Uno de los descubrimientos más funcionales y polivalentes realizado por la especie humana, después del fuego, la rueda y el preservativo, es la clase obrera. No solo levanta y sostiene las bases materiales de cualquier civilización –ya saben, construir edificios y monumentos, cavar zanjas, extraer minerales y transportar bultos- sin preguntarse por el sentido histórico o moral de esta agobiante tarea, sino que, cuando no se la necesita para esos menesteres ordinarios, está disponible como carne de cañón en las guerras, reserva para equilibrar los indicadores macroeconómicos (la inflación, la deuda) en tiempos de paz y, en general, para sostener con su voto o con su abstención todos los regímenes políticos imaginables, pues todos se legitiman en su nombre. En esta particular circunstancia de tiempo y lugar va a servir para el juego de equilibrios de la nueva clase política española, formada por gente muy preparada para lo que se espera de ellos. Veamos.

Hemos convenido en que la reforma laboral del gobierno de don Sánchez es el santogrial de la legislatura. El marco de una nueva y esperanzadora etapa histórica del país en estos tiempos turbulentos. El instrumento para dar esperanza a millones de trabajadores, maltratados por la devaluación de salarios y condiciones laborales que perpetraron don Rajoy et alii diez años atrás para rescatar al país de una deuda que los trabajadores no habían contraído. A pesar de la aparente obviedad del propósito y de la presunta mayoría de la izquierda en el parlamento, la materialización de la reforma ha sido muy costosa y no es seguro de que llegue a término.

La encomienda quedó en manos de la única ministra comunista del gabinete, que se empeñó en una estrategia de negociación y pacto entre las partes concernidas que solo los más viejos del lugar reconocen porque fue el modus operandi de la ya derogada transición. La ventaja del resultado es que está firmado y aceptado por los representantes de los intereses concernidos o agentes sociales, como se les llama; el inconveniente, que ha dejado fuera de la negociación a algunas fuerzas que tienen cuentas pendientes con el gobierno y esperan cobrarlas en este trance.

Los llamados Pactos de La Moncloa, el precedente remoto de esta reforma laboral, se acordaron en un tiempo en que los españoles recién habían salido de la dictadura pero la dictadura no había salido de ellos; un tiempo de estupor, esperanza y miedo que invitaba a aceptar lo que dijera la superioridad. Hoy también se encuentran estos ingredientes de estupor, esperanza y miedo, más tuiter, y nadie cree que don Sánchez y demás gallos del corral, educados en el eslogan de l’oreal-parís, porque yo lo valgo, sean la superioridad de nada ni de nadie. Sin embargo, en sus manos está el destino de la clase obrera, por decirlo así.

Vascos y catalanes, que apoyaron la investidura de don Sánchez y la aprobación de los presupuestos, han decidido dejar al gobierno colgado de la brocha en este asunto por algún arcano regional, y, como no hay mal que por bien no venga, el presidente del gobierno ha visto la puerta abierta a incorporar a su bando a los ciudadanos naranjos librándose así, aunque sea por un rato, de la pesadilla que significa tener a los podemitas de socio de coalición, que, cuando no le tocan las narices, como hacía don Iglesias, le montan un pollo con los pollos de granja, como ha hecho don Garzón, o, lo que es peor, le disputan el plano en la tele, como hace doña Díaz. A su turno, don Bal ya ha declarado que apoyará al gobierno por razón de estado. Para los ciudadanos naranjos, el estado es un galimatías que les obliga en cada ocasión a hacer algo distinto y contradictorio con lo que hicieron la vez anterior, y a ver si de ese modo consiguen no desaparecer del mapa. En el jardín de infancia hay acuerdo en que la defensa de la clase obrera es un juego muy divertido.