Los que teníamos una chispa de entendimiento en aquel momento nos acordamos de dónde estábamos cuando supimos que John F. Kennedy  había sido asesinado en Dallas. Este escribidor estaba recién acostado después de la cena en la habitación que compartía con su hermano cuando entró su padre y sin encender la luz anunció, han matado a Kennedy. Pocos años después, uno de los primeros libracos de gran volumen que leería este chaval sería el Informe Warren, prestamente traducido al castellano. A estas alturas, no podríamos explicar las razones del encanto que emanaba de aquel personaje, que para los indígenas de la  época quizá se cifraba en el erotismo de su apostura juvenil y la consiguiente facilidad para llevarse a la cama a las más rutilantes estrellas de Hollywood. En cualquier caso, nos es imposible añadir ni una brizna de información a la trágica leyenda de belleza y bondad que le envuelve y que heredó su hermano Bob, asesinado cinco años después, cuando iniciaba la carrera electoral a la presidencia. Comparadas con los glamurosos Kennedy, lady Di y la barroca familia real británica son personajes de patio de colegio. Tanta ha sido la decadencia de la civilización en este último medio siglo.

Pero la vida sigue y he aquí que el sobrino de John e hijo de Bob, un tipo de sesenta y nueve años, presenta su candidatura a la presidencia de Estados Unidos en nombre de vox y todas las siglas mancomunadas del tsunami reaccionario que recorre occidente. El vástago de la única familia real que ha producido la república imperial –Raymond Aron dixit-, es un militante develador de la conspiración universal que amenaza nuestra libertad, propagandista del peligro de las vacunas y afecto a los seguidores del make america great again. Su corazón y su cabeza están a un pulgada de los asaltantes del capitolio de Washington. En política doméstica ha adoptado el paquete trumpista completo, a saber, sellar la frontera sur del país para frenar la inmigración y aceptar que Putin está en su derecho de invadir Ucrania. En resumen, este Kennedy podría ser perfectamente vicepresidente de Castilla y León pero se presenta bajo la bandera del partido demócrata, del que su familia es accionista principal, lo que ha provocado la consiguiente confusión, que no es de ahora mismo. Hace cuatro años, los hijos del candidato ya denunciaron en prensa que su progenitor propagaba desinformación peligrosa, que ponía en riesgo a millones de niños.

El Kennedy chiflado eleva a categoría lo que hasta ahora era una anécdota proliferante: el tránsito de sedicentes liberales al neofascismo, ultraderecha o como quiera llamarse, con grave riesgo para su propia salud política, como podría atestiguar don Albert Rivera y otros ciudadanos naranjas, que sin duda tenían en el retablo de su devoción a los santos John y Bob y se consideraban sus herederos. En este teatro de sombras que es la política, vox y compañía representan una enmienda a la totalidad, una negación sin matices de todo lo que significaba el liberalismo kennediano. Donde hubo una vocación universalista, hay ahora una pulsión tribal; donde hubo esperanza, hay resentimiento; donde hubo ilustración, hay oscurantismo. Y  en el paraíso de los Kennedy hay un ángel caído.