No comprendo cómo se puede carecer hasta ese punto de tacto político. Y eso es lo que nos hace falta a los rusos. (Serguéi Ivánovich Koznyshev, personaje de Anna Karénina)

Ah, es una historia fastidiosa y larga de contar. ¡Todo eso es tan confuso en este país! (Stepán Árkadich Oblonski, personaje de Anna Karénina)

En el medio social a que Konzyshev pertenecía lo único de lo que se hablaba y escribía en esa época era de la cuestión eslava y de la guerra entre Serbia y Turquía. Todo lo que de ordinario hace la muchedumbre ociosa para matar el tiempo se hacía ahora en provecho de los eslavos: bailes, conciertos, banquetes, discursos, modas, cerveza…. todo servía para dar testimonio de simpatía a los eslavos. (Anna Karénina, Lev Tolstoi)

La atención del viejo en la última semana ha estado atada a la lectura de Anna Karénina. El empeño no responde a una vindicación de la gran literatura rusa, ahora que todo lo ruso está connotado de barbarie, sino más modestamente a un ajuste de cuentas privado con unos pocos novelones de acreditado relumbrón que el viejo quiere leer antes de que le falten las fuerzas y las ganas para hacerlo. Manías de quien no sabe qué hacer con el poco tiempo que le queda. Después de leerla, sin embargo, el viejo constató que a esta edad no hay novela que consiga aliviarte de los males de la realidad.

La historia de Anna Karénina es consabida: un adulterio que termina trágicamente para la mujer. El guión es tan simple y moralizante que se adapta con facilidad al lenguaje cinematográfico y explica que se hayan hecho al menos dieciséis versiones comprobables para cine y televisión. Pero lo que hace grande a la novela son los sucesivos estratos de intelección bajo la anécdota central. En el primero de estos niveles se encuentra una exposición del conflicto entre la libertad de la pasión romántica y la constrictiva norma que rige la sociedad. El tormentoso desajuste entre lo anhelado y lo conseguido, entre el deseo y la realidad. Para hacerlo visible, Tolstói describe las querencias y quehaceres de un reducido grupo de la clase dirigente del imperio ruso, del que emergen algunos caracteres inolvidables.

Y, por último, este retrato de familia se enmarca en un periodo histórico de fervor liberal y reformador en Rusia del que se hacen eco los personajes. La novela se publicó en 1877, quince años después de la emancipación de los siervos, sin duda el acontecimiento más importante de la moderna historia de Rusia antes de la revolución bolchevique, y el novelista dedica muchas páginas a describir el clima social de la época: discusiones sobre temas de actualidad política, celebración de elecciones para cargos de la nobleza, relaciones de los terratenientes con los campesinos y aparceros, especulaciones sobre la propiedad y la productividad de la tierra, etcétera. En resumen, los personajes están preocupados por qué es Rusia y cuál su futuro. Es en este humus donde este lector encuentra algunas indicaciones intrigantes.

Alekséi Karenin, el marido despechado, es un alto funcionario de la administración imperial que dedica a sus tareas profesionales más atención que a su esposa y en cierto momento afirma estar ocupado en una iniciativa a favor de las tribus indígenas. En la imaginación occidental, moldeada por el pasado de los imperios transoceánicos, tribus indígenas designa a los habitantes de lugares remotos y calientes al otro lado de la mar océano y al lector le choca saber que también hay indígenas en un imperio continental y frío como el ruso. De hecho, no es la primera vez que este lector sufre un episodio de disonancia cognitiva por el mismo motivo. Fue en la lectura de otro libro muy distinto, Vestidas para un baile en la nieve, de Monika Zgustova, que ofrece una gavilla de entrevistas a mujeres soviéticas condenadas en los campos del gulag  y en el que algunas relatan la ayuda que recibieron de chamanes que estaban también presos.

La noticia de que el chamanismo siberiano no solo estuviera vigente en pleno siglo veinte sino que fuera también víctima de la uniformación forzosa impuesta por el imperio estalinista demuestra que la cuestión indígena que preocupaba a Aleksei Karenin no está resuelta, aunque ahora las tribus sean llamadas nacionalidades y de ellas extraiga el actual gobierno ruso a los reclutas que envía a la guerra de Ucrania. Solo en la caucásica Daguestán, una de las regiones proveedoras de carne de cañón, se cuentan por decenas las tribus indígenas que quitaban el sueño a Karenin y le impedían cumplir sus obligaciones conyugales con Anna: ávaros, darguines, cumucos, lezguinos, laks, azeríes, chechenos. Un maldito puzle y un quebradero de cabeza si ha de otorgarse a todos el derecho a la autodeterminación, debió pensar don Vladimir Putin antes de emprenderla a cañonazos contra la tribu más grande que tenía a mano, la de los ucranianos.

La guerra es el bálsamo para el insoluble conflicto típicamente ruso entre las ensoñaciones del deseo y las constricciones de la  realidad. Después del suicidio de Anna, el apuesto seductor conde Vronski no encuentra otra salida a su desasosiego que sumergirse en el alma colectiva y alistarse en un batallón de voluntarios rusos que van a defender la unidad de los eslavos en la guerra de Serbia y Turquía, en 1876, cuyo último coletazo, por ahora, se registró en las guerras de la extinta Yugoslavia, en los pasados años noventa, donde una vez más se enfrentaron eslavos y turcos.

Es un error creer que en Europa no hay tribus indígenas, y solo si estás muy arriba en la escala social, como Anna Karénina, no perturban tu existencia y puedes morir de amores, a tu gusto.