Un periodista de vitola se hace hoy algunas preguntas retóricas sobre el auge de vox y la casi certeza absoluta de que estará en el próximo gobierno de España. Sostiene el periodista que la política de denunciar que viene el lobo, al parecer iniciada por los socialistas en esta fase preelectoral, no conduce a nada cuando el lobo ya está en casa y más valdría examinar las razones de que sea así porque, sostiene, el  voto a vox es un voto de protesta. Por lo demás, el periodista no entra en qué clase de protesta es esa ni qué causas tiene y lo deja a la meditación del lector o de la autoridad competente. Veamos.

Que los postfranquistas, neofascistas, ultramontanos o serviles, como se les decía en el siglo XIX, han adquirido crédito popular para estar en el gobierno es un hecho indiscutible. Más de la mitad de la sociedad española, apoyada o inspirada por un potente aparato mediático, aceptaría esta eventualidad sin queja ni resistencia. Una prueba empírica a favor de este aserto son los resultados electorales de la comunidad de Madrid y una prueba indiciaria es el melindroso artículo de opinión que se comenta en estas líneas;  en realidad, una expresión del clima aquiescente que ha abierto la puerta de la casa al lobo.

El argumento que soporta esta conclusión es, sin embargo, muy flojo: vox es un voto de protesta. ¿De qué protestan?, ¿del sanchismo?, ¿y qué es el sanchismo? Atribuir el auge de vox a un voto de protesta es típico  de liberales de pega (¿y quiénes no los son?, ¿doña Arrimadas porque gritaba mucho?) en el acto de enfundarse el neopreno para navegar en aguas turbulentas.

Digámoslo de otro modo: insultamos a los voxianos al atribuirles el mero rol de receptores de una protesta como insultamos a Putin cuando se dice que su invasión de Ucrania ha sido provocada por la otan y occidente. Putin reconstruye el imperio ruso y Vox reconquista España; son misiones históricas, ciclópeas, de resonancia metafísica, y es insultante que las consideremos meras reacciones a la acción de agentes externos, aunque sean tan malignos y poderosos como don Sánchez. Al inane don  Feijóo le gustaría creer que vox es solo una respuesta modulable al sanchismo que han inventado quienes le dictan sus discursos, pero lo cierto es que su futuro socio y él mismo forman parte de una ola reaccionaria que recorre Europa y que al otro lado del Atlántico, con suerte, pondrá de nuevo a su creador, míster Trump, al mando de Occidente. En esta reiteración histórica, don Feijóo es el vonpapen local de nuestro tiempo.

El grandísimo Billy Wilder, cuya familia fue exterminada en Auschwitz, sitúa algunas de sus ácidas y desternillantes comedias en Alemania durante los primeros meses de la posguerra mundial y de la ocupación aliada. Un tiempo y un lugar fértiles para la impostura, que, en la filosofía del cineasta, es el garante de la supervivencia. En estas películas aparecen ciudadanos alemanes que se declaran fervorosamente demócratas pero que no pueden evitar el reflejo condicionado de dar un taconazo cuando se les interpela o pintar una svástica cuando creen que nadie mira. El mal dormita, queda en hibernación, pero no se extingue.

La generación del escribidor, la del consenso progre y la constitución del 78, no pudo imaginar que conocería el día en que el asesinato de una mujer a manos de su pareja se le llamaría asépticamente violencia intrafamiliar y que los maestros que explican en clase los derechos humanos serían depurados por pervertir a la infancia. Ni tampoco se atrevió a creer que la actitud reticente de los así llamados liberales hacia la memoria histórica -para no reabrir heridas– respondía a la íntima convicción de que los asesinados en las cunetas se merecían su destino. Ha tenido que venir vox para que nuestros liberales se atrevieran a verbalizar sus pulsiones reprimidas, si bien ahora llaman pudorosamente sanchismo a esa zona oscura de su subconsciente. Vox es el psicoanalista de la derecha.