El espectador no deja de sorprenderse cada vez que encuentra el calificativo progresista aplicado a alguien o a algo, tanto más si es el gobierno de don Sánchez, no porque no lo sea, de acuerdo con ciertas convenciones pasadas de moda, esa no es la cuestión, sino porque se pregunta si ese calificativo significa algo. Progresista fue un término profusamente utilizado por la generación del espectador frente a reaccionario e identificaba una posición política que creía en el carácter lineal de la historia y su progreso hacia la aurora de la humanidad. La pujante revolución conservadora, que ahora cumple cuarenta años, si aceptamos como punto de partida el ascenso de la señora Thatcher al cargo de primer ministro, jibarizó el término progresista hasta reducirlo al tamaño de mero progre, a la vez que ensanchaba su campo semántico hasta diluir por completo su significado. Por ejemplo, don Felipe González ¿fue progresista?, ¿él mismo se reconocería como tal?
La revolución conservadora -que ya es institucional, como el pri mexicano- ha terminado por dar un cariz especial al calificativo. Progresista es el que se salva, el que sobrevive a una crisis tras otra, el que conserva o acrecienta su patrimonio mientras los demás a su alrededor se hunden. El progreso ha dejado de ser una entelequia para convertirse en un hecho, así que en un mundo dominado por los progresistas los que se declaran como tales parecen más una orden mendicante que la vanguardia de la humanidad. Progreso es un término propio del tiempo de la promesa, de cuando la travesía del desierto, pero ya estamos en la tierra prometida y tonto el último. Los podemitas, nuestra extrema izquierda, los progresistas por antonomasia, dedican su ímprobo esfuerzo al cuidado de los desempleados, los dependientes, los viejos, como monjes hospitalarios de la edad media, cuando se creía más en el fin del mundo que en el progreso de la humanidad.
La divagación de los párrafos anteriores viene inspirada por una noticia así titulada: Casado: «En el sector del campo no hay esclavitud y no se pueden admitir las acusaciones falsas del Gobierno». Échenle un vistazo porque vale la pena. El periodista empieza su crónica: El presidente del partido popular, Pablo Casado, ha acusado este martes al gobierno progresista, etcétera. Veamos. El fin de la historia, decretado en los años ochenta, significa vivir en un presente continuo gobernado por los hechos. Don Casado niega que haya esclavitud en las explotaciones de agricultura intensiva de la misma manera que siglo y pico antes hubiera negado que fueran esclavos los trabajadores de las plantaciones de algodón y de caña. Lo cierto es que don Casado se ha dirigido a ese mundo para arrancar unos votos a sus competidores voxianos, a los que votan los propietarios agrícolas porque es el partido que mejor defiende sus intereses al propugnar un estado de ilegalidad permanente de los inmigrantes que forman la mano de obra agrícola, obligados a elegir entre ser devueltos al mar o aceptar las irregulares condiciones impuestas por el capital que los contrata.
Don Casado no es tan botarate como para no advertir las consecuencias de su soflama y en el segundo párrafo de la crónica corre a matizar su afirmación y a aceptar que hay una ley laboral que debe cumplirse. Pues bien, esa ley fue debida a los progresistas y dependerá de ellos que no se derogue o se recorte. La abolición del discurso progresista ha desembocado en los tuits de don Trump, las fanfarronadas de don Abascal, las provocaciones de doña Cayetana y los rebuznos de sus adláteres y seguidores. Algún día habrá que examinar las razones que han empequeñecido y desacreditado al progresista. Por el bien de la mayoría.