La playa y el mar cosidos remedan una gran bandera de Ucrania. Un mar azul y calmo, sobrevolado por cometas multicolores que los niños accionan en la arena. Drones inocentes y festivos. Arranca la primavera y al lugar no ha llegado aún la fiebre vacacional, que este año ajusta cuentas con la pandemia y multiplicará el número de visitantes. Los que hay ahora, pocos, son diminutos trazos al carboncillo que titilan en el reverbero de la tarde sobre la superficie de color mostaza.

En el velador del chiringuito, un vaso largo del cóctel local, anaranjado y dulzón –agua de Valencia, lo llaman-, de moda entre los adolescentes ensimismados en sus dispositivos móviles, aparatitos mezcla de mascota y alter ego que nos  entretienen las horas al precio de tenernos abducidos. A la espalda del forastero, al otro lado del paseo marítimo, los parches y metales de la banda municipal pautan el desfile de un cristo o de una virgen transidos por un sufrimiento enjoyado y pinturero.

El forastero se dice que en este país a la orilla del Mediterráneo quiso morir su padre, sin conseguirlo porque la muerte se adelantó a sus incipientes planes y le pilló en casa, en pijama, demasiado pronto. La cometa cae a la arena y el padre del niño que la manejaba se empeña en que remonte el vuelo. La impaciencia agita el tiempo detenido y la historia no encuentra la salida. La cometa parece muerta, como si hubiera vivido antes. El forastero se inquieta, apura el último trago del bebedizo de color naranja, se levanta, deja un euro de propina en el velador junto al vaso y abandona la escena.