Los polacos albergan un fuerte sentimiento de unidad en cuanto pueblo, así como una conciencia siempre presente de que una derrota en la guerra conlleva radicales y drásticas consecuencias. Cuando se vence al soldado polaco en el frente de batalla, el espectro de la destrucción se abate sobre toda la nación: los países vecinos se entregarán al saqueo y se repartirán el territorio, y hasta intentarán destruir la lengua y la cultura polaca.

La cita precedente se encuentra en el primer capítulo de Historia de un Estado clandestino (Acantilado, 2011), las memorias de guerra de Jan Karski como agente de la resistencia polaca contra los nazis y enlace de las organizaciones del interior con el gobierno en el exilio y ante las autoridades aliadas de Londres y Washington. Es una lectura amena y vigorosa, emocionante a menudo y didáctica para entender algunas claves de la actualidad.

Jan Karski (1914-2000), cuyo nombre de pila era Jan Kozielewski, y aún utilizó otros en el curso de sus actividades clandestinas, es el nom de guerre por el que ha quedado para la historia un joven reservista del ejército polaco, estudiante de leyes y con vocación para la diplomacia, capturado junto con toda su unidad tras la fulminante ocupación y reparto de su país entre alemanes y soviéticos por el pacto Ribbentrop-Mólotov. Inicialmente retenido en territorio soviético, fue uno de los miles de prisioneros canjeados entre los dos bandos y embarcado hacia Alemania en un convoy de ganado con destino desconocido, del que consiguió escapar y llegar a Varsovia en busca de familiares y amigos. La ciudad estaba devastada por los bombardeos y la sociedad, conmocionada por la repentina e inesperada derrota y la extrema brutalidad del ocupante, así que el ingreso en la Resistencia fue el primer y natural impulso del ex soldado recién llegado del cautiverio.

Karski recuerda en sus memorias que en Polonia no se dio la colaboración con los nazis que sí se registró en otros países ocupados, como Francia o Noruega, por citar dos casos notorios. Los ocupantes parecían no necesitarla, más allá de la actividad de algunos soplones circunstanciales que eran perseguidos y castigados por la resistencia. Lo cierto es que ni Berlín ni Moscú consideraban Polonia como un país constituido sino más bien como extensión de sus ambiciones territoriales, de modo que la resistencia polaca se marcó como objetivo mantener en pie las estructuras del estado bajo la ocupación: no solo una dirección militar operativa sino también un parlamento, representado por cuatro partidos mayoritarios, y los servicios públicos de policía, educación, comunicaciones y otros, todo bajo la autoridad constitucional del gobierno de Raczkiewicz y Sikorski,  refugiado primero en París y luego en Londres. Puede imaginarse que este empeño de un estado clandestino tenía un coste abrumador en vidas y sacrificios personales, y una efectividad real que quedaba en el intento de mantener un espíritu de unidad nacional en las peores circunstancias imaginables.

Polonia era un estado muy joven: su independencia fue reconocida en el Tratado de Versalles (1918), lo que no significó que sus límites territoriales no fueran objeto de enfrentamientos de diversa intensidad con los vecinos soviéticos, ucranianos, checos y lituanos. La pinza del pacto Ribbentrop-Mólotov, en agosto de 1939, nueve días antes de que Alemania invadiera Polonia y se iniciara la segunda guerra mundial, devolvió a los polacos a la casilla de salida. La agenda de nazis y soviéticos respecto a Polonia tenía algunas diferencias, si bien ambos regímenes compartían la voluntad de arrasamiento del estado polaco. Los nazis, para convertir el territorio en una tierra de colonización aria y lugar para el exterminio de los judíos europeos; los soviéticos, a su turno, para liquidar a lo que consideraban un enemigo histórico, empezando por sus élites a las que masacraron en los bosques de Katyn.

El pacto germano-soviético terminó cuando Hitler inició la invasión de la URSS en junio de 1941. Para esa fecha, Jan Karski ya estaba en la resistencia luchando contra el ocupante alemán. Polonia aportó miles de combatientes a los ejércitos aliados, el británico, principalmente, y la presencia de sus aviadores en la batalla de Inglaterra fue destacada, pero por sí misma nunca fue relevante en el conjunto de la guerra, ni en el plano político ni en el militar. El levantamiento de Varsovia, entre agosto y septiembre de 1944, fue la mayor operación militar llevada a cabo por cualquier organización de resistencia durante la guerra, pero resultó aplastada, entre otras razones, por la inhibición de Stalin, que se negó a acudir en ayuda de los sublevados. Los cinéfilos recordarán esta fallida epopeya en la trilogía realizada por el gran cineasta Andrejz Wajda: Generación (1955), Kanal (1957) y Cenizas y Diamantes (1958).

Entre 1940 y 1942, Karski realizó misiones de enlace entre la resistencia y el gobierno de Sikorski. En el curso de uno de estos viajes fue detenido en Eslovaquia, torturado y liberado in extremis por la resistencia en el hospital al que había sido trasladado después de que intentara suicidarse cortándose las venas. Sus liberadores tenían orden de matarlo si no conseguían arrancarlo de las garras de la Gestapo. Pero la misión más importante en términos políticos fue la última porque la documentación sobre la situación de Polonia que llevó consigo a Londres y Washington contenía un informe sobre el asesinato masivo de los judíos del que Karski había sido testigo ocular. En Varsovia se había entrevistado con dos dirigentes de la comunidad judía que le introdujeron en el gueto y pudo ver las aterradoras condiciones que reinaban en aquel recinto. Y aún hubo más: los mismos contactos le permitieron entrar, con el uniforme y la documentación de un guardia ucraniano, en un campo de tránsito cercano al campo de exterminio de Belzec donde las víctimas traídas por miles de diversos puntos de Polonia eran concentradas y embarcadas en vagones de ganado hacia la cámara de gas. Las infiltraciones en el  gueto de Varsovia y en el campo de Izbica-Lubelska tienen dedicados sendos capítulos en sus memorias, los más vibrantes y estremecedores del  libro, que darán fama sobrevenida a su autor muchos años después, como veremos.

La última misión de enlace de Karski se desarrolló, como queda dicho, entre 1942 y 1943 en Londres y, a partir de mayo de 1943, en Washington y otras capitales de Estados Unidos. Fue una misión prolija y dilatada porque no solo informó a su gobierno y a los gobiernos británico y norteamericano, al más alto nivel, sino a una interminable nómina de personajes representativos o influyentes en la política y la sociedad, interesados en su testimonio: legisladores, jefes de partido, dirigentes religiosos y comunitarios, etcétera. Una tarea extenuante, como reconoce él mismo. El objetivo de esta campaña era inclinar a la opinión pública anglosajona a favor del gobierno polaco en el exilio, en un momento en el que la historia se disponía, una vez más, a borrar Polonia del mapa como país independiente. La conferencia de Teherán, donde se definió el reparto del mundo entre las potencias vencedoras se celebró a finales de 1943 y en ella Churchill y Roosevelt aceptaron todas las exigencias de Stalin respecto a los países del este liberados por el ejército rojo.

El interés que había despertado en la sociedad norteamericana el testimonio de Karski llevó a la industria editorial a proponerle que escribiera un libro. Karski se consideraba un funcionario en activo y requirió permiso a su gobierno para hacerlo, que lo concedió porque a esas alturas los dirigentes polacos en el exilio ya habían comprendido que la suerte estaba echada y ni el libro ni ninguna otra iniciativa iba a cambiar el sesgo de la historia, opuesto a su lucha y a sus intereses.  La redacción fue una tarea dura y larga, que terminó en julio de 1944. Pero este agente secreto resultó ser un narrador formidable y escribió lo que es prácticamente un libro de aventuras, con las mejores cualidades de una ficción novelesca, la tensión intelectual de un ensayo político y el rigor de un testimonio histórico. Esto último preocupaba especialmente a Karski, que deja dicho: El autor no cuenta más que lo que él mismo ha vivido, visto y escuchado. La veracidad de los hechos narrados ha sido objeto de escrutinio por historiadores profesionales, que han confirmado el rigor de la historia, como el lector puede comprobar en el robusto aparato de notas de la edición española.

En la habitual pugna entre el escritor y editor se mezclaron dos tipos de problemas entrelazados, literarios y políticos. El texto de Karski está escrito en primera persona ya que la materia del relato es su experiencia y, obviamente, se centra en  las actividades que el autor/narrador realizaba por cuenta del gobierno polaco y en las circunstancias en que se desarrollaban, que es lo que da vigor y brillantez al texto y lo que disgustaba a los soviéticos y a la opinión norteamericana que en ese preciso momento histórico y no sin razón consideraba a Stalin como su aliado. El libro recibió críticas de la parte prosoviética y obligó al autor, por recomendación del editor, a añadir un post scriptum en el que reitera la condición de testimonio personal del libro, y añade, el estado clandestino polaco, al que yo pertenecía, se hallaba bajo la autoridad del gobierno polaco en Londres. No ignoro que, aparte de su organización, existían otros elementos que llevaban a cabo diversas actividades siguiendo las directrices de Moscú, o bajo su influencia. No he querido hablar más que de mis experiencias personales, y es por ello por lo que considero que no corresponde incluir sus actividades en la presente obra.

En resumen, la oportunidad histórica conspiró contra el libro y contra el autor. En julio de 1945, Gran Bretaña y Estados Unidos retiraron el reconocimiento al gobierno polaco en el exilio. Karski se había convertido en enemigo del nuevo régimen implantado en su país, así que permaneció en Estados Unidos y encontró acogida en la Universidad de Georgetown donde hizo una dilatada carrera académica hasta que un nuevo giro de guión le devolvió a escena. Fue en 1978, cuando le entrevistó Claude Lanzmann para su película Shoah. Karski no se sintió complacido por esta experiencia porque, a su juicio, en el montaje final no se habían destacado los esfuerzos de la población polaca para ayudar a los judíos. Lo cierto es que Shoah no es una película anecdótica ni documental sino un intento, podría decirse que ontológico, de rescatar la conciencia del Holocausto a través de las dolorosas memorias de sus supervivientes.

La película, no obstante, catapultó a la fama mundial a Karski, que desde entonces fue conocido como el hombre que quiso parar el Holocausto. Es verdad que fue, quizá, el primer testigo ocular del destino de los judíos en Polonia y, en todo caso, el que en fecha más temprana avisó de su realidad a las élites occidentales; también es verdad que Karski se sintió estremecido, literalmente enfermo, ante las escenas del gueto y del campo que visitó, y consideró lo que había visto, así lo deja escrito, como el segundo pecado original de la humanidad. La suerte de los judíos bajo la férula nazi era cosa sabida en las sociedades de los países ocupados y por los gobiernos aliados, aunque no se conociera su alcance ni los detalles de su ejecución, pero no estaba en la agenda de la guerra, por razones militares y geopolíticas, y en todas las sociedades europeas beligerantes se podía encontrar en mayor o menor medida el antisemitismo que inspiró la llamada solución final.

En el último viaje clandestino desde la Varsovia ocupada hasta Londres, Karski atravesó la Europa en guerra con un escapulario en el pecho que contenía una hostia consagrada  y, en el bolsillo, una pastilla de cianuro. Es imposible encontrar una metáfora más atinada de la nación que representaba Karski, entre una esperanza sobrenatural y la extinción probable. Esta Polonia emergió tras la implosión del bloque soviético a principio de los años noventa, aunque las fuerzas que lo hicieron posible operaban desde muchos años antes, como se desprende del testimonio de Karski. Polonia aportó al nuevo mundo surgido de la caída del muro de Berlín dos elementos inéditos y extraordinariamente influyentes en la geopolítica de la época: al interior, un poderoso sindicato obrero de matriz antisocialista, que se constituyó en la columna vertebral del nuevo régimen, y, en el exterior, un papa de Roma, el primero de esta nacionalidad, que sirvió de caución moral e ideológica a la revolución conservadora en sus innumerables viajes por todo el planeta. Polonia ocupaba un lugar en el mundo por primera vez desde su constitución como estado independiente en 1918. En este marco, entró a formar parte de la Unión Europea y de la OTAN, dos organizaciones con fines distintos y cuyo ensamblaje varía en cada país, donde los intereses y expectativas son distintos.

Como en la época de Karski, el nacionalismo polaco rechaza cualquier forma de tutela externa, ya sea a la fuerza o por contrato. No debe olvidarse que el desmembramiento y ocupación de Polonia en los años cuarenta se debió a un acuerdo internacional entre Alemania y Rusia. Los polacos detestan el europeísmo que representa Bruselas, cuya legislación comunitaria es vista en Varsovia como un ataque a la soberanía nacional. Por ende, el nacionalismo polaco, como todos los nacionalismos, es tradicionalista y reaccionario, y ve las libertades de las que tanto alardean las democracias liberales como una amenaza y no como una conquista. La OTAN es otra cosa: significa el intento de poner a Washington y Londres al servicio de la seguridad nacional polaca. Es una voluntad que ya expresó el general Sikorski y Jan Karski recoge en su libro. No fue posible en los años cuarenta pero es necesario intentarlo ahora, que Rusia ha vuelto a las andadas y ha invadido Ucrania, un territorio, por cierto, que fue parcialmente polaco en tiempos no tan remotos.

No sabemos en qué derivará esta nueva guerra europea; de hecho, no sabemos siquiera cuáles son los objetivos últimos de los contendientes, de los que formamos parte. La insistencia de nuestro gobierno en llamarla la guerra de Putin no sirve más que para banalizar el acontecimiento. Lo seguro es que cambiará la faz de Europa, ensimismada y teñida de optimismo desde hace treinta años, por un paisaje más incierto e inseguro y, una vez más, Polonia está en el epicentro del seísmo, como en 1939. Varsovia se ha tomado en serio la amenaza y, entre otras previsiones, ha montado un pequeño guantánamo donde ha encarcelado al periodista español Pablo González, se supone que acusado de espionaje, aunque por ahora no hay caso, ni instrucción, ni proceso, ni defensa regular del detenido. Las famosas libertades cívicas que constituyen el santo y seña de Europa se han esfumado para el  periodista, aunque nuestro entusiasta presidente del gobierno defiende y respeta a la justicia polaca. El viejo lector de Jan Karski piensa en el estado clandestino.