No debe ser casualidad que, en estas largas semanas de pertinaz sequía, como rezaba el tópico de otra época, y en un momento histórico en que los habitantes de la península estamos empezando a acostumbrarnos a la idea de la mas próxima que lejana desertización de nuestro hábitat -sin que, por otra parte, nadie haga nada por afrontar el problema-, haya estallado una crisis municipal en un pequeño pueblo de la sierra norte de Madrid cuyo trasfondo es la gestión del agua. Rascafría es una localidad de mil setecientos habitantes ubicada en el valle de Lozoya cuyos manantiales tradicionalmente han identificado y dado fama al agua que se bebe en Madrid. El término municipal alberga el parque nacional de Peñalara y el llamado arboreto Giner de los Ríos, frente al monasterio benedictino de El Paular. Un lugar incontaminado hasta hace poco tiempo donde ha brotado uno de esos confusos episodios a los que nos ha acostumbrado la política madrileña desde el ya lejano pero inolvidable tamayazo. La historia, en este caso, es la siguiente:

En la legislatura anterior, la regidora socialista de Rascafría firmó un convenio de gestión del agua del municipio -que hasta entonces y desde siempre había estado municipalizada- con el Canal de Isabel II, la empresa de titularidad pública y gestión privada que tiene entre sus ambiciones estratégicas la gestión de todas las aguas de la comunidad y que en el reciente pasado ha sido nido  de enjuagues y corruptelas perpetrados por sus directivos políticos. La decisión de entregar la gestión del agua a una empresa externa al municipio despertó el rechazo del vecindario; se celebró un referéndum en que participó el 64% de la población y que se pronunció a favor de la remunicipalización del agua por el 72% de los votos emitidos. La consulta llevó al consistorio a rescindir unilateralmente el convenio firmado con Canal Gestión SA y la rescisión derivó en una reclamación de esta empresa que está en los tribunales y por la que exige al ayuntamiento una compensación de un millón cuatrocientos mil euros.

En los últimos comicios municipales, la candidatura emanada de la protesta vecinal a favor la gestión municipal del agua ganó las elecciones y la alcaldía (cuatro ediles de nueve), mientras la oposición se repartía entre Psoe (dos), otra candidatura vecinal de nombre pintoresco (Como Quieras Rascafría, dos) y PP (uno). Estos tres grupos se han unido ahora en una destartalada coalición de perdedores (para decirlo en un término muy usado por los prebostes de la política madrileña) para presentar, y ganar, una moción de censura que ha desbancado a la alcaldesa para sustituirla por un joven edil, quinto en la lista de la otra candidatura vecinal (tercera en las elecciones) y que ha pasado fuera de la localidad gran parte de la legislatura por razones privadas. De añadidura, los dos ediles socialistas que han apoyado la moción lo han hecho contra el mandato de la federación madrileña del partido. Los mocionantes alegan que la anterior alcaldesa desoía los mandatos del pleno, incumplía los compromisos electorales y no daba participación a los vecinos, pero el texto literal de la moción no ofrece ninguna prueba de estas alegaciones y las intervenciones de los ediles de la nueva mayoría en el pleno de la moción son una sarta de generalidades y tartamudeos frente a la impecable y razonada exposición de la alcaldesa saliente.

¿Qué hay detrás de este golpe de estado municipal aparentemente menor? No hace falta ser especialmente avispado para colegir que es un episodio de la pugna de david contra goliat por la gestión de un bien de primera necesidad como es el agua. En numerosas localidades de la comunidad de Madrid ganaron las últimas elecciones municipales candidaturas locales que, sin duda, aspiraban a mantener su autonomía y su competencia frente a la voracidad de la capital, ocupada por una clase dirigente que había puesto en funcionamiento un sistema de expansión y de conquista de la administración de la provincia, que, so capa de racionalidad administrativa, ocultaba intereses privados que ahora emergen a la luz. No sería raro, pues, que lo ocurrido en Rascafría fuera una secuela de la cultura política implantada por doña Esperanza Aguirre y sus emprendedores adjuntos.