El viejo rey, o emérito o como quiera decirse, ha vuelto a las andadas para hacer lo que más nos gusta a los viejos: lo que nos da la gana, un propósito que se resume modestamente en una buena mesa, amigotes de confianza, camareras  que te sonríen al servirte el martini y la cercanía de alguna afición recreativa que te recuerde los buenos tiempos –las regatas de vela en este caso-, aunque la artrosis no te permita ejercitarla. En este viaje ha dejado de lado la acrimonia de su hijo reinante y se ha garantizado que ninguna jovenzuela con un micrófono en la mano le vaya a preguntar si piensa pedir perdón, una manía plebeya del gobierno de don Sánchez y de los perroflautas que le secundan. Explicaciones ¿de qué?, fueron las últimas palabras del viejo libertino en su visita del año pasado. No le faltaba razón porque ya pidió perdón una vez y ya ves, perdió el empleo por pasarse de demócrata y sencillo. Los soberanos lo son porque hacen lo que les sale del etcétera sin dar explicaciones a nadie.

En la localidad de acogida están encantados con la visita, del alcalde al último vecino. En el país de Berlanga vivimos un perpetuo Bienvenido, míster Marshall y los más emprendedores ya piensan en convertir Sanxenxo en la ciudad de los reyes como Avignon es la ciudad de los papas. Imagínense que la villa gallega se convierte en el Biarritz de este siglo en cerrada competencia con Abu Dabi. El municipio tendría que olvidarse de gastar el dinero en polideportivos para plebeyos y levantar infraestructuras de recreo que se acomoden a las querencias de la gente de alta alcurnia de la que seguramente andamos sobrados en Europa a poco que una agencia de relaciones públicas establezca un censo de posibles clientes y el municipio ofrezca incentivos para el lucimiento y los negocios colaterales. Oímos el término alta alcurnia en tono irónico pero existir, existe, aunque ahora sus beneficiarios vistan bermudas y se encasqueten gorras de béisbol.

Un rey ataviado de esta guisa lleva a preguntarse si él mismo se cree la alta función que tiene asignada, y por derivación, ¿creen los monarcas en la monarquía? La respuesta es no. La monarquía es el negocio de los reyes como la tripicallería es el negocio de los charcuteros. No necesitan creer en su oficio, solo lo ejercen si tienen la oportunidad y ganan dinero con ello. Y es aquí donde, probablemente, está la clave del reinado de don Juan Carlos I el Campechano. Nieto de un rey expulsado del negocio e hijo de un pretendiente en dique seco, que por chiripa histórica es cooptado para un trono inexistente. Un joven aislado en su circunstancia, deslumbrado por la riqueza que no posee, de apetitos muy carnales y educado en una frialdad cuartelera, llega a la cabeza del estado y se encuentra el país a sus pies, la clase dirigente le rinde vasallaje y no tiene ni un céntimo en el bolsillo. El objetivo, en ese momento, es doble y concurrente: mantener el empleo a toda costa y aprovechar sus gajes para garantizar un buen pasar a él y a su familia para cuando, como le aconteció al abuelo, el buen pueblo decida despedirle de la empresa.

Un día de febrero, el golpe de un puñado de militarotes desnortados que asaltan el congreso de los diputados le dio la oportunidad de revalidarse en el puesto y, a partir de ese momento, todo consistió en estar a buenas con todo el mundo cumpliendo su papel constitucional e ir mirando entretanto por el propio peculio. Hasta que llegó la inesperada rebelión de los perroflautas y todo lo que le gustaba resulta que está mal visto: la caza de elefantes, las chicas entre las sábanas, los billetes de banco, los primos beduinos y las comisiones por esto y por aquello, es decir, su modus vivendi por el que fue largamente jaleado por el pueblo y sus instituciones se tiñe de un oscuro rencor, como si él tuviera la culpa de la quiebra de Lehman  Brothers y todo lo que vino después.

En fin, si la estancia del emérito en Sanxenxo trae beneficios para el sector hostelero, bienvenida sea. Aquí, por la pequeña empresa y el empleo hacemos cualquier cosa, desde mantener a la monarquía hasta legalizar las plantaciones ilegales de fresas en Doñana mientras esperamos la llegada de míster Marshall, ahora encarnado en el prometedor título de fondos Next Generation.