Ser viejo es estar despistado, desubicado. La conocida proclama marxista-grouchista –paren de mundo, que me bajo– ya se ha producido sin que el planeta necesitara reducir su velocidad de rotación. El tren se va y tú estás plantado como un pasmarote en el andén del apeadero. Disimulas. Uno de mayo, día de los trabajadores, y trabajadoras, como dicen ahora los sindicalistas. Hubo un tiempo en que creíste que era la fiesta más importante del año porque no se debía a una imposición de los dioses o a un mandato del estado sino que era una conquista de la humanidad. La celebración de la jornada de ocho horas, que ya está derogada.

Enciendes el ordenador y el doodle de google, ese gran prescriptor de certezas, muestra una imagen rara: dos manos, una más pequeña que la otra pero ambas negruzcas y sarmentosas, como de momia. Picas en la imagen y la pantalla te anuncia que hoy es el día de la madre. ¿Pero no era el ocho de diciembre, día de la inmaculada concepción?  El calendario postmoderno es como la pechera de un general ruso o norcoreano, tachonada de medallas que conmemoran todas las gestas y efemérides de la humanidad y sus dominios, desde la rana bermeja hasta el cáncer de colon. Pero ¿a quién se le ha ocurrido superponer la celebración de las madres a la de los trabajadores? Será La madre, de Máximo Gorki, susurra el subconsciente, que parece estar de buen humor. El tiempo soleado acompaña, desde luego.

El viejo se acerca a una de las manifestaciones sindicales del día. En la ciudad se celebran por lo menos dos o tres. Ya saben aquello de agrupémonos todos, aunque la letra del himno añade, para la lucha final, y para eso queda un rato. Entretanto, cada uno con sus afinidades electivas, que reúnen a unos pocos cientos de personas –viejos, parejas con niños, algunos adolescentes-, que parecen unidas más por lazos de afecto, amistad o vecindario que por la severa ligazón militante. Profusión de banderas, pero si el desfile fuera por un prado o una playa, y no por las calles de la ciudad, podría creerse que se trata de un picnic. Tambores al comienzo de la manifestación, una especie de batucada entre lo militar y lo jaranero. Durante la marcha, un aparato de audio antediluviano ha aportado la banda sonora con las notas de Bella Ciao y La internacional. Hay algo sorprendente y enternecedor en la conservación de este ritual desvencijado y sin embargo resistente tanto a la extinción como a la renovación.

Desde hace por lo menos cuarenta años, las transformaciones del aparato productivo en el país y en el mundo han ido en contra de los intereses que se defienden en esta manifestación y esta corriente adversa se ha acelerado más si cabe en la última década hasta el punto de que la clase obrera industrial ha dejado de ser un sujeto político relevante. Una prueba empírica reciente: la reforma laboral de la ministra doña Díaz, impecablemente urdida de acuerdo con el manual clásico de relaciones laborales, fue aprobada de chiripa en el parlamento por la casual tontucia de un diputado de la oposición.

Ayer, víspera del primero de mayo, un canal de la televisión pública emitió Sorry We Missed You, la película de Ken Loach en la que se cuenta la transformación de un obrero industrial desempleado en transportista autónomo franquiciado por una empresa de transpaquetería que le exprime como a un limón y frente a la cual el emprendedor no puede contar con protección sindical ni con la solidaridad de sus compañeros, que son sus primeros y más feroces competidores. Un rider de Glovo atraviesa la manifestación del primero de mayo sobre la que revolotean las notas melancólicas de Bella Ciao.