Una pregunta que no puede evitar hacerse el lector de cierta edad: ¿qué tiene que ver este libro conmigo?, ¿en qué página se habla de mí y de mis cuitas? En el cuento que sigue se da una respuesta, siquiera anecdótica.

El viejo husmea sin rumbo ni propósito por entre los anaqueles de la biblioteca pública del barrio y topa con La gallina ciega de Max Aub. La sorpresa le hace tomar el volumen, que narra una historia ocurrida hace más de medio siglo en la que cuesta creer que alguien esté interesado ahora, y menos entre el público lector de esta remota ciudad subpirenaica. La edición es de 2003 y es la tercera de la editorial Alba, que la publicó por primera vez en 1995. El viejo hace cuentas y se dice a sí mismo que son ediciones de la época en que la noción de memoria histórica emergió en el debate público y tuvo reflejo en el mundillo editorial, y coincide en el tiempo con la vindicación de Max Aub por parte de algunos novelistas como Almudena Grandes y Rafael Chirbes (*). Antes de ese momento, Aub era un autor olvidado, y lo era aún más si cabe cuando en 1971 la editorial mexicana Joaquín Mórtiz, hoy del grupo Planeta, publicó este libro del que llegaron a España algunos ejemplares, probablemente clandestinos.

De aquella remota circunstancia queda en la memoria de este viejo el lamento airado de su amigo letraherido Juan Gómez Saavedra (¿qué habrá sido de él?) porque el libro no recogía que Juan había ofrecido a Max Aub durante su visita a España, que es la materia de La gallina ciega, una nueva versión adaptada de la Numancia de Cervantes, llevada al escenario por Rafael Alberti durante la guerra civil, con la esperanza de recibir un comentario benévolo y quizá la aprobación del maestro. La queja del amigo Juan estaba justificada porque La gallina ciega versa sobre el olvido que acarrea el paso del tiempo, la incomunicación generacional, los insaciables egos de los artistas y quizá también sobre el azaroso aprendizaje sentimental de los jóvenes y su accidentada participación en la historia.

En el verano-otoño de 1969 Max Aub visitó España so pretexto de recabar alguna información para una biografía del cineasta Luis Buñuel que luego fue una novela, pero el afán del escritor exiliado en México al emprender el viaje era más profundo e íntimo. Quería ver su país, en el que había vivido, sobre el que había escrito, por el que había luchado y del que había sido expulsado por la victoria de Franco treinta años atrás. No vino para quedarse, ni para dejarse seducir por lo que viera. Al contrario, llegó bien guarnecido de desconfianza y resentimiento. Pero ninguna prevención que hubiera podido adoptar ante la realidad que le esperaba le libró, sin embargo, de un mal que aqueja a todos los viejos: la desoladora experiencia de que nadie está ni te espera en el escenario de tu juventud.

Familia, amigos, conocidos, colegas, todos los interlocutores del recién llegado estaban a sus asuntos, en otro mundo al que él no tenía acceso, hasta el punto de que la crónica que hace de sus encuentros es un relato entrecortado, atropellado, tachonado de tópicos de conversación, unos personales y otros políticos (el caso Matesa y la presencia del Opus en el gobierno estaban entonces al pil pil), que manifiestamente no le interesaban. Cuando aterriza en el aeropuerto de El Prat en Barcelona evoca que en esos parajes se rodó Sierra de Teruel de André Malraux. Pero nadie le pregunta por la película de la que fue guionista, ni por su obra literaria, ni por la república por la que combatió, ni por la guerra civil que quebró su existencia. Solo les importa saber lo que pienso de España, de lo suyo, subraya con incontenible irritación. Los equívocos son constantes. Gabriel García Márquez, que entonces vivía en Barcelona y con el que se encontró Aub, estaba más interesado por la invasión rusa de Checoslovaquia, y el viejo republicano sentencia: Gabo y su antisovietismo desatado.

Un pueblo amansado, resume Max Aub sobre los españoles, y unas páginas más adelante amplía esta idea con una observación que seguramente no era muy distinta a la que se podría esperar de los prebostes de la dictadura: Aquí no es que no haya libertad. Es peor: es que no se nota su falta. Falta hasta el concepto de lo que es. Si mañana le diera suelta, el español no sabría qué camino o qué partido tomar. Y recaería en la anarquía. El equívoco que envolvió al visitante se debe a que encontró una sociedad cambiada pero no frágil ni abrumada ni destruida, y que empezaba a experimentar un cierto bienestar y había aceptado pagar el precio de la amnesia hacia todo lo que Max Aub representaba. En un cierto sentido, La gallina ciega puede leerse como un epílogo inesperado, también para su autor, de El laberinto mágico en el que Aub novelizó la tragedia de la guerra civil.

La extrañeza que envolvió la visita del ilustre exiliado no quiere decir que su presencia fuera ignorada o preterida. Al contrario, fue objeto de innumerables entrevistas en prensa, inevitablemente marcadas por equívocos de una u otra clase, y el cogollito de la cultura progre de la época le dispensó una cordial y atenta acogida. Encuentros, a menudo de mesa y mantel, con literatos, académicos y artistas menudean en la crónica, muchas veces para dejar constancia del desacuerdo o del fastidio del agasajado. En Barcelona, entonces la capital de la industria editorial española y sede del boom latinoamericano, pudo reunirse con autores, editores y agentes, y en Madrid gozó y, por lo que cuenta en su crónica, diríase que disfrutó también de la hospitalidad del crítico teatral José Monleón y la actriz Nuria Espert, a la que el visitante califica de oscura y profunda y cuya compañía representaba por aquellas fechas  en el teatro Fígaro Las criadas, de Jean Genet, en una magnética puesta en escena de Víctor García sobre la que Aub tiene una opinión despectiva. Y de esta manera nos acercamos al final del cuento.

Por aquellas fechas, el escribidor de estas líneas, que tenía a la sazón veinte años, había llegado a Madrid en compañía de su colega y primo carnal Antonio Sanz para hacer teatro (nunca mejor dicho) y se habían incorporado a un tingladillo del crítico Monleón para poner en escena un puñado de obritas de autores españoles incipientes y pronto olvidados, a los que el crítico norteamericano George E. Wellwarth agavilló en la fórmula teatro simbolista español, y mientras estos afanes tenían lugar, Monleón, que había editado obras de Max Aub en Primer Acto, y Espert propusieron al eximio autor darse a conocer mediante la lectura de alguna de sus obras ante un público selecto pero no exiguo, que podría reunirse en el foyer del Fígaro el día en que no hubiera representación.

Aub aceptó entre halagado e intrigado. El primer texto propuesto para la lectura de autor fue de la obra Deseada pero resultó prohibido por la censura, no tanto por el contenido como por alguna pejiguera administrativa y celos en el escalafón funcionarial del régimen. A Max Aub le divierte tanto este lance que le parece un digno colofón a su visita a la España de la dictadura: censurado, una vez más, por el franquismo, y así lo recrea en una chanza a propósito que inserta en La gallina ciega. Pero Monleón y Espert  están fogueados en la guerra de guerrillas contra la censura y proponen otras obras del autor: San Juan, Morir por cerrar los ojos y No, que reciben el nihil obstat.

Llega el día de la lectura, 17 de octubre de 1969. El día anterior, Monleón reúne a los gregarios de su taller de teatro para invitarles al acto. El objetivo es triple, que los pupilos adquieran un poco más de lustre teatral, que haya público joven y que hagan bulto ante la posibilidad de que el público previsto desdeñe la invitación y el acto trabajosamente urdido termine en un fiasco. Y ahí está este viejo, inerme y curioso con sus veinte años recién estrenados. San Juan es una tragedia y una sombría metáfora a las puertas de la segunda guerra mundial (se estrenará en España treinta años después) pero el acto está pastoreado por Nuria Espert, que atiende gentilmente a los invitados de más vitola,  con un vestido azul oscuro de estambre e hipnótica minifalda, y al empezar la lectura se sienta en el suelo frente al autor de estas líneas creándole una insuperable disonancia cognitiva entre lo que oye y lo que ve. Al fondo, la voz tremolante del maestro, raspada por la erre francesa, que describe el horror de una humanidad insolidaria dirigiéndose al desastre y, ante los ojos, las piernas de Nuria Espert graciosamente cruzadas y enfundadas en el misterio de unas medias negras.

Aquel día, todos aprendimos algo. Max Aub, que su mundo desaparecía junto al grácil esplendor de una joven oscura y profunda, y este escribidor as a young man, que hay muchas maneras de participar en un acontecimiento histórico, pero la más frecuente es distraído (**).

(*) Después de escribir estas líneas, el autor ha advertido que hay una nueva edición de La gallina ciega (Editorial Renacimiento, 2021) que comparte la mesa de novedades con la reedición de Residente privilegiada, las  memorias de otra ilustre republicana exiliada, María Casares.

(**) La noticia del acto en la prensa madrileña fue lacónica: La actriz Nuria Espert inauguró su taller experimental de teatro con la lectura por el autor Max Aub de fragmentos de sus obras ‘Morir por cerrar los ojos’, ‘No’ y ‘San Juan’. Asistió un nutrido grupo de gente de teatro: actores, directores y público que aplaudió las tres piezas. (Agencia Cifra y Diario Informaciones).