El pueblo judío tenía en gran estima a los jueces y a la función que ejercen: la justicia. Entre los libros históricos de la Biblia, el de los Jueces se sitúa temporalmente entre la conquista de la tierra prometida y la instauración de los reyes, es decir, entre un tiempo de guerra con el enemigo y otro de conquista del enemigo. Los jueces, pues, ejercen en este tránsito una función estabilizadora y normativa, anclada en la tradición y libre de las constricciones de la política.

El pepé ha debido tomar nota de la enseñanza bíblica y se propone instaurar un reino de los jueces en esta atribulada república, en un momento histórico entre la guerra contra el sanchismo, que es lo más parecido a la reconquista de la tierra prometida, y una futura mayoría absoluta de don Feijóo o de quien venga detrás, si dios quiere. La corporación judicial, como herramienta política, ofrece muchas prestaciones si tienes la suerte de tenerla de tu parte, lo que para los conservadores va de suyo, porque cubren dos frentes claves para el funcionamiento de la sociedad. En el derecho común, sus sentencias son inapelables y, en lo que se llama jurisprudencia, crean doctrina sobre cómo las leyes deben ser interpretadas. De añadidura, en el derecho constitucional pueden derogar sin apelación posible cualquier política del gobierno y del parlamento en base, simplemente, a la opinión de la mayoría del tribunal ante cualquier tema en un momento dado.

Vivimos tiempos caracterizados más por el miedo conservador de la derecha que por el inexistente empuje revolucionario de la izquierda. Que toda la derecha esté convocada a abatir a un tibio socialdemócrata como don Sánchez da idea de lo desquiciado de la situación y sería ridículo si no entendiéramos las razones que hay para que sea así: la crisis financiera, primero, y la pandemia de la covid, después, han trastocado el orden neoliberal en el que medró el proyecto conservador y ha introducido factores inéditos que van en contra de las expectativas de la derecha, como el cambio climático y la necesidad de reforzar los servicios públicos. Por ende, la compacta derecha española ha sufrido una inesperada fractura y su corrupción congénita, que la llevó a su expulsión del gobierno por una moción de censura, ha dejado descabezado al partido matriz, que no consigue encontrar entre sus filas un líder plausible. En este naufragio, el aparato judicial, que ya antes ha prestado importantes servicios a la causa, como en el caso de nonato estatuto catalán de 2006, es el bote salvavidas.

Mientras el aparato propagandístico del pepé tira cohetes de feria para tener entretenido al personal, envía al parlamento una proposición de ley para modificar la fórmula de elección de los miembros del poder judicial de tal modo que otorgue la mayoría a la derecha judicial. La propuesta es para que los jueces, a través de sus asociaciones profesionales, elijan a doce de los veinte miembros del consejo general del poder judicial, cuya competencia es el gobierno de la justicia y entre cuyas funciones se incluyen los nombramientos de jueces del tribunal supremo, la inspección de juzgados, el régimen disciplinario y la formación judicial. Es, pues, un órgano político con serias competencias funcionales que quedaría al albur de las maniobras electorales de asociaciones privadas de jueces. La querencia de la derecha por esta fórmula se debe al hecho de que la asociación de jueces más potente y articulada es conservadora, lo que le permite suponer razonablemente que organizarían el sistema judicial de acuerdo con los intereses políticos de la derecha.

La proposición del pepé se debatió ayer en el parlamento. Envuelto como está el país en la matraca electoral, el acontecimiento pasó desapercibido y la propuesta, rechazada, como era más que previsible. Los proponentes sabían el resultado pero necesitaban ensayar una enésima maniobra de distracción para emborronar su anticonstitucional negativa a pactar la elección del poder judicial de acuerdo a lo establecido en la ley vigente. Entretanto, el sistema judicial se pudre como el pescado, por la cabeza; por cierto, con la pasiva aquiescencia de los propios jueces.