Ningún ser vivo muestra tantos síntomas de malestar y desasosiego como un funcionario público en los últimos meses de su carrera activa. La proximidad de la jubilación destapa en él pulsiones y sentimientos que han permanecido discretamente sepultados durante décadas y en ese momento exigen ser reconocidos. La etiología de este alterado estado de ánimo es debida a varias causas de peso distinto según los casos pero que pueden resumirse en que una vida laboral estable y sin zozobras, razonablemente bien retribuida y desempeñada en un sistema altamente reglado incuba roces que han quedado en carne viva bajo la formalidad de la rutina, fantasías que no se han hecho realidad y frustraciones que exigen ser reparadas. El funcionario público es el único trabajador que no aporta a su tarea ni creatividad ni esfuerzo, aunque sí entrega y pericia, y este vacío existencial es un foco de infecciones del alma. Los síntomas son más agudos en los funcionarios que no prestan servicios directos al público, los paper pushers dedicados a tareas burocráticas. Y se agudiza hasta extremos imprevisibles en el alto funcionario que a las cuitas que afectan a todo el escalafón añade otra específica e insoportablemente dolorosa para su autoestima: la usurpación de sus tareas por los políticos y la turba de asesores y jefecillos nombrados a dedo, que no han tenido que validar su puesto en una despiadada oposición y largos quinquenios de antigüedad y mérito.

Los funcionarios más avispados intentan evitar este doloroso trance mediante el salto a la política activa, aprovechando que su puesto en propiedad en la administración no va a ser okupado nunca excepto por algún desgraciado eventual, que oficia de remiendo del hueco dejado por el titular y que no alcanzará su estatus, cualquiera que sea la valía y esfuerzo que ponga en el empeño. Los partidos políticos acogen con entusiasmo a estos funcionarios en excedencia por dos razones: a) porque aportan un imprescindible know how técnico y administrativo sin el que ninguna política es posible y b) porque, por más encumbrados que estén, digamos al nivel de ministro, jamás conspirarán para mover al jefe de su sillón. A estos funcionarios les basta con la oportunidad de tomar decisiones porque les sale de los mismísimos, sin necesidad de informes previos, visados del interventor, instrucciones superiores y demás papeleo, que constituye la pesadilla esterilizante del oficio funcionarial. En el famoso cese del  coronel López de los Cobos por el ministro Marlaska se dio un típico choque de dos estrategias de funcionarios que quieren comportarse como si no lo fueran. El coronel hizo política sin abandonar el escalafón (hasta entonces le había ido bien en el empeño) y el ministro la hizo después de dejarlo provisionalmente. Ya saben quién ganó.

Pero, ¿qué ocurre con los funcionarios que llegan al abismo de la jubilación sin haber disfrutado de la válvula de escape que significa una excedencia para satisfacer sus aficiones o, en su defecto, una baja por depresión? En ese momento, toda su vida de eficiencia laboral y entrega al servicio público se revela como una insoportable pérdida de tiempo y el carácter se pone a prueba para vencer este desengaño. La mayoría se entregan a un deliberado olvido del pasado o a rezongar sus desacuerdos en privado pero unos pocos no pueden evitar salir de escena sin armar ruido. Un tal don Madero Villarejo, alto funcionario europeo decidió en días pasados curar su neurosis prejubilar publicando una carta para compartir con el resto de la galaxia su percepción de que el presidente don Sánchez estaba aquejado de enajenación mental. Por supuesto, don Madero no pidió permiso a sus superiores para publicar la carta porque nadie pide permiso para mear en un parque infantil, así que fue amonestado. Lo más gracioso es la jerga de la amonestación: la regulación sobre los funcionarios comunitarios estipula que la libertad de expresión de esos trabajadores no es absoluta y debe ejercerse con el debido respeto a los principios de lealtad e imparcialidad. El amonestado, un tipo orondo y henchido, sonrió, mandó una disculpa al presidente y tan ricamente se dispuso a esperar la jubilación a la vuelta de unos días. Misión cumplida.