Si tuviera que elegir entre traicionar a mi país o traicionar a mi amigo, espero que tuviera las agallas de traicionar a mi país. (E. M. Forster)

El reciente pase, en un canal temático, de la elegante versión cinematográfica de Pasaje a la India, realizada por David Lean (la última película de su filmografía, de 1984) me ha llevado a desempolvar un comentario de la novela de E. M. Forster, (Ed. Alianza, 1998) en la que se basa la película. El lector se encuentra con una obra maestra absoluta que, en relación con la película, se despega de la anécdota para ofrecer un penetrativo análisis de una situación histórica y política de vastísimas proporciones –los últimos años de la colonización británica en la India- a través de los encuentros y sentimientos de un reducido número de personajes minuciosamente caracterizados. La novela puede leerse como un dilatado examen de la invencible dificultad del llamado diálogo de civilizaciones y de la hipocresía que a menudo anida en quienes lo proclaman.

La historia

Dos mujeres, una mayor –Mrs. Moore– y otra joven –Miss Quested– viajan a la India para visitar al hijo de la primera, que es magistrado municipal en la localidad de Chandrapore y decidir si la joven Adela Quested se casará finalmente con él. Ambas se encuentran con una desapacible sorpresa en la comunidad británica, formada por los funcionarios coloniales que no tienen ningún contacto con la sociedad india, más allá de las relaciones oficiales y administrativas. De una manera impremeditada y llevadas por su buena voluntad de “conocer la India”, las dos mujeres se saltan las normas de la segregación y se dejan agasajar por el doctor Aziz, un joven médico indio, deseoso de agradar a los ingleses y de dar a conocer su país, el cual las invita a una excursión a unas cercanas cuevas de Marabar, de fama local. La respetabilidad de la excursión interracial está avalada por Cyril Fielding, el director del centro de  educación secundaria, personaje carismático, de criterio independiente y razonablemente falto de prejuicios, que es apreciado por el sector de los indios ilustrados del que forma parte Aziz. Sin embargo, un percance trivial de última hora impedirá que Fielding llegue a tomar el tren y pueda sumarse a la excursión y, como si éste incidente fuera un mal augurio, la jornada campestre deriva en desastre.

Lo que ocurre es que Aziz y Adela Quested se dirigen con la sola compañía de un guía indígena a una de las cuevas más altas de la inhóspita comarca de Marabar, dejando en un valle cercano a la vieja señora Moore con el resto de la comitiva de sirvientes y aldeanos que se han sumado para ver a las exóticas inglesas, y, durante el ascenso, se produce uno de los reiterados malentendidos de conversación entre los dos jóvenes. Una pregunta de Adela a Aziz sobre si éste, que es viudo, tiene más de una mujer,  irrita profundamente al médico que, para no mostrar su contrariedad por la pregunta, se aleja unos metros de la joven dejándola sola. Ésta aprovecha para introducirse en una de las cuevas donde es víctima de una crisis que la hace salir despavorida y emprender la huida barranco abajo hasta que llega a la carretera por donde suben en un vehículo Fielding, que por fin se ha incorporado a la excursión, y otra inglesa, Miss Derek, que ha aceptado acompañarle y conduce el automóvil. Cuando Aziz vuelve sobre sus pasos para reunirse con  la señorita Quested y no la encuentra, se muestra sorprendido, la busca sin saber muy bien dónde,  porque hay varias cuevas y el guía no sabe darle razón de en cuál de ellas ha entrado la inglesa, pero luego se tranquiliza al comprender que la chica ha bajado por su propio pie al campamento. Cuando llega abajo, se encuentra con Fielding y ambos con la sorpresa de que las señoritas Derek y Quested han decidido volver en el coche a Chandrapore sin más explicaciones. Tras estos sorprendentes acontecimientos, Fielding, Aziz y la señora Moore reemprenden en viaje de vuelta a la ciudad, primero en elefante y luego en tren, como habían venido. Cuando llegan a la estación de Chandrapore, la policía detiene a Aziz, al que Adela Quested ha denunciado por  intento de abusos en la cueva.

Política

El incidente provoca un terremoto político en la provincia. La hostilidad latente entre la sociedad india y los administradores británicos está al borde de la explosión. Los ingleses cierran filas convencidos de la culpabilidad de Aziz, excepto Fielding, que se mantiene fiel a su convicción de que es inocente, y los amigos del acusado se aprestan a su defensa judicial dispuestos a dar al caso un cariz político. El juicio se celebra pero, aparte del despliegue de prejuicios raciales contra el presunto culpable que realiza el jefe de la policía británica, que oficia de fiscal en la vista, la acusación carece de otras pruebas que no sean la declaración de la presunta víctima, toda vez que la joven inglesa y el médico indio estaban solos en el lugar donde ocurrieron los hechos si exceptuamos al guía, que había desaparecido. Cuando le llega el turno de testificar a Adela Quested, ocurre algo inesperado: la presunta víctima se retracta de la acusación y reconoce que los hechos pudieron no ocurrir como ella había declarado en primera instancia, así que el tribunal -presidido por un atribulado juez indio, ya que por razones de interés no podía presidirlo el magistrado titular, Ronny Healsop, hijo de la señora Moore y prometido de la denunciante- declara inocente a Aziz. Los indios celebran con júbilo y estruendo callejero su triunfo judicial sobre el aparato colonial y los ingleses implicados –Moore, Quested, Fielding, Heaslop– terminan volviendo, uno tras otro, a Inglaterra, donde siguen sus vidas.

Sexo

En el relato cinematográfico de David Lean, la historia gravita sobre los personajes de las dos mujeres y, para explicar lo acontecido en las cuevas de  Marabar, ofrece al espectador una explicación relacionada con la histeria sexual de Adela Quested. La joven, insegura y racionalista, ha ido a la India cargada de preguntas y en busca de conocimiento, no sólo en relación con sus sentimientos hacia el magistrado al que está prometida y sobre cuyo amor está lejos de estar segura, sino respecto a su vida misma, lo que excita en ella una especie de curiosidad abstracta por “conocer la India”.  Para reforzar la obviedad del carácter sexual de la inquietud de Adela, la película presenta una escena que no aparece en la novela: la joven pasea en bicicleta por un descampado cuando encuentra entre la vegetación las ruinas de un templo hindú con las características estatuas eróticas, sobre cuyas cornisas pululan decenas de monos sorprendidos y aulladores. Lean ofrece una sucesión de planos breves de las estatuas del templo enroscadas en posturas amorosas y de los monos chillando y saltando alrededor, que alterna con otros planos de la joven, excitada e intimidada por el descubrimiento, con un montaje cinematográfico ciertamente arcaico pero muy plástico y eficaz, característico del director inglés, que lo aprendió del cine mudo. Más adelante, en la escena de las cuevas de Marabar, la película introduce otra variante respecto a la novela, circunstancial pero muy significativa. En la película, lo que perturba a Aziz y le obliga a alejarse dejando sola a Adela Quested no es la impertinente pregunta de la inglesa sobre su estado matrimonial sino el contacto físico que se produce cuando la toma de la mano para ayudarla en la ascensión.  Este contacto físico también  perturbará a la muchacha y, mientras permanece en el interior de la cueva y oye las voces de Aziz que la llama desde el exterior, el espectador es inducido a interpretar que Adela Quested es presa del deseo sexual que finalmente eclosiona en forma de pánico histérico, que la hace huir alocadamente y hacer después la denuncia que provocará la desgracia de Aziz.

Esta interpretación del incidente de las cuevas como una fantasía dictada por el deseo sexual sólo se insinúa en la novela por una reflexión marginal de la señora Moore, que también cree en la inocencia de Aziz, y por los comentarios reiterados de los personajes indios, amigos del médico acusado, que están convencidos que Adela Quested deseaba a su amigo y así llegan a argumentarlo ante el tribunal. Pero Forster no hace suya esta explicación ni insiste en ella, ni en ninguna otra, por lo demás. En cuanto a los personajes ingleses, sería impropio que lo comentaran. Diríase que Forster no está interesado por las motivaciones personales y psicológicas de los personajes sino en el papel que juegan en un conflicto cultural, que es, en términos generales, un conflicto político que enfrenta a colonizadores y colonizados. Así que las razones que impulsaron a Adela Quested a actuar como lo hizo en las cuevas de Marabar permanecen en la sombra. La muchacha admite ante el juez que seguramente no fue agredida por Aziz y eso le produce un gran alivio, ya que así se libera del sentimiento de culpa que la asedia en forma de eco de las cuevas que no ha dejado de oír en su cabeza desde aquel fatídico día. Pero Adela Quested no llega a reconocer que con toda probabilidad no hubo agresión de ninguna clase y, cuando el profesor  Fielding insiste sobre la cuestión, sus titubeantes explicaciones no renuncian a la posibilidad de que el agresor hubiera sido el desaparecido guía.

Culpa

He aquí un signo de superioridad de la novela sobre la película. David Lean se ve obligado a ganarse la confianza del espectador mediante una explicación plausible, y consoladora, de un suceso aberrante; Forster prefiere conservar la entereza de su personaje evitando despojarle del misterio que le confiere entidad. Adela Quested es una muchacha poco querida, desorientada e insegura, que intenta desesperadamente que sus brumosos anhelos encuentren respuesta en una realidad ignota y a menudo brutal. Su reacción ante el envite que recibe en unas circunstancias de soledad, agobio y pesadumbre como las que terminan por rodearla en la excursión a las cuevas constituye un grave error de consecuencias catastróficas, pero, después, en las peores condiciones posibles, en el estrado de un tribunal en el que ella era la víctima y cuando toda la comunidad de sus compatriotas la presionaba para que se manifestara como tal, reconoce su error para reparar la injusticia que ha provocado. Forster parece entender, con razón, que, ante esta poderosa metáfora de la culpa, el sacrificio y la redención que personifica Adela Quested, las explicaciones psicológicas de las acciones de los personajes resultan irrelevantes.

Incomunicación

Después del juicio, la novela se dilata en el relato de las relaciones entre Fielding y Aziz que personifican el imposible diálogo de civilizaciones, como diríamos hoy con una generalización al uso, entre las culturas anglosajona e india. Esta imposibilidad es tanto más dolorosa cuanto que los protagonistas del acercamiento parecen, por sus aptitudes sociales y psicológicas, predispuestos al entendimiento, y así ocurre, en efecto, al principio, hasta que el lector es llevado a la convicción de que se trata de un equívoco porque lo que está en juego no es una relación individual que dependa de la predisposición personal de unos individuos sino un conflicto político engendrado por la radical injusticia histórica del colonialismo. Cyril Fielding es un humanista que vive en el límite de las convenciones de la sociedad británica a la que pertenece: independiente, sin familia, liberal, ateo, carente de sentimientos patrioteros, convencido de la bondad de la educación, llanamente  democrático y despojado de prejuicios hacia los indios, con los que mantiene una relación directa y sin etiquetas. Un personaje, en fin, muy atractivo, arquetipo del mejor concepto que los liberales ingleses tienen de sí mismos y de la temprana modernidad del Grupo Bloomsbury al que pertenece E.M. Forster. El doctor Aziz, a su vez, es un personaje típico de la clase media de un país en desarrollo: ilustrado, profesional cualificado, musulmán de creencias templadas, ligeramente snob,  y bien dispuesto a la cortesía y al diálogo con los ingleses cuya humanidad aspira a descubrir y compartir a pesar de los rigores de la etiqueta que impone la dominación colonial.

Agravio

La denuncia de Quested y el juicio posterior destruyen sin remedio esta relación incipiente entre ambos. Fielding, aunque mantiene en público la defensa de su amigo indio, no puede dejar de sentir cierta compasión por la muchacha, y pide a Aziz que renuncie a la indemnización que su abogado había reclamado a la joven por daños y perjuicios. Aziz, deudor de su propio carácter dubitativo y bondadoso, acepta hacerlo, no sin un conflicto interior que le lleva a preguntarse si en esta petición de su amigo no anida una (otra más) expresión de la actitud colonial que segregan los ingleses en todo su comportamiento. Aziz interpreta la petición de Fielding en clave política. Ha comprendido que los códigos de conducta de los británicos no sólo son insensibles a cualquier intento de confraternización y comprensión por parte de los indios, sino que están destinados siempre a confirmar su estatuto de superioridad colonial. Adela Quested puede reconocer su culpa pero el indio al que ha agraviado no puede reclamarle que satisfaga una compensación por la ofensa recibida. La magnanimidad que Fielding pide a Aziz no es sino una prolongación del agravio. Así lo cuenta Forster: “Para Aziz las pruebas carecían de importancia. La sucesión de sus emociones determinaba sus creencias, y en este caso condujo a la trágica frialdad entre él y su amigo inglés” (Pag. 340) A su vez, Fielding descubre que no está tan ligero de equipaje como creía para disponer de su comportamiento,  y que el peso de la sociedad y sus normas, escritas o no, resulta a la postre determinante: “Viajar ligero de equipaje no resultaba tan fácil cuando entran en juego los afectos” (Pag. 351) y Fielding descubre que es inglés, y que no podrá ser otra cosa.

Eco

La imposibilidad de liberarse de la envolvente presión que impide a los humanos mostrarse en su desnudez moral y alcanzar de ese modo la plenitud, encuentra en Forster la metáfora del eco. El eco de las cuevas de Marabar es lo que queda en la cabeza de Adela Quested del abrumador  cúmulo de experiencias a la que le ha sometido el viaje a la India y sólo consigue liberarse de él cuando dice la verdad ante el tribunal, aunque esta confesión sea una manera de anularse socialmente. La joven pierde toda relevancia en el teatro de la colonia apenas confiesa la falsedad de su denuncia y sólo puede desaparecer del escenario volviendo a Inglaterra para convertirse en una evocación declinante en el recuerdo de los demás personajes. Cuando Fielding se reintegra al club británico del que se había dado de baja durante el juicio de Aziz como protesta y es objeto de una protocolaria y más bien hipócrita bienvenida, vuelve su propio eco: “En el siglo dieciocho, cuando reinaba la crueldad y la injusticia, un poder invisible reparaba los destrozos. Ahora todo encuentra eco, y no hay forma de detener el eco. Quizás el sonido original sea inofensivo, pero el eco siempre está lleno de maldad” (Pag. 345). Todos los personajes de este conflicto deben emprender una diáspora para reencontrar la paz; también Aziz se muda a una región de la India septentrional que no está bajo el mandato británico. Lo que cuenta Forster en Pasaje a la India es una deflagración política y moral de apariencia anecdótica porque alcanza a unos pocos individuos pero cuyo eco se extiende por todo el tejido social hasta convertirse en el síntoma de la profunda corrupción política del régimen imperialista británico.

Equívoco

En el centro de esta historia hay unas cuevas cuya importancia simbólica para articular la economía narrativa de la novela resulta indudable. Las cuevas de Marabar constituyen un misterio: nadie sabe en qué reside su atractivo, que sin embargo resulta determinante tanto en las inglesas que desean conocer la India como en el indio que desea mostrársela.  Diríase que las inglesas  buscan un lugar en el que puedan satisfacer su sed de conocimiento del país que han colonizado y los indios esperan afirmar en ese mismo lugar su propio valor y sus señas de identidad. Así, este paraje feo, desértico y dominado por una oquedad neutra y en sí misma insignificante se convierte en el escenario del conflicto colonial: el teatro del gran equívoco, donde todos los buenos propósitos resultan tergiversados y todos los mensajes, malentendidos. Sólo los dos personajes más viejos de la novela se muestran reticentes al entusiasmo que la visita a las cuevas provoca en los demás. Mrs. Moore se embarca en la expedición a la que le ha llevado el voluntarismo de Aziz y el entusiasmo de Adela, pero, apenas visita la primera cueva, se siente agobiada por la inane experiencia y decide esperar a los jóvenes mientras emprenden la visita a las otras cuevas; luego, comprenderá de inmediato lo que ha ocurrido entre el médico y la muchacha y, sin más explicaciones, decidirá marginarse de la agitación que provoca la ulterior acusación y juicio –la insana atmósfera que parece emanar de las cuevas de Marabar-  para volver a Inglaterra. El otro personaje que niega la importancia de las cuevas y urde un pretexto para evadirse del compromiso de asistir a la excursión es el doctor Godbole, un brahmán que frecuenta la compañía de Fielding en razón de su común profesión docente. Mrs. Moore es propiamente un carácter inglés: pragmática, animosa, resolutiva  y dotada de sentido crítico ante los datos que le depara la experiencia. Godbole es también propiamente un arquetipo indio, aristocrático, quietista y un punto pintoresco según el juicio occidental. Ambos viejos representan lo más íntimo y venerable de cada una de las dos culturas enfrentadas, respetuosas entre sí a condición de no tener nada que ver una con la otra. Ambos se alejan también del escenario del conflicto cuando éste está en el punto de ebullición: la anciana inglesa, para volver a su país a donde no llegará porque morirá durante la travesía; el brahmán, para ocupar un cargo como ministro de educación en otro remoto estado indio.

Separación

Tiempo después, en el último capítulo de la novela, Fielding vuelve a la India acompañado de su esposa, Stella, hija de Mrs. Moore, y visita a Aziz. Es un reencuentro agridulce en el que los dos antiguos amigos saben que será la última vez que se vean. Aziz consigue perdonar a Miss Quested pero este aspecto personal del conflicto hace tiempo que ha dejado de ser relevante. “Todos los estúpidos malentendidos habían sido aclarados, pero socialmente Aziz y él [Fielding] carecían de un sitio donde reunirse. El antiguo director del Instituto de Chandrapore había unido su suerte a la de la India inglesa al casarse con una de sus compatriotas, y estaba adquiriendo algunas de sus limitaciones; incluso empezaba a sorprenderse de su pasado heroísmo. ¿Volvería ahora a desafiar a toda su gente por el bien de un indio maltratado? Aziz era un recordatorio, un trofeo; cada uno estaba orgulloso del otro, y sin embargo, tenían que separarse inevitablemente”. (Pag. 403). No tienen mucho que decirse: intentan una conversación sobre el dios Krishna, cuya festividad se celebra entonces en el lugar, pero ninguno sabe, ni tampoco le interesa, nada sobre el hinduismo, así que hablan de política: “Durante todo el camino de vuelta a Mau discutieron sobre política. Los dos se habían endurecido desde Chandrapore y una buena pelea les resultó muy agradable. Confiaban el uno en el otro aunque iban a separarse, quizá porque iban a separarse”.