Cuando empezó todo esto experimenté una especie de déjà vu. Recordé haber leído un famoso diario personal que el escritor rumano Mihail Sebastian llevó entre 1935 y 1944. En él relataba la crónica de un cambio aún más extremo producido en su propio país. Como yo, Sebastian era judío, aunque no religioso; como en mi caso, la mayoría de sus amigos se situaban en la derecha política. El diario describía cómo, uno a uno, se habían sentido atraídos por la ideología fascista del mismo modo que un grupo de polillas se precipita irremisiblemente a una llama. Describía la confianza en sí mismos que habían adquirido sus amigos cuando dejaron de identificarse como europeos para, en cambio, pasar a calificarse rumanos de ‘sangre y tierra’. Les escuchaba mientras derivaban hacia un pensamiento conspiranoico o se volvían despreocupadamente crueles. (Anne Applebaum. El ocaso de la democracia. Debate, 2020).

La periodista y analista política Anne Aplebaum describe en el libro del que se ha tomado la cita que encabeza este comentario la conversión de una parte significativa de la derecha conservadora tradicional a una ideología conspiranoica, xenófoba y antisemita, que se extiende por el mundo conservador de las democracias liberales en formas rupturistas y autoritarias, desde la victoria de Trump, la consecución del Brexit, los gobiernos integristas de Polonia y Hungría o la aparición de Vox en España. El libro de Applebaum se comenta en otra entrada de esta bitácora. En su libro, Applebaum cita el Diario de Mihail Sebastian como ilustración histórica de esta deriva hacia el fascismo. El Diario de Sebastian se publicó en España (ed. Destino) en 2003 y también para este lector fue un descubrimiento.

Mihail Sebastian es un gigantesco escritor perfectamente desconocido en España, aunque, al decir del traductor y prologuista, Joaquín Garrigós, muy conocido en su país como dramaturgo y novelista. Rumania es para los españoles un país extremo e ignoto del que sin embargo  proceden algunos de los autores más relevantes de la cultura europea del siglo XX, conocidos a través de su adopción por la cultura francesa: Eugen Ionescu, Emile Cioran y Mircea Eliade, entre los más renombrados aunque el exilio intelectual rumano fue muy amplio. El autor de estas líneas  tuvo como profesor de literatura europea a Vintila Horia, un escritor del periodo de entreguerras, como los demás mencionados, que encontró asilo en el régimen de Franco. Todos ellos formaron parte de la eclosión cultural que registró su país en los años treinta, de la que da noticia Mihail Sebastian. Mircea Eliade fue amigo de Sebastian, y Ionescu (o Ionesco, como se le conoce en Occidente) tuvo una dilatada relación con este autor, y ambos aparecen citados en numerosas entradas de este Diario.

La traición

El rasgo contradictorio, y trágico, del que da testimonio este libro radica en que el despegue cultural rumano de los años treinta tuvo un cariz nacionalista y antisemita y Mihail Sebastian era judío. No exageramos si afirmamos que Rumanía era el país europeo más antisemita de preguerra. Incluso en el siglo XIX, el antisemitismo era un hecho claramente establecido en ese país, escribe Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén. De modo que lo que aquí se cuenta es el doloroso proceso de un individuo –un intelectual, un artista- progresivamente segregado de los círculos en los que desarrollaba su vida profesional y afectiva, víctima de las humillantes y amenazadoras medidas antisemitas del gobierno del general Antonescu, mientras sus amigos, Mircea Eliade en especial, medraban en aquel régimen y obtenían de él toda clase de prebendas.

El perfil de Mircea Eliade ha sufrido diversos avatares en los últimos cuarenta años. Sus obras registraron una gran difusión y aprecio en la efervescencia del misticismo y búsqueda de caminos espirituales alternativos que tuvo lugar en los años sesenta y setenta, un periodo que también registró el éxito editorial de Cioran. Algunos años más tarde, cierta ola revisionista recordó que la mayor parte de estos autores tuvieron inquietantes connivencias con el fascismo en su juventud. Estas circunstancias biográficas son ineludibles en cualquier examen de la vida y obra de Eliade,  y resultan especialmente desasosegantes si se cotejan con la experiencia de Mihail Sebastian.

Iosef Hechter, pues tal era el verdadero nombre de Mihail Sebastian, nació en 1907 y, con un brillante currículo como graduado de Secundaria y estudiante de Derecho, se incorporó muy joven, de la mano de su maestro y mentor Nae Ionescu,  a la redacción del diario Cuvântul en el que escribía un poderoso e influyente grupo de intelectuales, entre los que destacaba Mircea Eliade. El periódico era entonces el órgano de la emergente derecha conservadora en la que anidaría el fascismo de los legionarios de la Cruz de Hierro. Mihail Sebastian era un judío perdido en una camada de antisemitas beligerantes. Desde las primeras páginas del libro, deja noticia de las manifestaciones, cada vez más frecuentes y agresivas, aunque por ahora sólo doctrinales, del antisemitismo ambiental. Pero Sebastian es un judío asimilado a la cultura rumana y todos sus esfuerzos mentales, que las entradas del Diario describen vívidamente, están dirigidos a aislar las manifestaciones de antisemitismo del prejuicio favorable que tiene sobre aquellos escritores a los que admira y de los que se considera amigo. Simplemente, no está dispuesto a dejarse arrastrar por el juego y se parapeta en una especie de humor sombrío y atrozmente clarividente, que, como recuerda en numerosas ocasiones, es una característica de su pueblo. El afecto hacia sus amigos fascistas le lleva a preocuparse por su suerte, la de Eliade en especial, cuando son detenidos e internados en un campo de concentración a raíz del golpe de Estado del rey Carlos II contra el gobierno antisemita de Octavian Goga en febrero de 1938 y el asesinato en noviembre de Codreanu y otros legionarios.

Pero este afecto se hace cada vez más difícil hasta que resulta imposible. Sebastian comprende que sus hasta entonces amigos apoyan a un régimen que busca su aniquilación física. A medida que se acerca la guerra y cuando ésta estalla, Rumania se inclina del lado del Hitler e inicia la puesta en práctica de políticas de limpieza étnica con la población judía. Entonces, los amigos de Sebastian, como Eliade, lo dejan solo a su suerte. El relato de la vida cotidiana de este judío en el centro de un régimen resuelto a liquidar a todos los judíos es el angustioso dietario de una presa acosada por predadores frente a los que no hay más defensa que la suerte. Sebastian escruta los signos de la realidad que le rodea intentando prever de dónde procederá el próximo zarpazo y cómo podrá escapar de él. Las medidas de limpieza étnica son promulgadas con determinación y brutalidad, pero se aplican sobre el terreno de una forma azarosa, quizás desorganizada, a menudo inexplicable, que hace posible que no siempre alcancen su objetivo. Por lo demás, su mera relación produce pánico: normas de segregación, expulsiones de centros públicos y asociaciones profesionales, desalojo de viviendas, destrucción de barrios enteros, multas cuantiosas y aleatorias, requisas y saqueos de bienes, deportaciones, reclutamientos forzados en brigadas de trabajo, hasta el final anunciado que Sebastian consigue eludir una y otra vez. En cada ocasión en que es sometido a algún vejamen, remata su comentario con una observación irónica sobre la barbarie: limpiar de nieve las calles o aportar ropa de lencería, obligaciones a que someten a los judíos en algún momento, le parecerían medidas cómicas, o grotescas, si no fueran terribles, y se lo repite en cada caso, resuelto a dejar testimonio de que no le han arrebatado la humanidad.

El náufrago

El lector acompaña día a día a Sebastian en este sorteo macabro y sostenido, y puede observar, con la precisión que recibiría de un parte médico, el desgaste físico y mental que comporta para el protagonista, aferrado no obstante a una incansable actividad intelectual, en la que no abandona sus lecturas de literatura francesa, emprende traducciones (en el periodo de nueve años que abarca el Diario empieza aprendiendo inglés y termina traduciendo a Shakespeare), da clases en un instituto judío y lleva a cabo repetidos intentos, algunos coronados con éxito, de escribir comedias que firmarán otros para su estreno y que le reportan algunos ingresos a través de las relaciones que le quedan en el mundo de la farándula. Entre tanto, se ha visto privado del consuelo que le daban los conciertos sinfónicos que escuchaba por radio porque han confiscado los receptores a los judíos, contempla las hileras y las concentraciones de los que van a ser deportados, debe mudarse de casa porque le han expulsado de su piso de soltero, sufre una crónica ansiedad  por la falta de dinero, tiembla ante cada indicio de antisemitismo en su entorno (como cuando se encuentra en el portal un bebé abandonado y teme que la policía le haga “demasiadas preguntas”), sufre por la suerte de su hermano Leopoldo que vive en Francia y teme por su madre, Hitler y Goebbels pueblan sus pesadillas, que describe con precisión en el Diario, y evoca las hilachas que quedan de su vida social anterior mientras sus amigos de antaño, a los que apenas ve y sólo de manera accidental, se convierten en figuras fantasmales, oportunistas y medrosos, despojados del aura que les otorgó el afecto que tuvo por ellos en el pasado.

En la primavera de 1944 empiezan los bombardeos sobre Bucarest, que, si bien anuncian que se acerca el ansiado fin de la guerra, introducen un nuevo riesgo de aniquilación. Por fin, los rusos entran en la ciudad el 30 de agosto de ese año. Sebastian es un superviviente cuyo estado refleja un inmenso cansancio y a la vez una incandescente lucidez. Observa con su proverbial ironía los vertiginosos cambios de posición que se registran en la maltrecha comunidad de intelectuales que ha vivido toda la guerra a la sombra del régimen nazi, pero no se engaña respecto a lo que viene ahora. De hecho, conserva intacta su capacidad de sorpresa hacia el oportunismo rampante y su recelo hacia los regímenes totalitarios. Anota episodios de saqueo y agresión a cargo de las tropas de ocupación y resalta con humor que los reclutas soviéticos enloquecen por los relojes, aunque se siente incapaz de condenarlos. Colabora brevemente con los comunistas y es nombrado para un cargo cultural, pero la muerte, que le ha respetado durante la contienda, le asalta en forma de un autobús que le atropella el 29 de mayo de 1945, apenas nueve meses después del fin de la guerra.

Un mundo, una época

El Diario de Sebastian no es una mera agregación de apuntes mejor o peor hilvanados, sino un auténtico relato poblado de personajes y situaciones que se manifiestan en viñetas vigorosamente escritas por una pluma inquisitiva y atrozmente lúcida, guiada por la voluntad de atrapar la vida en sus líneas. El lector encuentra en él todos los ingredientes que podría exigirse a una pieza literaria mayor: progresión narrativa, conflictos dramáticos en una gran variedad de registros, de la tragedia al vodevil, semblanzas y caracteres muy vivos, fragmentos ensayísticos de asombrosa penetración, confesiones íntimas desgarradoras, compasión y humor,  incluso reflexiones sobre la creación literaria y la naturaleza del diario como género, y nutrida información sobre el fondo histórico de los episodios que se relatan. Sebastian no sólo es un observador perspicaz sino un analista político muy competente. Toma nota de lo que dicen sobre la situación de los frentes los periódicos bucarestinos y de lo que oye a salto de mata en las emisoras disponibles y, a partir de estos apuntes, el lector actual llega a hacerse una idea muy exacta de lo que fue la evolución de la guerra. Fue también un intelectual curioso y documentado que descubre que la obra de su maestro Nae Ionescu es un fraude plagiado de Oswald Spengler y da noticia de la importancia del cine de Leni Riefenstahl en fecha tan temprana como 1935.

El Diario está plagado de fragmentos en los que se ofrecen sintéticamente, en unas pocas líneas, observaciones muy certeras y pertinentes sobre acontecimientos complejos que acaban de ocurrir. Así, sobre el acuerdo de Munich, que las democracias occidentales celebraron como un éxito para el apaciguamiento de Hitler, escribe, el 1 de octubre de 1938: “Paz. Una  especie de paz. Me falta valor para alegrarme. El acuerdo de Munich no nos envía al frente, nos deja vivir, pero nos prepara para unos tiempos horribles. Ahora es cuando nos vamos a enterar de lo que significa la presión alemana”.

El judío, el escritor, el testigo

Sebastian no fue un judío practicante y mantiene una contradictoria relación con sus orígenes, y a menudo no puede reprimir el rechazo ante los rasgos más estereotipados atribuidos a su pueblo, como cuando evoca al “tío Avram, en el asilo, desfigurado, esmirriado, encorvado, infinitamente viejo y al parecer más ciego que nunca, medio muerto y, no obstante, obsesionado por una cantidad de dinero que tiene en rentas del Estado (111.547 lei, decía con absoluta precisión), preocupado por algunos recibos que no sabe a quién dárselos ni cómo esconderlos. ¡Terrible raza! Por lo menos, en lo que a esto se refiere, yo no me parezco en nada ellos.”

No se siente judío, pero no quiere dejar de serlo cuando esta condición se convierte en un riesgo mortal: “¡Pasaos al catolicismo! ¡Convertíos lo antes posible al catolicismo! ¡El papa os defiende! Sólo él os puede salvar ya. Desde hace unos días estoy oyendo sin parar esta consigna. Esta mañana, Comça y esta tarde Aristide y Alice me han preguntado muy serios qué estoy esperando. No necesito argumentos para contestarles ni tampoco los busco. Aunque esto no fuera tan grotesco, aunque no fuera tan estúpido e inútil, no necesitaría argumentos. En alguna parte, en una isla con sol y sombra, en plena paz, en plena seguridad y en plena felicidad me tendría sin cuidado ser o no judío. Pero aquí y ahora no puedo ser otra cosa. Y creo que tampoco quiero”.

En cuanto a su capacidad para observar el entorno con técnicas de novelista o dramaturgo, basta este apunte sobre los mecanismos de movilización del antisemitismo. Después de los tiroteos que se han producido en la ciudad con ocasión del enfrentamiento civil, en enero de 1941, un soldado ha sido alcanzado y muerto cerca de la casa de Sebastian: “En el lugar donde ayer cayó un soldado, encendieron unas velas. Los transeúntes se detenían y preguntaban de qué se trataba. Grupos pequeños, agitados, levantaban la vista hacia nuestra casa recorriéndola de arriba abajo, sobre los nueve pisos, con expresión de extrañeza y amenaza. En medio de cinco o seis viandantes, un desgraciado (el loco que, hace tiempo, iba con una vara y una flauta de tranvía en tranvía haciendo imaginarias señales de parada y marcha) un pobre tartaja, un cretino contaba que ‘una judía había disparado desde ese bloque, desde el tejado, anoche, y mató a un suboficial’. ¿Cómo que una judía?, preguntó un caballero de edad, bastante bien trajeado y bastante tranquilo. Sí, una judía, la puta que la parió. ¿Y no le han hecho nada?¡Ya lo creo! La han detenido. Se la han llevado. Me fijo bien en las personas que prestan atención. No hay nadie que no crea al cretino. No hay ninguno que tenga la menor duda sobre la veracidad de esta historia absurda. Por un instante, pienso en intervenir, en decirle que es una majadería como la copa de un pino, en preguntarles si un judío, más aún, una judía, puede estar tan loca para dispararle a un militar, preguntarles si esa mujer puede disparar con una pistola desde el tejado de un bloque de nueve plantas y acertarle con tanto tino, en fin, si saben que el soldado cayó ayer en una auténtica batalla callejera en la que se dispararon cientos de balas. Pero ¿de qué iba a servir? ¿Quién me iba a escuchar? ¿Quién intentaría razonar? ¿No es más sencillo, más rápido y más expeditivo creer lo que les dice el otro? Disparó una judía”. Este fragmento describe un arco narrativo completo, con exposición desarrollo y desenlace; contiene un conflicto dramático expresado en un diálogo corto y vigoroso, flanqueado de acotaciones muy descriptivas, y alberga una reflexión política e histórica de incalculables connotaciones, todo ello en forma de un comentario a un suceso corriente (en esos días) del que Sebastian ha sido testigo. Éste es el tono general del Diario.

Hay otras observaciones, no por más personales menos significativas. Por ejemplo, sobre el nihilismo que subyace a toda ideología fascista, abruptamente expresado por personajes de tanta vitola como Cioran o Eliade: “Cioran le decía a Belu que ‘la Legión se limpiaba el culo con este país’. Más o menos lo mismo me decía Mircea cuando la represión de Calinescu: ‘Rumanía no se merece un movimiento legionario’. Por aquel entonces no le satisfacía nada que no fuese la desaparición total del país”. Otra observación, sobre el reverso del mismo nihilismo, también sobre un escritor de fama: “Pero más emocionante Eugen Ionescu, que ayer mañana volvió por mi casa desesperado, como acosado, obsesionado y sin poder soportar la idea de que pueden echarlo de la docencia. Un hombre sano que se entera de repente que tiene la lepra puede enloquecer. Eugen Ionescu sabe que ni el apellido Ionescu ni un padre incuestionablemente rumano, ni el hecho de haber nacido cristiano ni nada de nada puede tapar la maldición de tener sangre judía en las venas. Nosotros hace mucho que nos hemos acostumbrado a esta querida lepra. Hasta la resignación y a veces hasta sabe Dios qué triste y alicaído orgullo. Llevo varios días leyendo a Shelley. Un gran placer de lectura”.

Fueron tiempos terribles, que mancharon de manera indeleble a quienes creyeron que podrían navegarlos sin perder la cresta de la ola. Sebastian, despojado de esta esperanza, vivió el tiempo justo para contarlo.