El mayor peligro de la creciente amenaza era que los buenos hombres cometían suicidio intelectual y lo llamaban paz. Los buenos hombres se rendían al miedo y lo llamaban respeto (Joseph Anton, Salman Rushdie)

Entre los sucesos acecidos en este abrasador verano, que declina hacia un otoño incierto y  revuelto, uno llamó la atención porque parecía surgido de un pasado muy remoto, de un expediente ya cerrado, la recidiva de una enfermedad que ya se creía sanada y a la que habíamos cubierto con el consolador sudario del olvido. Un tipo surgido de la multitud intentó asesinar con arma blanca al escritor angloindio Salman Rushdie cuando este se disponía a dar una conferencia sobre la libertad de creación en una ignota localidad del estado norteamericano de Nueva York. Ocurrió hace poco más de quince días y la noticia duró apenas cuarenta y ocho horas en el escaparate medíático. Los últimos ecos del suceso informan de que el escritor agredido está, o estaba cuando se publicó la noticia, conectado a un respirador y podría perder un ojo. Este escribidor se disponía a pergeñar un comentario sobre el suceso cuando otro de parecida naturaleza asaltó la agenda de actualidad hace dos días. Otro fanático, también surgido de la multitud, intentó matar a la ex presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner y lo hubiera conseguido de no fallarle la pistola con la que apuntaba a pocos centímetros de la cabeza de su víctima.

Los dos asesinos (en grado de tentativa), separados en el espacio por miles de kilómetros y en el tiempo por experiencias personales y culturales muy distintas y ajenas entre sí, tienen rasgos comunes y bien podrían considerarse perfilados por el mismo patrón. Ambos actuaron, al parecer, por propia iniciativa y están horneados por un odio concreto y personal contra las víctimas, creado y cultivado por directrices políticas y convertido en un componente del aire que respiramos. Esta clase de atentados, digamos que anónimos y de factura artesanal (mientras no se tengan más datos sobre los autores y sus circunstancias), no constituye una novedad histórica, y menos en tiempos de crisis. En la anomia de las multitudes siempre hay un individuo que se siente llamado a restablecer el orden y la justicia en el mundo mediante el asesinato de un personaje conspicuo al que la propaganda, que siempre es un quehacer dirigido y cargado de sentido, ha señalado como responsable de todos los males que el asesino está dispuesto a imaginar.

Pero salgamos de las generalidades y volvamos a la intención primera de comentar el caso de Salman Rushdie, que reúne algunos rasgos diríase que característicos de esta época. Tres, básicamente. Uno, la víctima no es un gobernante, ni un capitán de empresa, ni un militar en activo, con capacidades ejecutivas susceptibles de alterar las condiciones de vida de los agraviados por la injusticia que el atentado presuntamente quiere reparar; es solo un escritor y está señalado por un insignificante fragmento de sus escritos, así que la relación entre el verdugo y la víctima es meramente virtual o simbólica, sin apoyatura real. Dos, la sentencia de muerte que está en el origen del atentado y es ejecutiva en todo el planeta fue dictada por un gobernante que no tenía jurisdicción sobre el acusado ni sobre el territorio en el que se cometió el acto presuntamente criminal. Y tres, una fe compartida hizo que innumerables individuos de toda clase y condición se sintieran concernidos por la llamada a ejecutar la sentencia, algo que casi consigue días atrás un quídam nacido nueve años después de que fuera dictada la orden de asesinato.

Los hechos son conocidos. Salman Rushdie publicó en septiembre de 1988 Versos Satánicos, una ficción en la que cierto pasaje del Corán es presentado de manera novelesca y provoca la ira en comunidades islámicas y el libro es prohibido en algunos países donde esta religión es mayoritaria o influyente. El autor intentará explicar en vano que su libro no es un manifiesto antirreligioso. El 14 de febrero de 1989, el líder de la revolución islamista iraní, Ruhollah Jomeini, un viejo clérigo que nunca leyó la novela y moriría apenas cuatro meses después, emitió una fetua o sentencia en la que declaraba blasfemo el libro, condenaba a muerte al autor y a sus editores, traductores y libreros, y llamaba a los valientes musulmanes de todo el mundo para que los maten sin demora. La llamada al asesinato se vio estimulada con la promesa del paraíso y de una generosa recompensa económica para el ejecutor, que con el tiempo iría aumentando de cuantía. En ese momento, Salman Rushdie quedó rehén de las circunstancias y al albur de las medidas de seguridad de la policía inglesa, que actuaba de acuerdo con la información que creían tener sobre los movimientos de los potenciales asesinos. El primer efecto político de la fetua fue la ruptura de relaciones diplomáticas de Reino Unido e Irán. Otros operadores de la industria editorial que estuvieron relacionados con Versos Satánicos fueron alcanzados por la amenaza: el traductor italiano fue atacado, el traductor japonés, que era un converso al Islam, fue asesinado y el editor noruego fue tiroteado y gravemente herido, y algunas librerías donde se exhibía la novela fueron atacadas, mientras que la vida de Salman Rushdie se convertía en una agónica pugna entre dos deseos contradictorios: la supervivencia y la libertad.

Muchos escritores y artistas han pagado duramente por el contenido de su obra pero en un escenario, por más que injusto, limitado e inteligible: un país, una época, un régimen, un contexto, acotados en el espacio y en el tiempo. El destino de Salman Rushdie se sitúa en una dimensión inédita, global, diríamos: la causa es nimia (un puñado de palabras como un abracadabra de significado inescrutable); la sentencia a muerte es casi anónima porque la formuló un difunto, e imprescriptible porque fue dictada en nombre de dios; hay millones de potenciales verdugos acechando al reo y poderosos gobiernos de cuyos intereses y recursos depende la suerte del perseguido. No hace falta subrayar los rasgos kafkianos de la historia. El escritor perseguido lo entendió así y llevó un diario de su peripecia que sustanciaría en unas memorias tituladas Joseph Anton, publicadas en 2012.

Una visión sumaria de la historia muestra a un individuo que compromete la seguridad de los suyos y la política de su país para eludir las responsabilidades de sus actos: ha insultado a una religión seguida por millones de creyentes, pues que se atenga a las consecuencias. Después de todo, lleva una vida que no es necesariamente peor que la de sus perseguidores y guardianes, para no mencionar  la que ha de soportar la humanidad en cuyo nombre ha sido condenado. Por lo que nos cuenta en sus memorias, el prisionero se enamora, se divorcia, cría y educa a sus hijos, escribe libros, se ocupa de sus negocios editoriales y, como cualquiera otro, tiene amigos y enemigos. Esta visión se afianza si se tiene en cuenta que la víctima lo es en una sociedad opulenta, con recursos para brindarle protección y seguridad, separada por un abismo de la otra parte del mundo, la más grande, ignota, abigarrada y pobre, de donde ha surgido la condena a muerte. En resumen, Joseph Anton y su derecho a la libertad de expresión y de comercio, frente a la humanidad indigente, sin más esperanza que el paraíso de cuya puerta solo le separa un demonio llamado Salman Rushdie.

Esta visión fue compartida por una parte de la opinión pública británica y del mundo, en la que no faltaban escritores de vitola, como John Berger, George Steiner y John le Carré. El terrorismo empieza y termina en sí mismo, tiene poco recorrido político y en el fondo nada cambia, pero mientras está operativo cumple con su objetivo de aterrorizar a la sociedad y despierta un sentimiento de impotencia que se difunde con facilidad y que a menudo se traduce en rechazo a la víctima, tanto más si es un solo individuo al que es fácil presentar como un agente provocador. El intento de racionalizar lo que manifiestamente es un acto irracional puede llevar a la pérdida del juicio a las personas mejor adiestradas para ejercitarlo. John le Carré terminó reconociéndolo así.

Joseph Anton es un homenaje a la literatura en un momento en que la realidad había ocupado abruptamente su lugar. Es también el nombre clave que la policía obligó a adoptar a Salman Rushdie para que su nombre real desapareciera de todo documento o referencia pública (cuentas bancarias, dirección postal, números de teléfono) que pudiera dar una pista a sus acechadores. Rushdie, sencillamente, desapareció del mapa salvo para la policía, la familia inmediata y unos pocos y contados amigos. La policía le invitó a que él mismo eligiera le nom de guerre que habría de identificarle y que compuso a partir de nombres de escritores que admiraba, como Vladimir Joyce, desestimado por difícil de recordar, y así quedó en Joseph (Conrad) Anton (Chejov), que a sus guardianes les satisfizo porque  podía reducirse a  Joe, fácil de retener e idóneo para enmascarar cualquier identidad. La vida clandestina de Joseph Anton duró trece años en el curso de las cuales el escritor vivió en una normalidad vigilada, restringida y asfixiante. El relato es una lectura hipnótica, de prosa firme y precisa, además de ágil, amena y no exenta de pinceladas de humor, atenida a los hechos significativos, inquisitiva en los detalles, sin digresiones, y trazada por un experimentado narrador empeñado en sobrevivir y salvar la dignidad de su trabajo y al que la anómala situación no consigue quebrar su voluntad, ni ofuscar su juicio, ni entorpecer su estilo. Encadenado es libre, como postuló Sartre. Nadie puede prever  si la obra de ficción de Salman Rushdie sobrevivirá a la malquerencia del tiempo pero es seguro que Joseph Anton será una fuente imprescindible de conocimiento para entender cómo era el mundo en este quicio histórico entre dos milenios.

El lector se ve arrastrado a perspectivas cambiantes en el oleaje de la lectura, donde lo particular y lo universal están cerradamente entrelazados, como en las grandes novelas, y destacan tres temas mayores: los avatares privados del escritor y su atribulada familia, los esfuerzos del autor para que su obra quede incólume y él pueda seguir ejerciendo su oficio, y, por último, los vaivenes de la política de la que depende su seguridad personal y que tienen lugar en ámbitos inalcanzables para el perseguido. Joseph Anton lo cuenta así: Era un hombre sin ejércitos obligado a combatir continuamente en varios frentes. Estaba el frente privado de su vida secreta, con sus sobresaltos y escondrijos, sus ocultaciones y evasiones, su miedo a los fontaneros y otros operarios de reparaciones domésticas, su tensa búsqueda de lugares donde refugiarse y sus espantosas pelucas. Por otro lado estaba el frente editorial donde no podía dar nada por sentado pese a todo su trabajo. La publicación en sí seguía siendo un serio problema. Y estaba también el crudo y violento mundo de la política. Si él era un balón de fútbol, pensó, ¿podría ser un balón consciente de sí mismo y participar en el juego?

Poco a poco, los intereses de Irán y Reino Unido, los dos gobiernos directamente implicados en la suerte del rehén Joseph Anton, evolucionan hasta el punto de que se considera realista levantar la protección policial del escritor y darle libertad de movimientos. La sentencia que lo condenó a muerte sigue vigente pero el gobierno iraní no parece dispuesto a ejecutarla después de años de amenazas y preparativos de un atentado. Entretanto, la guerra que libran el Islam y Occidente, de la que el escritor era epítome, ha adquirido dimensiones  masivas e inimaginables años atrás, con los atentados en Nueva York, Madrid, Londres, Barcelona, y las guerras de Irak, Afganistán, Libia y Siria,  Así terminan las memorias y la vida de Joseph Anton, renacido como Salman Rushdie y de nuevo entregado a las rutinas de escritor, investido como defensor de la libertad de creación artística. En este papel ha sido asaltado y agredido por el odio residual, pegajoso y perenne de la fetua que le condenó a muerte y de la que nadie quería acordarse porque, como escribe el mismo Joseph Anton en sus memorias, no eran tiempos caracterizados por la paciencia, sino una época de cambios rápidos, en el que ningún asunto permanecía mucho tiempo en el foco de atención.