Un país de mil cuatrocientos millones de vecinos, industriosos, tenaces, creativos, que han dejado su huella en todos los rincones del planeta, acostumbrados a sobrevivir en el febril hormiguero de las grandes cifras, ya sean hambrunas, revoluciones, guerras o éxitos económicos y tecnológicos, es gobernado por una falange de individuos uniformes, impávidos, mudos, ataviados de unánime traje oscuro y corbata granate, que evocan la armadura militar de sus ancestros: los guerreros de Xian.

El rótulo dice, ociosamente: vigésimo congreso del partido comunista chino. Pero la imagen es la de una coreografía geométrica, un teorema desplegado en un lienzo de colores netos y monótonos, una abstracción indescifrable y por eso fascinante. China ha trasladado su gran muralla de piedra, hoy convertida en pasto de turistas, al interior de su sistema político y ha dejado a los delegados al congreso en la función de guardianes de un teatro estático, detenido en el tiempo, inquietante en su quietud.

Los cronistas occidentales se enfrentan a un jeroglífico del que apenas pueden extraer un mensaje obvio: la reelección de Xi Jiping como mandamás absoluto del país después de que una reforma constitucional haya prorrogado su mandato y la renovación de algunos cargos que son indistinguibles al ojo no entrenado. En resumen, purgas e hiperliderazgo, una vuelta a la tuerca del despotismo asiático, según el acrisolado prejuicio del espectador occidental.

Pero este resultado sumario no agota la complejidad de la ópera que millones de personas, sobre todo chinos, ven a través del televisor. ¿Cómo representar la primacía absoluta del líder y la pleitesía que le es debida en una asamblea de iguales y sin alterar el orden plano y hierático de la ceremonia? El poder es siempre sangriento, pero ¿cómo evidenciarlo en escena sin que la sangre empape el pulquérrimo escenario? Y aquí llega la genialidad del coreógrafo.

El antiguo presidente de China, Hu Jintao, se sienta al lado del actual, que le sucedió en 2012 y va a ser reelegido. Es un viejecito que, claramente, solo espera de la asamblea un poco de reconocimiento. Pero, en el momento álgido de la ceremonia, un asistente le toma del brazo para que abandone su silla. En unos segundos, el rostro del viejecito revela sorpresa, una leve resistencia, aceptación del hecho y una mirada implorante al nuevo jefe, que le dedica un displicente y rápido cabeceo para quitárselo de encima. Entretanto, otro asistente se ha acercado por si fuera necesario sacar al puto viejo en volandas. Son unos segundos de insoportable crueldad, dibujada con un pincel de un solo pelo de marta, que deja un trazo indeleble. Los partidarios del viejo Hu ya saben a qué atenerse, y los tentados a emularle, también.

(En la imagen de cabecera, uno de los guerreros de Xian aparece decapitado. Un arqueólogo futuro quizá descubra su nombre: Hu Jintao).