El analista político se convierte en un paleontólogo cuando el objeto de su curiosidad es la socialdemocracia. En un paisaje devastado por los sucesivos  tornados liberales que vienen azotando Europa desde hace más de treinta años y por el que se puede ver corretear a vivaces especimenes del fenotipo que antaño se llamó fascista, el curioso descubre aquí y allá indicios de lo que en algún momento del remoto pasado debió ser una estructura o un pensamiento socialista. La primera cautela que debe adoptar el observador es la desconfianza hacia los que se definen como socialdemócratas. En general, o pertenecen a especies arcaicas de las que son supervivientes terminales, o son oportunistas, a la manera del cangrejo ermitaño, que practican una tanatocresis con símbolos y gestos retóricos inertes, como la concha del caracol muerto, que les sirven para cubrir su indigencia. Un individuo típico de esta especie de crustáceo oportunista responde al impronunciable nombre de Dijsselbloem  y preside una protuberancia de función desconocida en el biotopo bruselense, conocida con el nombre de eurogrupo. Este personaje, al que llamarermos Dij a partir de ahora, ha utilizado el señuelo de la socialdemocracia para alcanzar el confortable nicho que ocupa en el ecosistema institucional europeo pero técnicamente piensa y actúa como un traficante de esclavos, negocio cuyo funcionamiento exige que el empresario crea que la materia prima, aunque parezca humana, no lo es, o no lo es en la misma medida que el operador de la mercancía. En resumen, si alguien es esclavo es porque su condición le predestina a serlo, y en la misma línea argumental, si los pueblos europeos meridionales están crujidos por la deuda y los recortes subsiguientes es porque se gastan el dinero en alcohol y mujeres. Dij se revela así como un calvinista y descubre que el socialismo, en nombre del cual está en política, es una pátina circunstancial y muy fina sobre la robustez de las verdades profundas. Dij es calvinista antes que socialista con la misma desenvoltura que Felipe González se declaró socialista antes que marxista, y los dos han subido como globos en este tiempo de significantes vacíos. Otro luterano, el ministro alemán de finanzas, finge asombrarse del escándalo que las palabras de su amigo Dij han causado en la ribera mediterránea. Hasta aquí todo previsible. Estamos en la lógica de Max Weber según la cual solo la ética protestante permite el buen funcionamiento del capitalismo. El error es haber admitido en el club a los haraganes y disipados católicos del sur. Pero hasta en la destartalada unión europea las palabras de Dij resultan ofensivas y los portugueses han pedido su dimisión del tingladillo que preside (la protesta española ha sido más oficiosa porque aquí sí ha habido vino y rosas a porrillo con dinero público, como sabe don Guindos). Llegados a este punto, se ha producido la mutación que justifica este comentario porque, apenas ha visto su ganapán en juego, el calvinista Dij ha empezado a comportarse como un católico meridional estándar, un dirigente corrupto del pepé, para entendernos. Primero, se ha hecho el mártir y con proverbial cara de cemento no ha dudado en disparar salvas a lo loco y afirmar que se le está tratando como a un criminal de guerra, nada menos; en segundo término, se ha disculpado de refilón por si había ofendido a alguien, lo que, desde luego, no estaba en su intención, y, por último, ha afirmado que seguirá en su poltrona por responsabilidad. Mira por dónde, una construcción tan llena de agujeros como la unión europea ha conseguido que un calvinista holandés y un católico español sean indistinguibles en el arte de escaquearse cuando se enfrentan a sus responsabilidades. Debe ser un efecto del programa Erasmus.