Memoria de Simone de Beauvoir

El pasado 14 de abril se cumplieron treinta años de la muerte de Simone de Beauvoir de la que conservo intacto el deslumbramiento que me produjo la lectura de El segundo sexo cuando yo tenía dieciocho años y mi amiga y entonces compañera de curso Charo Muguerza me prestó los dos volúmenes de la editorial argentina Siglo XX. El impacto del libro no sirvió luego para que  leyera la obra de la autora –he sido y soy un lector anárquico y despistado- hasta que en 2004 recibí un nuevo impacto, esta vez de signo contrario, cuando cayó en mis manos La ceremonia del adiós. A su publicación en Francia, este volumen levantó un sonoro alboroto entre los sartreanos y el eco del escándalo aún duerme entre sus páginas porque, en cierto sentido, La ceremonia del adiós es más interesante por lo que significa que por lo que cuenta. Y lo que cuenta son los últimos años de la vida de Jean-Paul Sartre,  convertido en un anciano decrépito, alcoholizado, en ocasiones delirante, aquejado de dolencias circulatorias y neurológicas, y atareado en las rutinas político-literarias que han quedado como la marca de estilo del último Sartre -firma de manifiestos, organización de debates, participación en manifestaciones y comparecencia ante tribunales-, a las que era traído y llevado por los grupúsculos ultraizquierdistas a los que halagó y por los que se dejó manejar con toda deliberación.

Simone de Beauvoir, siempre al lado de Sartre, da noticia de estos penosos vaivenes terminales sin rehuir los detalles; extrae la información de sus propios diarios y la ofrece con una prosa directa, en un tono notarial despojado de toda emoción, lo que sin duda fue una de las causas de la irritación que causó el libro. Los rasgos de la agonía física del filósofo (incontinencia urinaria, mareos, vómitos, pérdidas del habla, delirios y lapsos de memoria, somnolencia) causan espanto y piedad; otros rasgos, los que aluden a sus posiciones políticas, despiertan la vergüenza ajena. He aquí un viejo vitalista, hiperactivo y chocho, entregado a la causa del pueblo , yendo de un lado para otro cargado con la púrpura de su prestigio en busca de entuertos que deshacer y de malandrines a los que desenmascarar con el ensalmo de su pluma ya inane. Borges tal vez hubiera podido escribir que Sartre vivió los últimos años de su vida para cumplir el destino de Don Quijote.

Desde luego, Simone de Beauvoir carece del sentido de la ironía de Cervantes y de la penetrativa mirada del ciego Borges; así que el libro es serio de solemnidad y leal hasta la última línea con la moral pública que Sartre y ella misma practicaron durante toda su vida. Esta lealtad, más allá de toda lógica, se resume en la última página en la que, tras la muerte de Sartre y de su entierro de grand guignol, Beauvoir se interroga: “Hay una cuestión que en realidad no me he planteado y el lector quizás lo haga: ¿no debería haber prevenido a Sartre de la inminencia de su muerte? Cuando estaba en el hospital, debilitado, sólo pensé en disimular la gravedad de su estado. ¿Y antes? El siempre me había dicho que en caso de cáncer o de otra enfermedad incurable querría saberlo. Pero su estado era ambiguo. Estaba en peligro pero ¿resistiría aún diez años, tal como él lo deseaba, o se acabaría todo en uno o dos años? Todos lo ignorábamos”.

En estas líneas entrecomilladas (en las que las cursivas son de la autora) se contienen todos los rasgos que caracterizan el valor documental del libro. Sartre y Beauvoir compusieron una pareja inextricablemente unida por principios intelectuales y morales compartidos: “Una teoría pseudokantiana del amor necesario que descansaba sobre relaciones contingentes”, para decirlo en palabras de Oliver Todd (André Malraux, Una vida. Ed. Tusquets, 2002). Beauvoir y Sartre fueron dos egos gemelos y complementarios, embalsamados en su propia libertad, y cuya lealtad y, sin duda también, afecto recíproco no consiguen ocultar una cierta gélida impostura, que recorre todas las páginas de esta crónica. Sorprende la soberbia intelectual de Beauvoir en el trance de la muerte de su compañero -¿qué importa que  previniera o no a Sartre de la gravedad de su estado y por qué cree que esta cuestión inquieta al lector?-, unida a una asombrosa ceguera clínica, porque el mero seguimiento de las dolencias de Sartre, que ella misma relata, indican al más lego en medicina que la situación del viejo era muy preocupante. Diríase que a Beauvoir le inquieta menos la muerte de Sartre que la posibilidad de que ella no hubiera sido consecuente con su compromiso de decirle la verdad. Toda la vida sostenida sobre el compromiso y, en el momento definitivo, falla el andamiaje y tiene que buscar excusas, como un niño sorprendido en falta por su director espiritual: “Todos lo ignorábamos”.

La letra y el llanto

Esta interpretación, cínica por mi parte, del testimonio de Beauvoir se vio corregida años más tarde con la lectura de las memorias de Claude Lanzmann (La liebre de la Patagonia, Ed. Seix Barral, 2010) en las que ofrece dos interesantes apuntes sobre el carácter de la que fue durante un tiempo su compañera sentimental. En el testimonio de este cineasta (nadie debe ignorar su estremecedora Shoah), Beauvoir era fuertemente emotiva y la angustia existencial no era en su caso ni en el de Sartre un mero concepto filosófico sino una realidad experimentada, pero “mientras en Sartre se manifestaba mediante lo taciturno y lo inmóvil, en el Castor –ya que ambos compartían la angustia y esta tuvo un importante peso en su relación- se traducía en una explosión totalmente imprevisible. Sentada, de pie, acostada, en coche o caminando, en público o en privado, se echaba a llorar brusca y violentamente como si le dieran ataques, sacudida por espasmos de hipo y llantos desgarradores entrecortados con largos alaridos de intransmisible desesperación”. Al mismo tiempo, “la angustia se le manifestaba también de otra manera: estaba poseída por la creencia compulsiva de que el relato de los hechos, cualesquiera de un día entero, de una cena, de una semana, era siempre y en todo momento posible. Convenía, por tanto, decirlo todo, contarlo todo, inmediatamente, con una precipitación casi jadeante, como si callarse o hablar más tarde remitiese enseguida a la nada lo que no fuese referido en el acto. Se trataba en realidad de hacer un informe sucinto o casi militar de actividades, ya que su voluntad de saberlo todo o su temor a olvidar lo que quedaba por pasar revista impedían demorarse en tal o cual acontecimiento destacado”.

Es posible, pues, que en las observaciones de Lanzmann esté la clave para la correcta lectura de La memoria del adíós, y que este libro sea una elegía escrita por una persona que nunca consiguió conciliar sus íntimos impulsos emotivos y su prolífica prosa. Lo cierto, por lo que cuenta la misma Beauvoir, es que nadie hacía demasiado caso a la salud del filósofo. Unos, porque estaban más interesados en manipularle para sus fines políticos; otros y otras, porque le idolatraban y tal vez no querían contrariar sus ilusiones y manías (incluso le proveían de whisky y ginebra para que alimentara su alcoholismo), y la propia Beauvoir, acaso porque estaba demasiado ocupada en escribir las notas de diario que luego se convertirían en esta crónica. Página tras página, el lector asiste a una sucesión de apuntes concisos sobre viajes, reuniones, encuentros, estados de ánimo de Sartre y opiniones y gestos de las personas que rodean a la pareja, ofrecidos sin ningún comentario y sin que esta rutina se vea interrumpida por ninguna reflexión sobre su significado. De nuevo estamos ante un principio muy sartreano: la acción pura como expresión genuina de la libertad. Curiosamente, esta ausencia de sentido crítico de Beauvoir respecto a las actividades terminales de su compañero, a menudo patéticas y ridículas, se asemeja a la devota actitud de las esposas convencionales junto a sus maridos. Lo único que no hacen estas últimas es convertir su consabido rol en literatura.

 

Aventuro que el motivo principal del escándalo que acompañó a la  aparición del libro pudo deberse a la impresión, que se infiere de la lectura, de que Beauvoir despoja a Sartre de su subjetividad en los últimos días de la vida de éste. El filósofo que quiso dominar el universo con la fuerza de sus palabras se ve reducido a la condición de objeto mudo. Es como si hubiera muerto antes de exhalar el último suspiro y este Sartre final, deteriorado e impotente, no fuera sino el personaje urdido por su compañera para ajustar cuentas con una larga vida compartida. Aunque también podría creerse que estamos ante una característica manifestación de impudicia sartreana, en la que la perentoria búsqueda de autenticidad es inseparable de un cierto exhibicionismo (es lo que sugiere Lanzmann sin llamarlo así). Esta interpretación sería más plausible si el libro de Beauvoir versara sobre sí misma, pero lo cierto es que narra la existencia del otro, arrebatándosela, como tantas veces denunció Sartre que hacen los imperialistas con los pueblos colonizados y condenó la propia Beauvoir en el comportamiento de los hombres respecto a las mujeres.

El último capítulo del libro de Hazle Rowley (Sartre y Beauvoir, La historia de una pareja, Ed..Lumen, 2006)  está dedicado a La ceremonia del adiós y examina el periodo contado en este volumen de memorias de Beauvoir. Rowley también destaca los episodios que me llamaron la atención y alude, si bien indirectamente, al tono neutro y frío de la prosa de Beauvoir, que a mi juicio es lo más llamativo de su testimonio. Pero describe a la compañera de Sartre propensa a los accesos de emotividad, llanto incluido -como cuenta Lanzmann-, y, en este concreto último periodo, como una mujer preocupada e incluso angustiada por la salud de su compañero de toda la vida y consternada cuando se produjo su muerte. Sin embargo, Rowley no oculta el carácter contradictorio de La ceremonia del adiós y del efecto que tuvo su publicación: “Para escribir este libro”-anota Rowley-, “Beauvoir tuvo que luchar contra un torbellino de emociones y dolor. El libro, basado en sus diarios de los últimos diez años, representa un prolongado adiós al hombre que había amado. No recurrió al sentimentalismo. Describió el deterioro físico de Sartre con su habitual preocupación por contar la verdad, por brutal que fuera. Muchos lectores, entre ellos Arlette Elkaïm, Michelle Vian y Lena Zonina [es decir, las mujeres del entorno de Sartre] consideraron el libro de mal gusto. A otros les conmovió el amor, la angustia y la tristeza que se filtraba a través de su superficie narrativa, y Beauvoir se esforzó por no mencionar su sentimiento de traición”.

La verdad de la despedida

Como ocurre en todas las familias, el duelo por Sartre estuvo acompañado de la consabida explosión de emociones en la que aflora todo el resentimiento acumulado entre los deudos. En este caso así fue por parte de Arlette Elkaïm, la hija adoptiva y heredera de los derechos de la obras  de Sartre, que llevó a cabo una alianza oportunista con Pierre Victor, el último discípulo de Sartre, contra los intereses de Beauvoir. Elkaïm publicó una carta en Libération en la que se dirige a Beauvoir con las siguientes palabras: “Antes de su muerte, Sartre estaba bastante vivo: apenas veía, su organismo se deterioraba, pero podía oír y entender, y usted le trataba como un hombre muerto que, de forma bastante inapropiada, hacía apariciones públicas; esta comparación no es mía, sino de él”.

El papel de Elkaïm en el grupo de Sartre no es muy lucido, según se desprende del perfil que traza Rowley, que, a la luz de otros testimonios del entorno, la presenta como un pequeño parásito, pasivo y celoso, y, en este sentido, su testimonio sobre el Sartre terminal es complementario del de Beauvoir. Ésta conservó hacia Sartre la misma actitud que había caracterizado su relación de toda la vida, definida por la lealtad intelectual, la complicidad existencial y el igualitarismo moral, pero en las circunstancias agónicas del filósofo esta actitud se presenta como una pose egregia y  arrogante. El resto de las mujeres del grupo, completamente dependientes de la pareja (y en especial de Sartre) en todos los sentidos, y por sí mismas anodinas, al menos a la luz que desprendían los dos genios con los que convivían, debían pagar su pertenencia al grupo con un fuerte peaje de frustración y resentimiento.

Rowley ofrece también un testimonio que refuerza la incomodidad que provocan las prosas memorialísticas de Beauvoir por lo que tienen de descarnadas.  Es el testimonio del escritor norteamericano Nelson Algreen, que vivió un dilatado y tortuoso idilio con Beauvoir. Ésta le dedicó su novela Los mandarines, pero Algreen quedó escandalizado y resentido para siempre cuando pudo leer los episodios de su relación con Beauvoir en esta novela y en libros de viajes y tomos de memorias. En respuesta a preguntas de un periodista sobre esta cuestión, Algreen emplea una comparación crudísima y afirma que él ha visitado burdeles en todo el mundo y en todas partes la mujer cierra la puerta de la habitación cuando se queda a solas con el hombre, mientras que Beauvoir abrió las puertas de su alcoba a millones de lectores para que husmearan en sus relaciones con él.

El testimonio de Algreen delata su triste machismo pero ayuda al lector a comprender que en Beauvoir era más fuerte su pulsión como escritora y la voluntad de contar un relato libre y veraz  que las lealtades inherentes a las relaciones con los otros, que deben estar urdidas de silencios y elipsis. Sin embargo, el resultado inmediato de esta irreprimible vocación documental y de “su habitual preocupación por contar la verdad, por brutal que fuera” es que los otros quedan despojados de su subjetividad, y de las estrategias que ésta despliega, y convertidos en proyecciones del deseo o de la voluntad de la escritora. Una confesión sistemática y continua llega a perder significación literaria, aunque conserve un valor antropológico e histórico, y tiene un efecto paradójico, y es que termina contaminada por la inautenticidad. Sartre mentía sistemáticamente a las mujeres de su entorno para mantener viva la complicada trama de relaciones libres que mantuvo con todas y cada una de ellas. ¿Estas mentiras incluían al Castor? “Sobretodo al Castor”, respondió Sartre en cierta ocasión a esta pregunta (Castor era el nombre familiar de Beauvoir por similitud fonética con la palabra inglesa beaver). A sentido contrario, pues, ante las prosas de Beauvoir el lector conserva la sospecha de si la transparencia no es sino un disfraz más y si tanto despojamiento no es sino un ajuste de cuentas con el otro.

Los mandarines

            Los mandarines significó para Beauvoir el premio Goncourt en 1954 y es, probablemente, su mejor novela, en la que, no obstante y como hemos apuntado en el párrafo anterior, la carga testimonial e histórica es superior a la literaria. En las primeras cien páginas de la novela, donde los personajes charlan entre sí incansablemente en los primeros días de la post guerra, se alude en varias ocasiones a las personas muertas o desaparecidas a manos de los alemanes. Las víctimas constituyen una apelación a la conciencia de los supervivientes, pero el modo como Beauvoir relata este sentimiento recuerda poderosamente las alusiones a la pérdida de Sartre en La ceremonia del adiós. La muerte de los amigos se evoca de una manera vívida, y repetidamente, lo que indica que el duelo gravita sobre los vivos, pero cada alusión se sigue de una observación sobre la “inutilidad de la nostalgia” por los caídos o la “falta de responsabilidad” por esos sucesos desgraciados e inevitables. En algún momento se llega a decir, como una justificación de esta falta de empatía, que, al fin, “todos moriremos”. Las palabras destilan una desapacible frialdad que podría interpretarse como la turbia satisfacción que el narrador siente de estar vivo y de que sean otros los que han muerto, habida cuenta la necesidad de la muerte.

Por lo que cuenta Rowley, y se desprende también del reparto de papeles que Beauvoir hace entre los personajes de esta novela, la propia Beauvoir sentía pánico a la muerte mientras que en Sartre esta actitud estaba más racionalizada y envuelta en una retórica más robusta y anestesiante. Si fuera así, es el pánico a la muerte, como amenaza omnipresente e individual, el que le impide hacer ninguna concesión a los sentimientos de duelo, quizás para no contaminar la propia existencia de una realidad imperiosamente rechazada. En la novela, esta actitud, que podríamos calificar de “existencialista”, encuentra una justificación histórica. Durante la guerra, la muerte era frecuente y aleatoria, y se cernía, al contrario de lo que es habitual, sobre los jóvenes, de modo que los supervivientes, también jóvenes, necesitaron  armar la conciencia para justificar su supervivencia en medio de este azar aciago. La vida adquiría un carácter contingente y por eso indeciblemente valioso, y no estaba permitido volver la mirada atrás y demorarse en sentimientos que no servían sino para aumentar el peligro de perderla o, en el mejor de los casos, de desaprovechar sus dones. Los rumiantes emprenden una estampida apenas atisban que el depredador ha iniciado la galopada hacia ellos, y sólo se detienen para recuperar el resuello cuando el depredador ha conseguido su presa. Es en ese momento cuando escribe Beauvoir.

Esta actitud existencialista hacia la muerte se ha generalizado en nuestra sociedad, despojada ya de su inicial referente histórico. El fin de la II Guerra Mundial no trajo la paz (como también argumentan los personajes de Los mandarines) sino una prolongada guerra fría en la que, sobre la atribulada memoria de barbarie y culpabilidad que dejó la contienda, se instauró un equilibrio inestable presidido por la amenaza de la bomba atómica que convertía la vida en un bien efímero y despojado de lazos con cualquier proyecto ontológico. En este clima moral vivieron dos o tres generaciones de europeos, pero el clima no se disipó a la caída del muro de Berlín. Al contrario, la destrucción masiva se ha convertido en la metáfora dominante que guía la política internacional de los países occidentales y singularmente de Estados Unidos. La vida, zarandeada de añadidura por las incertidumbres de la globalización, permanece como un don contingente y amenazado. Los personajes de Los mandarines, que surgen de las restricciones de la guerra, experimentan un anhelo de vida, expresada en términos físicos -buena comida, amor carnal, consumo, fiestas sociales, viajes a lugares pacíficos y soleados- a la vez que se resisten a los sentimientos de duelo y de culpa que les llegan de su memoria reciente. Este hedonismo existencial se ha convertido en el rasgo dominante de la conciencia europea y sus efectos llegan, por ejemplo, hasta el turismo de masas, y, en el otro polo de la experiencia, su influencia se advierte en la devaluación del duelo y sus manifestaciones tradicionales en nuestra relación con los difuntos. Cuando alguien cercano muere, no nos vestimos de negro, ni nos encerramos en casa, ni dejamos escapar demasiadas lágrimas, sino que apretamos los dientes y seguimos las rutinas que nos permiten reconocernos como vivos, como los ñúes de la sabana dan la espalda al congénere que desaparece bajo las fauces de los leones. Y los más aventajados escriben un libro: La ceremonia del adiós.