rutinas y de qué modo los aspectos físicos de la acción construyen un universo que también es moral. En ocasiones, al lector le es dado conocerlo desde el punto de vista del toro: “El gitano se acercó de nuevo al toro caminando como un bailarín de salón. Al andar agitaba las flechas rojas de las banderillas. El animal lo observó con deseos de cazarlo, pero esperó. Quería tenerlo bien cerca para clavarle los cuernos con toda seguridad”. No resulta fácil describir la ominosa tensión de la lidia con menos palabras. Es imposible encontrar una mirada semejante en los aficionados actuales. El torero se enfrenta al toro, pero también a sus propios límites y las suertes se suceden con la atención del diestro puesta en la hora de la verdad. Dos testigos privilegiados contemplan la lidia y ofrecen sendos puntos de vista: el descuidado y distraído crítico taurino de un periódico, que anota comentarios tópicos y desinteresados en su libreta para escribir luego la crónica, y la mirada cargada de experiencia e inquieta de Zurito, el buen picador que el diestro ha conseguido incorporar a su cuadrilla para que le ayude en la faena. Ambas miradas son sendos epítomes del orden de valores contrapuestos que Hemingway discierne ante la vida. Cuando llega la hora de la verdad, el diestro no consigue abatir al toro. Éste “tenía la cabeza gacha, pero no mucho”, observa Hemingway con conocimiento. De modo que el torero se lanza sobre la cabeza del animal, en corto y por derecho (que en esta edición han traducido torpemente por corto y derecho) y falla. Al segundo intento sufre un revolcón; al tercero, se salva de la cogida porque da un salto. El público empieza a impacientarse y arroja almohadillas, que nuestro traductor se empeña en llamar almohadones, y, al intentarlo de nuevo, el matador  tropieza con una de ellas y recibe una cornada en el costado. No se deja llevar a la enfermería y remata la faena con un último intento en el que por fin hunde el estoque hasta la bola.  En la enfermería, sobre la mesa de operaciones, aún pugna contra el empresario empeñado en que se corte la coleta. El cuento termina cuando al torero le ponen en la cara la mascarilla de la anestesia.
  15. En el segundo cuento mencionado, La capital del mundo, el mundo de los toros, se entiende, es la ensoñación de un chico de nombre Paco, -“Hay en Madrid infinidad de muchachos llamados Paco”– que trabaja de galopín  en una pensión frecuentada por toreros y una tarde quiere evocar su arte en la cocina de la pensión ante un compañero al que insta a hacer el papel del toro ayudado por una silla a cuyas patas atan un par de cuchillos a modo de cuernos para que pueda dar unos pases con el delantal de cocinero. Un accidente del juego acaba con la vida de Paco, que en un lance es alcanzado por las astas simuladas y recibe un navajazo en el muslo porque “adelantó demasiado el pie izquierdo, cosa de dos o tres pulgadas”. Una vez más, una mezcla de mala suerte e impericia como origen de la tragedia medida al detalle.
  16. La suerte es un factor del destino que generalmente opera a la contra en la obra de Hemingway, que es un fatalista. La suerte es invocada continuamente por los personajes de sus obras y constituye la medida mínima (“cosa de dos o tres pulgadas”) que separa la vida de la muerte, toda vez que se han dado los demás factores imputables a la responsabilidad del héroe. La suerte es la versión cotidiana y accesible del destino. En un breve cuento situado en la guerra civil española –El anciano del puente– un oficial republicano encuentra durante una retirada a un viejo derrengado que ha perdido sus escasas y heterogéneas posesiones consistentes en dos cabras, un gato y algunas palomas. El viejo está seguro de que el gato se salvará en medio de los bombardeos porque los gatos saben cuidarse pero está preocupado por lo que les pueda ocurrir a los otros animales. Hemingway sentencia en el último párrafo: “No había nada que hacer con él. Era domingo de Resurrección y las tropas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y nublado, y el cielo bajo impedía la acción de los aviones. Aquello y que los gatos supieran cuidarse representaba toda la buena suerte que podía esperar el anciano”.  De modo que la vida es también una lucha para atraer de tu lado a la buena suerte. No siempre está ahí y no siempre se consigue tenerla de cara, pero hay que intentarlo y contar con ello. En cualquier circunstancia, el hombre no está exento de hacer todo lo que pueda para que las cosas discurran  a su favor. Arrojar la toalla y morir son en Hemingway términos sinónimos.
  17. Pero ¿qué ocurre cuando, como el viejo del cuento, el hombre está inmerso en circunstancias que le resultan imposibles de controlar y menos modificar? Hemingway participó muy joven en el frente italiano en la Primera Guerra Mundial, donde fue herido, y tuvo una experiencia directa y temprana de la dimensión masiva y absurda que puede adoptar la muerte y del frágil valor de la vida. Una historia natural de los muertos, situada en este escenario del frente italiano, es un relato atípico porque tiene una larga introducción discursiva, insólita en Hemingway, sobre el valor de la vida, antes de iniciar el relato propiamente dicho que versa sobre un herido agonizante en un hospital de campaña al que el médico da por desahuciado y ha dejado en una zanja para que expire. A instancias de sus compañeros el médico lo examina a la luz de una linterna que “podría haber sido un bello motivo para Goya”, pero decide que no tiene remedio. Estalla una disputa entre el médico y un oficial para que el herido reciba cuidados sanitarios y el primero le replica que, si quiere ayudar al agonizante, lo remate con su pistola. La discusión sube de tono y el médico acusa al oficial de que los soldados se infligen pequeñas heridas para ser evacuados, dificultando su trabajo (probablemente, no hay insulto de mayor rango en el código de Hemingway que el de cobarde). De seguido, el médico y el oficial se enzarzan a golpes; el primero arroja a la cara del teniente tintura de yodo, lo ciega y lo desarma. Cuando se ha apoderado del arma, el médico se ha hecho dueño de la situación; en ese momento, entra un soldado para informar que el agonizante ha muerto. La pelea pierde sentido: “Una discusión sin objeto alguno”. Pero el teniente aúlla porque está cegado. El médico le quita importancia y pide que lo sujeten fuerte para lavarle los ojos. Este cuento pone en evidencia que las disquisiciones generales, que ocupan la primera parte, no son el fuerte de Hemingway y lo mejor del relato está en la segunda parte, donde se describe una situación concreta que ilumina poderosamente toda una concepción moral de la existencia y del mundo. En una situación extrema, en la que se juega la victoria y la supervivencia, la compasión debe dejar paso a virtudes más duras: la fuerza y la voluntad de poder. Por añadidura, los hombres no están eximidos de pelear entre sí ni aún cuando forman parte del mismo bando (en realidad, siempre es así puesto que todos están en el bando de lo humano) y tienen un objetivo común.
  18. Y una última observación: no se debe gritar ni pedir compasión aunque se esté en las mismas puertas de la muerte. El oficial vocinglero que pide ayuda médica para el soldado agonizante es, en último extremo, un cobarde. Los héroes de Hemingway reciben la muerte con los ojos abiertos y una actitud estoica. Así lo hace el joven Paco en La capital del mundo cuando descubre la gravedad de la cuchillada que ha recibido, y Ole Andresson, el sueco de Los asesinos que se da la vuelta en el catre y se pone de cara a la pared cuando recibe la noticia de que han llegado unos tipos al pueblo para matarlo. “¿No puedes salir del pueblo?”, le pregunta el joven Nick Adams intentando comprender su actitud. “No –dijo Ole Andresson-. Se acabó eso de dar vueltas de una parte a otra”.

El lector no deja de preguntarse qué ha ocurrido para que la vida resulte tan diferente a como la cuenta este hombre. De una manera fortísima, misteriosa y exultante, el mundo de Hemingway es a la vez deseable y ajeno.  El desgaste ideológico que ha sufrido su obra por mor de los cambios históricos y de los discursos críticos, no consigue liquidar la verdad prístina que alienta en sus relatos. Técnicamente, es un clásico en el sentido pleno de la palabra, pero, además, es el único clásico que parece hablar al lector directamente, sin mediación de ningún aparato retórico. Soy capaz de reconocer y aceptar las críticas que recibe –si son fundadas, porque también se encuentra a mucho memo que se refiere a él despectivamente sin saber de qué habla- pero no dejo de sentirme fascinado por su obra cada vez que he vuelto a ella, aunque debo reconocer, ay, que hace años que no la frecuento. Tal vez porque no dejaba de hacerme la misma pregunta que encuentro en sus relatos: ¿Qué hay que hacer para vivir una vida que valga la pena ser vivida? No podía seguirle en sus viajes, cacerías, guerras y periplos alcohólicos, como llegué a soñar que podría hacerlo, y que tan vulnerables son, por último, a la parodia, así que, en su defecto, he querido responder a la pregunta intentando imitar muchas veces su estilo de escritura, lo que también ha resultado imposible. ¿Cómo imitar los diálogos concisos y elusivos y las precisas descripciones de las tareas ordinarias de los individuos, jaspeadas de observaciones repentinas y certeras de su conducta, para conseguir la revelación de un mundo denso, duro y a menudo trágico?

El escritor como parodia

La edición española del libro de Lillian Ross, Retrato de Hemingway (Muchnik, 2001) incluye dos textos breves, un prólogo introductorio y una apología final de la propia autora añadida por el editor con inocultables fines de relleno. El primero de los textos es el que da título al libro y justifica su publicación. Es la semblanza de Hemingway que publicó Ross en The New Yorker en 1950, después de pasar unas  horas con el escritor durante dos días en Nueva York. Este retrato literario levantó una considerable polvareda y en esta anécdota reside el único valor del volumen publicado por Muchnik.

En el prólogo de esta edición, Ross afirma sorprenderse de las reacciones que provocó su apunte sobre el escritor y lo cuenta así: “Con gran sorpresa para Hemingway, para The New Yorker y para mí misma, la publicación del perfil tuvo una acogida muy polémica. La mayor parte de los lectores aceptaron el artículo como lo que realmente era, y espero que les gustase sin más complicaciones. Sin embargo, cierto número de lectores reaccionó violentamente y de manera muy compleja. Entre éstos había gente a la que le desagradaba mucho la personalidad de Hemingway, y daban por supuesto que a mí me ocurría lo mismo y admiraban mi artículo por razones que estaban totalmente fuera de lugar. Es decir, creían que, al describir con exactitud su personalidad, estaba ridiculizándola o cuestionándola. Otros se limitaban a decir que les gustaba la manera de hablar de Hemingway (criticaban incluso su tendencia juguetona a prescindir a veces del artículo y a imitar en broma el inglés de los indios). No les gustaba su libertad, ni el hecho de que no se tomase en serio a sí mismo, ni que perdiera el tiempo yendo al boxeo o al zoológico, pescando, o conversando con sus amigos, o celebrando que estaba a punto de terminar un libro atiborrándose de champán y caviar. Nada de esto les gustaba. En realidad, no les gustaba que Hemingway fuese Hemingway” (páginas 8 y 9).

Hay que decir que a Hemingway le gustó la semblanza que hizo de él Lillian Ross (así lo constata, por ejemplo, Valerie Hemingway en sus memorias) y que la autora., no sólo era una entusiasta del escritor sino que, como recuerda en el epílogo, gozó de su amistad hasta que éste se quitó la vida. Pero el equívoco de los lectores es más que comprensible: el Hemingway que aparece en estas páginas es un viejo ridículo con los rasgos de la caricatura que el escritor ha dejado de sí mismo. No hace falta mucha malevolencia para advertir que sus enemigos pueden encontrar aquí confirmadas todas las razones que alimentan su fobia contra el escritor. Es posible que el propio Hemingway no fuera consciente de este efecto caricaturesco que destilaba su proyectada imagen pública, o tal vez no le importaba, habida cuenta que siguió contando con el sincero aprecio de millones de lectores de sus libros. Pero resulta más raro que una periodista experimentada no tuviera en cuenta este aspecto al redactar su trabajo.

Hemingway aparece aquí retratado en una situación trivial, durante un par de días en una estancia de tránsito en Nueva York, que aprovecha para comprase un abrigo en unos grandes almacenes, visitar el Museo Metropolitano con su mujer Mary y su hijo Patrick, encontrarse brevemente con su amiga Marlene Dietrich y entrevistarse con su editor, Scribner, todo ante la presencia de Lillian Ross, que toma nota de las situaciones y de las palabras de los personajes con decidida objetividad. El desenfoque en el que incurre Ross, y que dio lugar a la polémica que siguió al reportaje, es bien conocido en técnica fotográfica. Simplemente, la periodista acerca demasiado la lente sobre una realidad banal y en sí misma insignificante, y Hemingway se manifiesta espontáneamente como sin duda lo hacía en la intimidad ante un admirador de confianza. De modo que lo que recibe el lector es la imagen de un viejo enfermo de egolatría cuya parla está plagada de fórmulas estereotipadas que, si bien son aceptables entre las cuatro paredes de la intimidad, resultan insoportables sobre el papel. Los ejemplos son continuos e innumerables: las alusiones al béisbol o al boxeo como sistema metonímico para enjuiciar a las personas y las cosas,  o el gesto de echarse una escopeta imaginaria a la cara para apuntar a una bandada de palomas que sobrevuelan la Tercera Avenida para comentar de inmediato, “un tiro muy difícil”, o la estúpida apología de la guerra recogida en la página 41, que le lleva a decir que “allí todo el mundo era como debiera ser la gente siempre, nadie era ruin ni desconfiado, todo el mundo se llevaba bien con todos”, lo que arrastra a su esposa Mary a apostillar, “He acabado por darme cuenta de por qué Papá a veces se pone desagradable ahora que ya no hay guerra, es porque, cuando hay  paz no puede demostrar lo valiente que es”. Es posible que en este comentario hubiera una secreta dosis de ironía femenina, pero el lector no está obligado a descubrirla y la autora del reportaje no le da pistas para hacerlo, en nombre de la objetividad. O, por último, la constante muletilla con la que Hemingway subrayaba cualquier revelación que hiciera-“¿qué les parece eso, caballeros?”– y que tanto recuerda a Bugs Bunny: “¿qué hay de nuevo, viejo?”.

En la semblanza de Ross se atisban, bajo un montón de tópicos y vulgaridades, los mejores valores de Hemingway, que tan maravillosamente ha dejado descritos de su obra literaria –el compromiso con el trabajo bien hecho, el carácter exultante de la amistad, el sentido de la competencia y de la lucha, incluso el valor de lo agónico y de la derrota-, pero se ofrecen en dosis apresuradas e improvisadas, con el evidente propósito por parte del escritor de ser leal a su imagen delante de su retratista, y es la literalidad del estilo adoptado por ésta para trazar el retrato el que pervierte el original. Hemingway aparece aquí como un personaje descrito por un imitador de Hemingway que quisiera ser leal a la idea que se tiene de Hemingway. Por lo demás, tiene razón  Ross cuando destaca la generosidad y la lealtad del escritor para con ella, que se mantuvo hasta su muerte, y, en relación con su esposa Mary, se conservó hasta el fallecimiento de ésta en 1986.

El epílogo data de 1999 (cuando el reportaje de The New Yorker fue publicado como libro por Random House) y está dirigido a replicar a la polémica que acompañó la publicación del texto principal. Este segundo texto está hilvanado con comentarios sobre el escritor y fragmentos de las cartas que remitió a Ross en la década de los cincuenta, con el manifiesto propósito de probar la amistad que les unió a ambos, a pesar de que, como reconoce el escritor, “la verdad es que tu perfil me creó casi tantos enemigos como tenemos en Corea del Norte. Pero ¿qué más da? A uno debieran conocerlo por los enemigos que tiene”. Y añade Ross, reproduciendo una misiva de Hemingway, “Varios años más tarde me dijo que la gente todavía seguía hablándole del perfil” (…) “Y todos se asombran mucho de que no te guarde rencor porque te esforzaste en destruirme, y casi lo conseguiste, o eso dicen ellos. Yo les contesto siempre que no sé, la verdad, cómo puede destruirme a mí una mujer que es mi amiga y con la que nunca me he acostado y con la que ni siquiera he tenido asuntos de dinero”, comentario éste que da algunas claves de los sentimientos del escritor hacia las mujeres, y al que añade un consejo también característico: “Limítate a escribir las cosas como las ves, y al diablo todo lo demás”. 

En estas últimas palabras está lo más genuino de Hemingway, pero también todos los riesgos implícitos de seguir su consejo si la observación no está precedida de un adecuado entrenamiento de la mirada y de la pluma. La admiración que sintió Ross por el escritor, que sin duda éste apreciaba pero que a la periodista le nubló la mirada en un sentido indeseado al confeccionar su reportaje, resultó imperecedera. En los últimos párrafos de su epílogo acepta la afirmación de Mary de que la muerte de su marido no fue un suicidio sino un accidente, y en apoyo de esta opinión aporta opiniones del propio escritor que, si se leen con atención, lejos de ahuyentar la hipótesis del suicidio, la refuerzan (página 87). Todo indica que Lillian Ross fue una grouppie de Hemingway, y quizás no sea ése el peor destino que se le puede dar a una existencia: “Para mí, su presencia sigue tan viva como su narrativa, y me siento feliz de haber gozado de su confianza y su amistad. Ahora siento, como sentía al poco de conocerle, que Hemingway representa la esencia misma de lo que consideramos que es un escritor. Y sigo creyendo que quizá sea el novelista más grande de nuestro tiempo” (página 88).

El escritor, el hombre, la mujer

En Pamplona, la ciudad cuyo festival taurino puso Hemingway en el mapamundi ya en los remotos años veinte del siglo pasado, el escritor tiene dedicado un monumento junto a la plaza de toros (¿qué pasará con él si continúa la corriente antitaurina vigente?) y en la década pasada su nombre y característica imagen barbada se utilizaron como icono en algunas desganadas iniciativas turísticas locales. Por lo demás, en poco o nada es conocido. En el verano de 2009, las autoridades turístico-culturales dedicaron al escritor unas jornadas a las que invitaron a su nuera, Valerie Hemingway, para que diera una charla sobre el escritor y en relación con las fiestas de San Fermín, que ella había visitado con Hemingway en su última visita en 1959, documentada por el amplio reportaje gráfico de Julio Ubiña, que publico entonces Gaceta Ilustrada  y que en esta ocasión se mostraba en el vestíbulo de la sala donde la invitada dio la conferencia. Valerie Hemingway resultó ser una atractiva abuela de aspecto juvenil y una conferenciante experimentada, que leyó su disertación en un castellano esforzado pero claro y vibrante. Faltaría a la verdad si no dijera que me llevó a emocionarme en más de un episodio de sus recuerdos, y estoy seguro de que consiguió establecer un alto grado de empatía con el auditorio. La materia de su charla comprendió el relato de su encuentro con el escritor y la consiguiente visita a los Sanfermines de 1959, pero quedó fuera de su disertación y de la curiosidad del público otros recuerdos de su relación con la familia Hemingway, sin duda más significativos, y de los que ofrece un sincero relato en sus memorias Correr con los toros. Mis años con los Hemingway. (Taurus 2005, en traducción del pamplonés Miguel Martínez-Lage).

Un día de la primavera de 1959, la joven periodista irlandesa Valerie Dunby-Smith, nacida en Dublín en 1940, atravesaba el umbral del Hotel Suecia de Madrid para entrevistar a Hemingway, llegado a España para escribir por encargo de la revista Life sobre la temporada taurina de ese verano y en especial a propósito del duelo entre los diestros Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín. La joven Valerie, procedente de una familia de la clase media, no tenía más experiencia que los internados de monjas que había frecuentado en su adolescencia y un viaje por Francia, España y Portugal que había hecho en compañía de su tío cura. Después cursó estudios de secretariado en Dublín con la intención de emplearse en la empresa Guinness. Estimulada por una amiga, decidió viajar a Madrid para sobrevivir como au pair, o dando clases particulares de inglés y enviando crónicas y despachos al periódico Irish Times. En este empeño de reportera novata fue a entrevistar a Hemingway al que ni siquiera reconoció cuando lo tuvo delante.

El escritor simpatizó de inmediato con la joven reportera, hablaron de Dublín, evocó sus encuentros con James Joyce, al que llamaba Jim, y, de modo característico, aconsejó a la muchacha que viajara, viera mundo, conociera gente y experimentara situaciones insólitas si quería ser escritora. Y de seguido, la invitó a que le acompañara en su largo periplo taurino del verano con la cuadrilla, así llamaba al grupo que viajaba  con él y que haría la primera escala en las fiestas de San Fermín. Valerie aceptó y ése fue el comienzo de una relación con los Hemingway que duraría hasta los años ochenta y que tuvo dos partes bien distintas.

Después de aquel Dangerous Summer, como quedaría inmortalizada para la literatura la temporada taurina de 1959, Hemingway pidió a Valerie que continuara a su lado como secretaria, para mecanografiar sus manuscritos, corregir galeradas y otras funciones auxiliares; ésta aceptó y viajó con el escritor y su mujer, Mary, a Cuba donde se instaló en Finca Vigía, la propiedad de Hemingway cerca de La Habana. Valerie entró a formar parte del círculo íntimo del escritor y, sin salirse nunca de las tareas que le tenían asignadas, llegó a gozar de un elevado grado de confianza con éste, cuya naturaleza evoca con una eficaz mezcla de plasticidad narrativa y sobriedad en  los detalles. Hemingway se asomaba por aquellas fechas a su declive y el lector asiste a la intimidad familiar del viejo a través de la mirada de una leal asistente y amiga, cuyo sentido de la observación y destreza en la escritura le permiten ofrecer un cuadro doméstico y próximo de este gigante literario, que sin duda apreciamos los admiradores del escritor, sin que por lo demás contenga especiales revelaciones, ni, lo que es más admirable, ninguna deriva hacia lo patético o lo sentimental. La relación de Valerie con Ernest Hemingway estuvo presidida por el afecto que da el contacto diario y el hecho de tener que compartir algunas preocupaciones profesionales y logísticas, pero la joven irlandesa no perdió nunca de vista el carácter temporal de su empleo en Finca Vigía y no dejó de buscar otras alternativas profesionales aprovechando los conocimientos que había adquirido del mundo editorial. No obstante, en uno de estos lances de amistad con Hemingway, Valerie recibió del escritor la confidencia de su voluntad de quitarse la vida, meses antes de que llegara a hacerlo, el 2 de julio de 1961. A su muerte, Mary Hemingway requirió a la joven irlandesa para que le ayudara en la tarea de ordenar los papeles del escritor. En Finca Vigía, las dos mujeres hicieron el expurgo de documentos y recuerdos más personales o más valiosos que consiguieron sacar de Cuba en condiciones azarosas y el resto quedó en manos del estado cubano, recién ocupado por Fidel Castro, como legado del escritor al pueblo al que tanto había apreciado. Más tarde, Valerie se instaló en un despacho de la editorial Scribner para inventariar la documentación dejada por Hemingway en sus varias residencias y para articular el legado literario que sería depositado en  la Biblioteca John F. Kennedy de Boston.

Pero la parte más sorprendente de estas memorias es la segunda. En el melancólico entierro del escritor en Ketchum (Ohio), Valerie conocería al hijo pequeño de éste, George, Greg o Gigi, cuya existencia, por lo que había experimentado Valerie en alguna ocasión anterior, era un tabú en presencia del escritor. Padre e hijo no sólo estaban abruptamente alejados sino que, por alguna razón, Hemingway conservaba una especial animadversión hacia Greg. Valerie encontró en él, sin embargo, a un joven atento, atractivo y lleno de inquietudes, con el que se casó, tuvo tres hijos y convivió durante veintitantos años. Valerie ya tenía un hijo, Brendan, de una relación amorosa con el dramaturgo irlandés Brendan Behan, viejo amigo de juventud que en 1960 había acudido a Nueva York para el estreno de su exitosa obra El rehén. Greg resultó un padre afectuoso y un médico competente, aunque inestable en sus empleos y proyectos profesionales. La sorpresa, y la inquietud del lector, surgen a medida que le es desvelado el hecho de que Gregory tenía una sexualidad transgénero, como se conoce ahora. Sufría lo que entonces se creía una grave disfunción bipolar que le impulsaba a vestirse con ropas de mujer y esta afección le llevó finalmente a someterse a una operación de cambio de sexo en condiciones clínicas precarias. Murió, cuenta Valerie, el 1 de octubre de 2001 de un ataque al corazón en una cárcel de mujeres donde había sido internado con su nuevo nombre de Gloria Hemingway por “conducta indecente” después de que fuera hallada desnuda en un parque con la ropa y unos zapatos de tacón en la mano.

La sobriedad y contención narrativas que el lector aprecia en la primera parte de estas memorias se vuelven una cualidad admirable en la segunda, donde la crónica registra una inesperada y trágica vuelta de tuerca. No ha debido ser fácil para Valerie, aunque sea una narradora experimentada, contar esta historia y menos hacerlo con rigor, objetividad y, una vez más, sin ápice de concesión al patetismo. No es fácil imaginar una tortura mayor para un ser humano que estar encerrado en un sexo que no es el suyo en una sociedad que se niega a reconocer esta experiencia, y parece difícil imaginar una fuente de desdicha más contundente para una pareja que la pérdida de identidad sexual del otro. Eso sin contar la circunstancia añadida, casi un mal chiste, de que el transexual sea hijo de Ernest Hemingway.

Valerie reproduce el retrato literario, prodigioso, que éste hizo de su hijo George en Islas a la deriva: “El pequeño era rubio, y tenía una complexión de un barco de guerra en miniatura. Era una copia exacta de Thomas Hudson en lo físico, a escala reducida, algo ensanchado, algo más bajo. Le salían pecas cuando se ponía moreno, tenía un rostro humorístico, y desde que nació era muy viejo. Era un diablo, también es verdad, y endemoniaba a sus hermanos mayores, y tenía una faceta oscura que nadie, salvo Thomas Hudson lograba entender […] Era un muchacho nacido para ser muy malo, y que era muy bueno, y llevaba la maldad por la vida, transmutada en una suerte de alegría dada a las bromas. Pero era un chico malo, los demás lo sabían y él lo sabía. Se limitaba a ser bueno mientras la maldad crecía en su interior”.

Según cuenta Valerie, este párrafo gustaba mucho a Greg, aunque le entristecía que él y su padre no hubieran sido capaces de comunicarse estos sentimientos, mientras éste estuvo vivo. Sin embargo, añade Valerie, “hay una cosa que yo sí cambiaría: la perversidad y la maldad del chiquillo eran los síntomas de la enfermedad, no del mal. Durante toda su vida, Greg libró una batalla perdida contra una enfermedad atroz (…) Inició el estudio de la medicina con la esperanza de hallar él mismo una cura, o, al menos, un alivio. Al fracasar, desarrolló una personalidad alternativa, un personaje en el cual podía refugiarse de las insoportables responsabilidades del ser; entre otras cosas, de la tarea imposible de ser hijo de su padre, de no estar nunca a la altura de lo que de él se esperaba, de lo que él mismo aspiraba a ser”.

Es posible que esta explicación sea demasiado simplista. La tensión paterno-filial, y el sentimiento de fracaso que arrastra, pueden manifestarse de muchas maneras, pero no necesariamente mediante una mutación  sexual. Pero lo que en estas memorias se cuenta no es la explicación de los hechos, sino los hechos mismos y, sobre todo, el retrato de su protagonista. En este ajuste de cuentas con su propio pasado, Valerie Hemingway se nos presenta como una persona sensata, fuerte, compasiva y discreta en unas circunstancias que estimulaban los excesos. A la postre, el título del libro queda justificado: Valerie ha corrido en su vida con fuerzas temibles e irracionales, como los toros, y ha vivido para contarlo. Es fácil entender por qué a Hemingway le gustó esta mujer, capaz de encarnar su propia definición del valor: “grace under pressure”.

Descansen en paz (post scriptum, 11.05.2016)

Manuel Vicent, cuyas columnas dominicales gozan de mi lealtad lectora desde hace cuatro décadas, dedica cada año una tradicional lanzada contra las corridas de  toros, que puede considerarse la obertura de las fiestas de San Isidro. Este año, el alegato tiene un tono más triunfal que en ocasiones anteriores porque el clima antitaurino trepa por la opinión pública y ha anidado, si bien en precario por ahora, en las instituciones, de modo que de continuar esta tendencia  los escritos de Vicent serán pronto olvidados como se olvida a la avanzadilla que ha defendido una cabeza de playa ya invadida por los advenedizos al nuevo credo. La euforia del columnista le lleva a aprovechar el viaje para dedicar en la misma columna un mandoble a Ernest Hemingway, otra de sus bêtes noires, del que dice con ingenio que fue cronista de todos nuestros veranos sangrientos, y para ello ofrece una anécdota tan colorista como segruamente apócrifa, situada en las fiestas de San Fermín de 1959, la última vez que el escritor visitó España, dos años antes de su muerte. En Pamplona, las enjaezadas mulas que arrastran hasta el desolladero a las reses estoqueadas en el coso, ofrecen un paseíllo por las calles de la ciudad cuando se dirigen a la plaza antes de la corrida. Entonces, según el relato, Hemingway, que estaba con algunos secuaces a la puerta de su bar favorito, detuvo a la reata y obligó a una de las mulas a beber una botella familiar de coca-cola para solaz de sus acompañantes. La anécdota da noticia de un personaje envilecido y ebrio, en una viñeta más de la degradada imagen que acompañó al escritor al final de su vida. Pero hay un par de anacronismos en la anécdota que invitan a sospechar de su autenticidad. Si no me equivoco, en 1959 la coca cola de tamaño familiar era desconocida en este país, y, si hace setenta años, un extranjero, y Hemingway no era entonces otra cosa aquí,  hubiera intentado alterar el ritual de las mulillas para hacer lo que dicen que hizo, con absoluta seguridad habría sido apaleado por los arrieros que acompañan la reata, en un tiempo en que un tipo con un vara en la mano era una autoridad pública, aunque fuera un arriero. Mi escindida admiración por Vicent y por Hemingway me ha llevado a recortar del periódico la columna del primero y darle piadosa sepultura entre las páginas del volumen de cuentos del segundo, precisamente junto a la página de inicio de Capital de la gloria, un maravilloso relato de tema taurino.