La empresa que aprovisionó al par de pícaros, don Luceño y don Medina, de material sanitario chungo para el ayuntamiento de Madrid está, o estaba, presuntamente, radicada en Malasia y tiene el prometedor y apropiado nombre de Leno, que en latín significa rufián, proxeneta, macarra, alcahuete, cafisho o chuloputas, que de estas y otras maneras se designa este oficio en nuestro florido idioma romance. Debo la información al amigo Quirón, acreditado filólogo y traductor, que lee las noticias de actualidad en latín, lo que le permite extraer significados ignotos para los que las leemos en lengua vernácula.

Seguramente, ni el titular de la empresa malaya, si existe, ni los dos pícaros saben latín, al menos en sentido literal, aunque sí, y sobradamente, en sentido figurado. Ese sabe latín fue un término  admirativo que se usaba en nuestra remota infancia para ponderar al tío listo, pero que nunca se aplicó ni sirvió de nada a los latinistas de verdad, como Quirón. Hay un latín académico y un latín de germanía, del mismo modo que hay un lenocinio de personas y un lenocinio de mascarillas. Y ahí estaban el marqués de Villalba y su socio, dispuestos a hacer un favor a la humanidad doliente y necesitada por una modesta comisión. Que la mercancía proceda del lejano extremo oriente añade verosimilitud al lenocinio: acto de alcahuetear y oficio de alcahuete, según el diccionario rae.

Madrid se ha convertido en un parque temático de la corrupción. Toda la administración del pepé en esa comunidad es una interminable charca de ranas, por decirlo en el castizo idiolecto de la fundadora del parque, doña Aguirre, y no hay ocasión, ya sea fasta, como una burbuja inmobiliaria, o nefasta, como una pandemia con millones de afectados y decenas de miles de fallecidos, de la que no se pueda sacar un pico, si estás alerta en el lugar adecuado, como las ranas posadas en el fango que esperan el paso de la libélula o la mosca, seres casi invisibles pero auténticos festines para los anuros. Cuesta entender cómo gente de apariencia decente, si bien estúpida, como el alcalde don Almeida, no se mueren de vergüenza. Quizá por eso, porque son estúpidos, o se lo hacen, lo que con suerte es un atenuante ante el tribunal.

Un dato relevante del pútrido ecosistema madrileño se advierte en la facilidad con que la atmósfera mefítica reinante afecta a los funcionarios de primer nivel, precisamente los llamados a evitar la contaminación de los procedimientos y garantizar la pureza del aire. Ya ocurrió, notoriamente, en el caso de doña Cifuentes, principal beneficiaria de un escandaloso fraude académico por el que resultó absuelta mientras las muñidoras del procedimiento, una asesora de la doña y una profe de la universidad donde se perpetró el fraude, resultaron condenadas. Si se repite el precedente, don Almeida saldrá de rositas pero pobre la que le espera a la abnegada doña Elena Collado, que, en su presunta inocencia, gestionó la estafa. En cuanto a los pícaros, están mareando al juez instructor y ya han hecho desaparecer la pasta de la suculenta mordida. Estado del partido en este primer tiempo: Pícaros, 1; Justicia, 0.