El amigo Iaccopus nos muestra una foto en la que se ve a un juvenil Joe Biden estrechando la mano de Andrei Andreyevich Gromyko, que fue dilatado ministro de asuntos exteriores de la Unión Soviética durante la guerra fría, entre 1957 y 1985; antes había sido embajador en Washington durante la guerra mundial, entre 1943 y 1946, y terminó su carrera como presidente del presídium del soviet supremo, entre 1985 y 1988, antes de entregar las llaves del Kremlin a Mijail Gorbachov para morir a continuación, como si no le quedara nada mejor que hacer el mundo, en 1989. En occidente, este rocoso diplomático era conocido como míster niet, señor no, por la eficacia con que gestionaba el aislamiento y la supervivencia de su país, dos términos que parecen sinónimos en la gramática rusa. La herencia de Gromyko la gestiona ahora Sergei Viktorovich Lavrov, que, comparado con su antecesor, podría parecer un charlatán, pero mantiene las mismas relaciones de cemento con el resto del mundo.

Pero lo que Iaccopus quería destacar era la presencia en la foto de míster Biden, tan juvenil que casi no se le reconoce, como ejemplo de longevidad política y de supervivencia a todos los vientos que sacuden la alta política. La paradoja reside en que, en la nueva guerra fría recalentada, los rusos muestran una dirigencia juvenil mientras los norteamericanos han tenido que echar mano de un abuelo biológico y político para dirigir el nuevo y azaroso tiempo histórico, zarandeado por fuerzas que parecer surgir de las profundidades del malestar popular. Ni siquiera es seguro que míster Biden pueda atravesar el trance sin enfangarse en una guerra civil. El monstruo de cresta color naranja ya ha reclamado que la constitución estadounidense sea rescindida para que él pueda volver al trono republicano a hombros de los suyos. Hay en todo occidente una querencia apenas oculta por la tiranía o, para decirlo más finamente, por soluciones autoritarias en las que el liderazgo y la acción política sean unívocos e indiscutidos.

Don Putin emprendió su guerra de Ucrania en la creencia de que occidente estaba debilitado y no respondería a la agresión. La primera reacción, que rechazaba sus pretensiones, fue instada por la voluntad de resistencia ucraniana y debió ser una sorpresa para él. Pero la guerra va para largo y su final es incierto. Las quebraduras que ha dejado la desigualdad del sistema económico en los regímenes democráticos y el mosaico de identidades en plena eclosión que los esmaltan no son las mejores bases para el entendimiento y la cohesión en una situación de guerra. En la metrópoli del imperio occidental han tenido que elegir entre un anciano y un loco; han elegido al primero porque el loco daba mucho miedo pero los ancianos también son inquietantes. No tienen futuro, y lo mismo pueden cuidar de su prole que abocarla a la extinción.