No resulta fácil apreciar el arte medieval más allá del deslumbramiento imperecedero que produce la fábrica de las catedrales. En detalle, la mirada del espectador se desliza sobre las piezas mobiliarias con anteojeras de extrañeza y lejanía. Es un arte decorativo, utilitario y devoto, en clave arcana, cuyo aprecio exige cierto entrenamiento,  y ni las ocurrencias profanas que los canteros del románico esculpieron en los modillones pueden degustarse sin tener una visión de conjunto. Y sin embargo, ahí tenemos a dos pueblos -¿dos naciones?- enfrentados con lágrimas, gritos y banderas –todas con las cuatro barras rojas sobre fondo gualda- por un puñado de obras de arte medieval a las que no se dedica ni una mirada cuando se topa con ellas en un museo provincial. El conflicto de las obras de Sijena ilustra bien, desde su origen, el tiempo en que vivimos.

Hasta bien avanzado el siglo pasado, la iglesia católica tenía un fuero análogo al que hoy tiene, digamos, google o facebook. No solo era la única fuente acreditada de sabiduría y predicación sino que era, y es, una organización que hoy llamaríamos global (antes, ecuménica) y que para gestionar su negocio dispone de un patrimonio inabarcable y su mercado se repartía, y se reparte, en franquicias llamadas diócesis. El monasterio de Sijena, ubicado en la comarca aragonesa de La Franja, donde el catalán es lengua oficial, pertenecía a la diócesis de Lleida, y su titular consideró oportuno trasladar las piezas de arte sacro a esta ciudad, sede de la diócesis; una decisión análoga a la que adopta rutinariamente cualquier multinacional cuando decide cambiar la domicialiación de sus bienes por razones fiscales o de negocio. En este contexto, las monjas del monasterio de Sijena, que iban a abandonarlo por imperativo de su orden, vendieron piezas a la Generalitat, aunque no está acreditado que se completara la compra-venta. Hace veinte años, es decir, cuando se empezaba a cocer el conflicto que ahora está en ebullición, hubo una modificación de la franquicia eclesiástica leridana y las parroquias de La Franja y el monasterio de Sijena, que era monumento nacional desde la década de los veinte del siglo pasado y en consecuencia su patrimonio era indivisible, pasaron a formar parte de la diócesis de Barbastro. Entonces, el gobierno aragonés planteó un conflicto para la recuperación de las piezas que ganó en los tribunales y cuya sentencia se ejecuta ahora.

El nacionalismo es la sacralización de la nación y aquí no necesitamos esforzarnos mucho porque la aldea y el santo de la ermita son indistinguibles. Una no tiene sentido sin el otro. Mientras la iglesia gobernaba en régimen de monopolio este estado de cosas no hubo problema porque no estaba en juego la identidad, que era común, sino la salvación eterna, que también era un anhelo universal. Ahora la identidad y la salvación van a su bola por caminos separados y con los capiteles hacemos proyectiles para las hondas y con las tablas góticas leña para la hoguera. Arte sacro devenido performance de este comienzo de siglo.