El dinero saudí se ha hecho con el diez por ciento de telefónica convirtiéndose en el accionista mayoritario mientras el país está enfrascado en las demandas del irredento don Puigdemont. Es un signo de los tiempos. Una nación se descompone por arriba entregando su base material y financiera a terceros -¡es el mercado, amigo!- y otra nación más pequeñita pugna por construirse sobre quimeras. La participación saudí en la empresa española de telecomunicaciones duplica a la de vascos (bbva) y catalanes (caixabank), convertidos así en colonias árabes en este rincón del redil financiero mundial. Los jeques ensabanados entran en la economía española con discreción y buen rollo, como lo hicieron en el año 711, mientras don Puigdemont pide a grito pelado el oro y el moro (uy, me ha salido un chiste rancio sin querer). Los demás miramos este diorama boquiabiertos y con cara de tonto.

No es probable que el leve arreón electoral que registró la izquierda en las elecciones de julio y que hizo imposible que gobernase la coalición reaccionaria fuera para satisfacer las ensoñaciones de un zascandil amortizado en las urnas como don Puigdemont. Pero, cosa de la aritmética parlamentaria, en esas estamos. No se trata de avanzar, como dice don Sánchez y se espera de un gobierno dizque progresista, sino de volver a las afrentas del pasado, ya sean recientes (2017) o remotas (1714). Como los malos estudiantes, el país y su gobierno se examinarán en septiembre de asignaturas históricas suspendidas con don Puigdemont en la presidencia del tribunal examinador, para el que ya ha pedido un supervisor independiente que garantice que el gobierno se sabe la lección y no copia las respuestas.

El rosario de agravios y reparaciones formulado por don Puigdemont en su dorado exilio bruselense ha sido acogido con unánime y cauteloso silencio a izquierda y derecha. Un silencio diríase que reverencial, solo alterado por algunos bisbiseos, como el que recibía a la hostia consagrada cuando la sacaban en procesión el día del corpus. Es, el último extremo, la ambición del caudillo neocarlista, volver a casa bajo palio. La izquierda ha resoplado con alivio porque podría haber sido peor, ya que el líder inmarcesible no se ha referido esta vez a España como estado opresor. La derecha se ha tomado un respiro táctico a la espera de que el sachismo, que no pudieron derogar al primer intento, termine devorado por las arenas movedizas del prusés catalán. En la mitología clásica, los dioses colmaban de dones al héroe a la vez que le infligían un rasgo que le hacía extremadamente vulnerable. Don Puigdemont es el talón de Aquiles del invencible don Sánchez.

Es un hecho objetivo que hay una distancia sideral entre las demandas de don Puigdemont y lo que el hipotético gobierno de izquierda puede conceder sin estrellarse en el intento. La respuesta condescendiente es que así empiezan todas las negociaciones antes de ir rebajando las pretensiones de los negociadores en busca de un acuerdo. En esta ocasión, sin embargo, no se trata de llegar a un acuerdo sino de solidificar el malestar nacionalista y darle carta de naturaleza: una suerte de chantaje perpetuo. Si hay acuerdo, malo, porque quiere decir que los malabares del gobierno han conseguido convertir en humo las pretensiones de don Puigdemont, como ha ocurrido con la famosa y fantasmagórica carta en la que el gobierno pide a Bruselas la inclusión del catalán como lengua oficial de la unioneuropea, lo que en último extremo no satisfará a nadie. Y si no hay acuerdo, también malo porque significa repetición de elecciones después del desgaste de la negociación fallida. En estos hipotéticos nuevos comicios don Puigdemont no tiene nada que perder porque ya ha entrado en el retablo de los inmortales de la patria, junto a Guifré el Pilós. Para don Sánchez, en cambio, puede ser su tumba.