La ocurrencia de que un dinosaurio se dirija a la asamblea de las nacionesunidas para predicar sobre una hipotética catástrofe climática que puede acabar con la especie humana se soporta en dos equívocos. El primero, que los dinosaurios no están en condiciones de dar lecciones de supervivencia  y el segundo, que estos habitantes del Mesozoico han devenido mascotas para la imaginación postmoderna. Los dinosaurios se recrean para despertar empatía en la mentalidad infantil, como los gatitos en los vídeos de internet, no para repartir admoniciones sobre el futuro. Dinosaurios y humanos convivimos en una peli de Spielberg, y, la verdad, no se está tan mal ahí, con palomitas y todo.

El cambio climático ha penetrado en la nebulosa de nuestras creencias pero, como todas las creencias sobrenaturales, no consigue realizarse en prácticas positivas que puedan combatirlo de manera eficiente y universalmente aceptada. Los augures, o expertos, administran el estado de ánimo del público de manera desigual. Para unos, es posible atajar el calentamiento global; para otros, es demasiado tarde; para David Attenborough, todavía no lo es si actuamos ahora, y aún hay otros que advierten que el cataclismo se nos echa encima y ¡avanza más rápido de lo previsto! No nos aburriremos recordando las analogías que la creencia climática tiene con otras creencias históricas de carácter religioso o mágico. Para no ir demasiado lejos en las comparaciones, apuntaremos que la febril atmósfera del apocalipsis climático ha creado una nueva réplica de Bernadette Soubirous, la pastorcilla de la revelación de Lourdes, que ahora se hace llamar  Greta Thunberg.

Si el cambio climático es consecuencia de alguna variable astronómica, poco podemos hacer los bípedos implumes, como poco pudieron los dinosaurios, y si es efecto de la actividad humana, cualquier estrategia o iniciativa para detenerla o corregirla sería una enmienda a la totalidad del mandato de la especie desde que Lucy se levantó sobre sus patas traseras en el valle de Laetoli, que nos impone dominar la tierra y a cuanto vive en ella (Génesis, 1.28). En cuanto a ver las cosas de otro modo, estos días tenemos una demostración de la impotencia de nuestras acciones y de la flaqueza de nuestros propósitos. Los hados que manejan el mercado han dispuesto la coincidencia de, un incremento disparado del precio de la energía, un paralizante déficit de los suministros que surcan el planeta, una inflación volcánica y una inesperada caída del consumo. Circunstancias que parecen invitar a un modo de vida más morigerado y a corregir el rumbo hacia lo que llaman la agenda verde, pero lejos de despertar la esperanza, estas circunstancias han provocado una ansiedad generalizada, cercana al pánico, y con certeza retrasarán la llamada transición energética, si es que no la abortan con el consiguiente retorno al carbón y a las nucleares, es decir, a un camino intermedio entre la tierra reventada de las cuencas hulleras bajo una nube de smog y la tierra devastada de Chernobyl o Fukushima.

Menos mal que los prebostes que creen gobernar el mundo están vigilantes y, reunidos en Roma, han tomado una primera medida contundente: alineados para formar un muro de confianza y optimismo, han formulado un deseo y han invocado a la suerte echando una moneda a la Fontana di Trevi.