Veo en una fotografía de prensa a Arnaldo Otegi, el líder del patriotismo de mi pueblo, que aboga por “la ruptura con España” -lo que quiera que signifique eso ahora en sus palabras-, rodeado de la comitiva de los joaldunak, literalmente, en vascuence, los del cencerro. Esta comparsa es más conocida entre los aficionados al folclore como Zanpantzar (de Saint Pansart, una fiesta vascofrancesa de carnaval dedicada a honrar los placeres de la panza antes de la cuaresma) y, en la península, es propia de las localidades navarras de Ituren y Zubieta (la distinción de los atavíos entre los dos pueblos está en las dimensiones de la pelliza de los danzantes), que desfilaba de un pueblo a otro en los días previos a la primavera. La interpretación común y cansina de este ritual, recuperado, como todos los de su estilo, hace menos de cien años, en pleno neorromanticismo burgués, decía que los danzantes desfilaban por el bosque para ahuyentar a las brujas, lo que parece congruente con el mundo mágico del patriotismo ruralista.

Los joaldunak constituían un raro y atractivo espectáculo, al que muy pocos forasteros tenían acceso cuando desfilaban entre los robledales de sus lugares de origen y doy fe del hechizo que emanaba del ritmo elemental de los grandes cencerros ceñidos a los riñones de los danzantes y acompañados de la oscilación de los hisopos de crin que llevan en la mano y de las cintas y plumas que coronan el cucurucho que les sirve de sombrero. Hace quizás algo más de un cuarto de siglo, quien esto escribe trabajaba para un departamento de turismo del gobierno regional y recuerdo haber oído de sus responsables la reticencia de las comparsas a aparecer en la publicidad de la provincia para evitar que los turistas anegaran su festejo privado. No contaban, probablemente, con el carácter viral que cualquier novedad encuentra en la sociedad iphone y en este tiempo los del cencerro han proliferado en todos los pueblos y ciudades del País Vasco y se han convertido en el logotipo de la izquierda abertzale, de modo que el delicado y recóndito ritmo rural de los cencerros de primavera ha mutado en un insufrible tolón tolón urbano en todas las estaciones del año.

¿Alguien se imagina un futuro representado por un mocetón fajado a unas descomunales esquilas y cubierto de pieles de oveja lacha que va dando saltitos rítmicos por las instituciones multinacionales, universidades, bolsas y mercados de valores, laboratorios de alta tecnología, aeropuertos internacionales, fábricas textiles en Pakistán y centros comerciales donde los empleados se empobrecen trabajando? Pues, aunque parezca increíble, en mi pueblo hay muchos miles de paisanos que sí creen imaginar un futuro así, incluido el alcalde de mi ciudad, y allí estaban todos, los portadores del cencerro de bronce y los urbanitas de clase media que llevan acarreando el cencerro virtual desde hace décadas, con la boca abierta esperando el mensaje de Moisés al borde del mar Rojo.