Esta mañana estaba sentado en un rincón de la librería Walden, encorvado sobre un velador mientras hojeaba una revista literaria en un gesto que sin duda se debía más al hábito que al interés, pero así es como le he encontrado las más de las veces desde que nos conocemos, escrutando las páginas de un libro del que levanta los ojos para reconocer a su interlocutor y saludarle con una sonrisa contenida y diríase que tímida. Así ha sido también hoy, ha alzado la mirada de su lectura y ahí estaba yo al otro lado de la cristalera curioseando en las novedades del escaparate. He entrado para saludarle. Él ha dejado la revista de lado para comentar a modo de saludo y casi como una disculpa, es tanto lo que se publica que es difícil fijar la atención. Miguel Urabayen, periodista y profesor, hijo del geógrafo Leoncio Urabayen y sobrino del escritor Félix Urabayen, pertenece al delgadísimo linaje liberal que puede rastrearse en esta remota provincia subpirenaica. Imagino que encontró en el cine el refugio de una realidad desapacible y fue hasta su retiro el crítico cinematográfico en activo  más veterano de la prensa española. En este mester aprendimos a conocerle los incipientes cinéfilos de nuestra generación. Sus críticas tenían un carácter descriptivo y cuando la cinefilia se convirtió en una pose tuvo que competir con otras modas del género más alambicadas y pretenciosas; sin embargo, el lector actual puede experimentar que sus comentarios, realizados con el rigor que se debe a una crónica, dan a conocer lo que se ofrecía en la pantalla con más claridad y pertinencia que las que encontrará en cualquier epígono de Cahiers. Este interés por el carácter histórico, en varios sentidos del término, de las películas le convirtió en un experto en la parafernalia de la puesta en escena, singularmente del cine bélico, donde detectaba si el armamento y la uniformación que se exhibía eran congruentes con la situación que se narraba. No siempre era así, y él no dudaba en advertirlo en su crónica y trasladar su observación al director o productor de la película si tenía la oportunidad. Diríase aquejado del insoluble mal del cinéfilo, siempre entre la acera de la calle y la sala a oscuras: que el cine se parezca a la realidad y que la realidad se parezca al cine. Apenas me he sentado a su lado, ha hecho la misma amable pregunta que me ha hecho otras veces:

  • ¿Sigues escribiendo?
  • Sí, todos los días, una pieza de unas quinientas palabras que cuelgo en un blog.
  • Dos cuartillas.
  • Sí, supongo, más o menos, el ordenador me recuerda lo que llevo escrito.
  • Mi tío Félix, cuando estaba en nuestra casa, escribía todos los días dos cuartillas y decía que era lo justo porque más requería un esfuerzo añadido y el esfuerzo se trasladaba al texto y se notaba en la lectura.
  • Me alegra estar de acuerdo con Félix Urabayen.

La conversación ha adquirido de inmediato un tono de diálogo de profesor y discípulo pero se extingue pronto. Escribe mientras puedas, me encarece por último. El rostro, que siempre fue enjuto, se le ha afilado, y la mirada está fija en un punto inaccesible para el interlocutor, bajo la boina vasca que es parte ineludible de su indumentaria. Nos despedimos y me asalta una ocurrencia. En este tiempo de nacionalismos rampantes, ha de ser un liberal, cuyo abuelo hubo de huir de los carlistas, el que lleve con donaire la única prenda verdaderamente elegante y mundialmente famosa que han producido los vascos y que ya no usa nadie.