Nada hay más frágil y falso que el arrepentimiento. Es un sentimiento o disposición de espíritu sobre el que el catolicismo ha montado un tinglado moralista y un folclore procesional que tiene su apogeo en semana santa. El arrepentimiento es por definición exhibicionista pues si bien va dirigido a dios o al ofendido en la tierra, y en ese sentido es íntimo y privado, diríase que no tiene valor si no se pregona a los cuatro vientos. Últimamente, desde la explosión de las redes sociales y en especial de tuiter -ese vertedero de ocurrencias-, el arrepentimiento o su versión más diplomática, la petición de excusas, se ha convertido en una rutina entre los políticos lenguaraces. Para juzgar esta tediosa moda, el diccionario rae ofrece dos acepciones de arrepentirse: sentir pesar por haber hecho o haber dejado de hacer algo  y cambiar de opinión o no ser consecuente con un compromiso. En la medida que las ocurrencias de los políticos suelen ser circunstanciales y su significado sometido al antojo del autor y a las exigencias del momento la acepción más apropiada al caso parece la segunda. Simplemente, el arrepentimiento es una falta de compromiso con la palabra dada y una modulación de la conciencia de acuerdo con el cambio de circunstancias.

En esta tórrida jornada de la virgen de agosto el arrepentido ha sido el pit bull del pepé, don Hernando, quien, entrevistado con toda gala en el diario de referencia, ha declarado haberse pasado cuatro pueblos cuando insultó a los familiares de los asesinados por el franquismo diciendo que habían empezado a preocuparse por sus deudos enterrados en las cunetas cuando recibieron dinero para hacerlo. Es sin duda la canallada más hiriente oída nunca de una patulea de políticos que no dudan en hablar con el culo si lo consideran necesario. Pero la aparente ocurrencia no era un exabrupto sino un destilado de la opinión del franquismo y de sus herederos intelectuales y políticos, y en idénticos términos a don Hernando se manifestó unas semanas más tarde en televisión doña Rodríguez, una dama muy tiesa y redicha que comanda el movimiento fascista dispuesto a evitar la exhumación de la momia de Cuelgamuros. Don Hernando se ganó los galones de portavoz del partido porque sabe hablar como nadie al corazón de su parroquia política y era capaz de enardecerla en los momentos de más grave desaliento, como lo prueba la atronadora salva de aplausos con que fue recibido su discurso en el parlamento el día en que el pepé perdió el gobierno y su presidente estaba matando las penas en el reservado de un restaurante. A la vista de su declarado arrepentimiento, ¿ha cambiado el pepé de parroquia?, ¿va a cambiar don Hernando de partido?, ¿va a ingresar en la orden benedictina de la comunidad de Cuelgamuros? o es que, abrumado por el honor de ser entrevistado en el diario de referencia, ¿ha decidido ajustarse el nudo de la corbata y quitarse el palillo de entre los dientes? Preguntas ociosas si se atiende al idiolecto del entrevistado. Pasarse cuatro pueblos en una expresión vulgar, de barra de bar, que nadie utilizaría si creyera que ha herido con sus palabras el honor de alguien. El lenguaje de don Hernando es instrumental y tabernario, y esos rasgos permanecen intactos, esté o no arrepentido.