Estos días de constitución de los órganos rectores en municipios y regiones asistimos a la ocupación de la poltrona por mujeres inspiradas por un antifeminismo feroz y militante. La presidenta de las cortes valencianas y la del parlamento aragonés son sendos ejemplos significativos. El hecho de que presidan las asambleas legislativas es resultado circunstancial del braceo negociador en el seno de la derecha pero también un símbolo político de victoria. Quien preside un parlamento ostenta la representación de lo que podríamos llamar el talante promedio de la sociedad y, si bien debe estar dotado de cierta ecuanimidad respecto a las voces presentes en la cámara, también es cierto que marca los límites del consenso y, en estos casos, los límites se han estrechado notablemente.

Tenemos, pues, al frente de los órganos deliberantes y normativos de la sociedad a mujeres de talante estruendoso en cuya agenda no está la defensa de las mujeres, ni de sus derechos duramente conquistados, ni el horizonte de su emancipación. Mujeres para las que el neologismo sororidad, es eso, un término foráneo, el anuncio de algo vicioso y contra natura. Para las feministas, y quizá de manera más acusada para los hombres que se han esforzado por sumarse a este movimiento, el efecto es de perplejidad. Estas damas están en un cargo público merced a las conquistas sociales y políticas conseguidas históricamente por las mujeres feministas y el primer discurso que pronuncian es para rechazar cualquier solidaridad con sus iguales. El discurso machista, que un hombre no se atrevería a hacer, es para ellas su presentación en sociedad. ¿Dónde está el equívoco? He aquí una hipótesis.

El feminismo dominante en los últimos años ha discurrido a través de dos parámetros. El de los cuidados, que presenta a la mujer como una víctima perpetua y a priori a la que la sociedad y el estado han de proteger a tiempo completo, y la idea de que todas y todos –es decir, todes– somos femeninos en alguna medida de acuerdo con el índice contenido en el anagrama del orgullo. Las y los feministas han cometido el error de ignorar que también son del género femenino las erinias, las ménades, la medusa, la gorgona; incluso la caricatura de la bruja histórica ha sido adoptada por cierto feminismo como un símbolo de empoderamiento olvidando que quería devorar bien asaditos a los pequeños Hansel y Gretel. La reacción contra el feminismo ha sido brutal, como ya nos previno don Antonio Machado en su Juan de Mairena sobre cómo las gasta la derecha española cuando le mueven las figurillas del retablo.

La santa patrona de las voxianas que presiden nuestros parlamentos es la condesa Elizabeth Bathory, que seguía un tratamiento dermatológico para evitar las arrugas y otros signos de la edad bañándose en la sangre de jóvenes campesinas sin tiempo ni ocasión para ser feministas. No me digan que la actual presidenta del parlamento aragonés, autora  de esta conciliadora y discreta proclama –sois las nietas de los cristianos que echaron a los moros de la península para que pudiérais pasear en tetas por la calle-, no se haría con gusto un tratamiento exfoliante sumergida en la sangre de la ministra doña Irene Montero.