Un documental (This is not a movie, Yung Chang, 2020, disponible en plataforma digital) cuenta la trayectoria profesional del gran periodista Robert Fisk en Oriente Próximo. Vale la pena revisitarlo estos días por terapia mental. En una de las últimas secuencias, Fisk entrevista a un colono israelí de Cisjordania, que declara ser originario de Sudáfrica, donde tenía una buena vida [sic], y que emigró a Israel  por razones ideológicas [sic], porque es sionista y los judíos nativos {sic} quieren volver a su tierra natal [sic] para expresar su identidad y nacionalidad [sic]. Desde su nueva casa, el colono muestra orgullosamente al periodista el paisaje de Judea y Samaria [sic]. ¿Y los palestinos?, pregunta Fisk, a lo que el sudafricano nativo de Israel responde: nunca ha habido un pueblo palestino, esta tierra nunca les ha pertenecido, nunca han tenido historia, ni moneda, ni estado, nunca han tenido derechos sobre este país. Y concluye sus alegaciones con una afirmación triunfal: los palestinos están pasados de moda, son muy siglo XX, los países árabes ya no están interesados en los palestinos.

La desenfadada declaración de este colono sionista es una atinada síntesis de la historia de Israel. Sí, los fundadores del estado lo hicieron en base a la consigna de que Palestina era una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra, y sí, en los países árabes, o al menos en sus gobiernos, crece la indiferencia por la causa palestina, y la última prueba han sido los llamados acuerdos de Abraham firmados por los Emiratos Árabes y Bahrein con Israel, a los que negociaba sumarse Arabia Saudí y veía con complacencia Marruecos, bajo los auspicios de Estados Unidos.

En estas, el pueblo palestino ha vuelto a estar de moda de la única manera que les es permitida desde 1948, mediante la violencia, que unas veces es desarmada, en forma de intifadas, y otras armada, como la que ha emprendido el grupo Hamás estos días. Ni todos los palestinos son terroristas, ni todos los israelíes son sionistas pero nadie puede esperar que este conflicto que dura ya setenta y cinco años acabe sin el reconocimiento de los palestinos y de un estado propio y viable.

Desgraciadamente, las soluciones sobre la mesa –un estado común de palestinos e israelíes o dos estados contiguos- parecen imposibles porque ambos bandos no se reconocen mutuamente y, por ende, tienen cada uno sus propias características que impiden la solución. Los palestinos no parecen capaces de articular una administración civil propia sin caer en la corrupción y en la ineficiencia, y los israelíes no pueden dejar de ampliar sus dominios territoriales de acuerdo con la lógica colonialista y anexionista que inspiró la fundación de su estado.

La guerra ha estallado en Gaza y no en Cisjordania, donde sigue la usurpación de tierras y propiedades de los palestinos, la expansión de los asentamientos coloniales y el apartheid de los muros, sin que la autoridad palestina vigente pueda impedirlo. Gaza es sin embargo un campo de refugiados, un territorio cercado y vigilado, sin recursos propios, bombardeado periódicamente y gobernando por una organización autoritaria y fanatizada, que ha sorprendido a todos con su estrategia y potencia, y aquí está la primera novedad de esta guerra y no en la crueldad de los gazatíes, que es la crueldad de los pobres.

¿Dónde estaba el servicio de inteligencia israelí? En las palabras del colono sudafricano mencionadas más arriba encontramos una aproximación a la respuesta. Los palestinos están tan demodés que nadie cuenta con ellos y la vigilancia de sus movimientos se deja al automatismo de radares, drones, sensores y demás parafernalia tecnológica, chismes que no pueden medir la ira y la desesperanza de los seres humanos y que estos intentan superar con paciencia, ingenio y fe, las únicas cualidades que no pueden arrebatarles. La fe mueve montañas, suele decirse, y los islamistas están sobrados de ella. La represalia israelí sobre Gaza será terrible, ya lo está siendo, y el conflicto volverá a la casilla de salida, si bien todo indica que esta vez tendrá consecuencias globales.

Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra es un eslogan debido al periodista británico Israel Zangwill, que lo formuló a principios del siglo pasado, la época de eclosión de los nacionalismos sin estado, que en esta caso obtuvo una respuesta política en la declaración Balfour, de noviembre de 1917, en la que se acepta que Palestina sea el hogar nacional judío. El diplomático Arthur Balfour, un cristiano escocés, formula con esta sutil expresión el antisemitismo europeo de la época con la esperanza de resolver así la llamada cuestión judía, que finalmente resolvieron los nazis de la forma sabida. Israel fue materialmente la respuesta de las víctimas del Holocausto. Los supervivientes quisieron dejar atrás sus países de origen en Europa, donde la mayoría cristiana los había perseguido y asesinado durante siglos y el sionismo les proporcionó una coartada ideológica e histórica. Primo Levi lo cuenta en el último capítulo de su libro La Tregua con una anécdota de la que fue testigo cuando regresaba a casa después de su cautiverio en Auschwitz.

La paradoja histórica es que el proceso de colonización de Israel se produjo en el momento en que las colonias o protectorados europeos de Oriente Próximo –Egipto y Siria- se emancipaban de sus metrópolis, Inglaterra y Francia, que se habían repartido el territorio en el acuerdo Sykes-Picot, hecho público precisamente el mismo mes y año de la declaración Balfour. Las consecuencias de estas últimas acciones del imperialismo europeo se manifestaron al término de la segunda guerra mundial. La misma debilidad política y la misma vergüenza moral que reinaba en Europa en ese momento facilitaron el fin de los protectorados en Oriente Próximo y al mismo tiempo la creación de Israel del que Estados Unidos hizo un socio estratégico (en realidad un protectorado, como dejó escrito Hannah Arendt) para la guerra fría. Egipto y Siria intentaron revertir esta situación, y ya emancipados y en fase nacionalista se enfrentaron a Israel ahora hace cincuenta años en la llamada guerra de Yom Kipur y fueron derrotados. Desde entonces, Israel, que nació como una ensoñación socialista de kibbutz, se ha convertido en un estado militarista, en creciente declive de los estándares democráticos internos, que encuentra sus principales aliados exteriores en la extrema derecha del mundo occidental, los nietos políticos de quienes en el pasado persiguieron a los judíos y estuvieron a favor de la solución final.

En la última escena del documental mencionado, el periodista entrevista a un palestino al que el ejército israelí desalojó junto a su familia de la casa y el huerto de los que eran propietarios al menos desde hace cien años como lo probaban los títulos expedidos por el imperio otomano primero y la protectorado inglés después, y en 1993, las excavadoras israelíes acabaron con su hogar y a la familia Khatib la confinaron al otro lado del muro. Este hombre, de apariencia bonancible, cortés e inevitablemente triste no será un terrorista pero sería raro que no comparta la ira y la sed de justicia que expresan las acciones de estos.