Cualquiera que haya dedicado un poco de tiempo a pensar cómo podría constituirse una futura república española se enfrenta de inmediato a dos modelos posibles: presidencialista o parlamentario. El primero implica una jefatura del estado fuerte, elegida por voto directo del censo electoral y en la que el titular tenga, no solo poderes arbitrales o representativos, sino también algunos ejecutivos de última instancia en materia constitucional, de defensa, relaciones exteriores, etcétera. A su vez, el modelo parlamentario residencia la gobernación, tanto ordinaria como excepcional, en el gobierno que emana del juego de alianzas en el parlamento y el presidente de la república queda reducido a un rol representativo y moderador, lo que quiera que signifique esto último a la vista del último discurso de don Felipe, que también tiene estas funciones en nuestra monarquía. En Europa hay ejemplos de los dos modelos. Francia, del primero; Italia y Alemania del segundo.

El dilema para un republicano español es que la pervivencia de la república estaría mejor garantizada con el modelo presidencialista pero el modelo parlamentario se ajusta mejor al guisote de nacionalidades y regiones que constituye la realidad social e histórica.  Hay que remontarse nada menos que a la leyenda de la monarquía visigoda, que en estas fechas vienen aireando fuentes de la extrema derecha, para imaginar una península gobernada por un poder unificado. La mala noticia es que los visigodos no encontraron otra manera de garantizar la continuidad de su monarquía y de su sistema electivo que no fuera a puñalada limpia entre candidatos, lo que dio lugar a un cliché histórico que recibe el nombre de morbus gothorum. Los francos, el otro gran poder hegemónico en Europa occidental a la caída del imperio romano, dieron con una fórmula más operativa y duradera para solucionar el problema del liderazgo e instituyeron un sistema hereditario del que quedaban excluidas las mujeres –la ley sálica, debida a los francos salios-,  que aún conserva vigencia en nuestra achacosa constitución, no en vano son borbones los beneficiarios. Tomen nota de ello los postulantes a reformadores constitucionales; todavía no han intervenido en el debate doña Letizia y sus dos hijas, las princesas del cuento.

Así que, por ahora, los españoles no debemos sentirnos muy urgidos por el dilema republicano porque hay carrete monárquico para rato. Pero los catalanes, sí.  Entre las múltiples imprevisiones que afectaron al prusés de manera irreparable, una, y no menor, fue la falta de definición del modelo republicano. La Generalitat ha tenido desde su creación un sesgo presidencialista: Macià, Compayns, Tarradellas, Pujol, fueron el pal de paller, encarnaban la institución y mandaban sobre el tinglado administrativo como un monarca absoluto… mientras duraba. Luego, de manera inexorable, una mezcla de errores domésticos, que nacen de la falta de entendimiento de las complejidades de la propia sociedad catalana,  y la determinante acción del gobierno español en cualquiera de sus avatares –monarquía, dictadura, república, otra dictadura, otra monarquía- liquidaba la autonomía catalana. En el interregno hasta la nueva intentona, el mundo político catalán volvía a un sistema que podría llamarse parlamentario por lo que tiene de pugna entre partidos por la hegemonía. El mal gótico de este tiempo. Es la situación en la que se está ahora y la que probablemente seguirá después de las elecciones. El soberanismo lleva a estos comicios el dilema republicano: el modelo presidencial en la lista de don Puigdemont y el parlamentario, en el intento hegemónico de don Jonqueras, con el complemento del anarquista de Tarrassa, que es como llamaban los burgueses catalanistas de principios del siglo pasado a lo que hoy representa la cup. Y los constitucionalistas, ¿qué aportan a este cuadro? Nada, verlas venir hasta la siguiente aplicación del ciento cincuenta y cinco o lo que toque cuando llegue el momento.