Por el cine y los museos etnográficos sabemos que algunas tribus ignotas utilizan máscaras exageradas y horripilantes para entrar en combate con sus vecinos. El propósito es doble, obviamente, en primer término, intimidar al adversario antes de llegar al cuerpo a cuerpo pero también infundirse valor a sí mismos. El razonamiento parece ser, si matan la máscara que llevo no me matan a mí. El independentismo catalán ha hecho un uso abusivo de las máscaras y de las hakas maoríes. Los desfiles y manifestaciones con banderas, las leyes de desconexión, el referéndum, donde por cierto el adversario rompió el encantamiento usando armas de verdad, formaron parte de esta estrategia gesticulante y grandilocuente. Es imposible creer que tanto en el bando catalanista como en el españolista no hubiera quienes percibían esta mascarada como lo que era, pero, si existió esa gente llamada a introducir sensatez y realismo, no hizo acto de presencia ni se oyó su voz. Al contrario, todos actuaron como si la guerra fuera de verdad; las máscaras catalanas provocaron la aparición de máscaras españolas y el drama discurrió por la vereda guerracivilista, tan trillada en esta parte del planeta.

En esta postmodernidad todo parece una broma, la parodia tiene autonomía propia y dicta sus reglas, pero los soberanistas intentaron romper con sus alharacas el sistema constitucional, lo que es algo más que una broma y algo menos que un golpe de estado, al menos en el sentido tradicional de ambos términos. La cuestión es si a lo largo del prusés no hubo nadie en ese bando que no se diera cuenta de que el objetivo no solo era imposible sino radicalmente indeseable. Las máscaras reducen la capacidad sensitiva de quienes las llevan: estrechan el campo visual, provocan ecos auditivos, ocluyen el sentido del olfato; en resumen, entorpecen la percepción de la realidad. Los indultos pueden entenderse como una tregua de este enloquecido juego en la que los contendientes se quitan las máscaras, que también son yelmos, para refrescarse la cabeza y las cervicales. El trance no es fácil. La máscara termina por adherirse a la piel y duele al desprenderse de ella, y el gesto descubre al ser diminuto e indefenso que ocultaba. Don Pere Aragonès es el hombre debajo de la máscara independentista y se le ve torpe e indeciso sin ella: consulta a sus mayores en Waterloo, titubea si sentarse o no junto al rey, y dice cosas como que los indultos son un punto de partida que ha de acabar con un referéndum de autodeterminación con apoyo internacional. Don Aragonès está en ese estado entre aliviado y desconcertado de quien sale de una inmersión sin oxígeno demasiado prolongada, pero sus adversarios, que son también los de don Sánchez y que hubieran preferido que se ahogaran ambos, toman nota de sus balbuceos y los usan para no tener que quitarse su propia escafandra.

Estamos en un tiempo en que demasiada gente desocupada en asuntos de mayor provecho y enjundia se entretiene probándose máscaras y subiendo la foto a las redes sociales. Creen que están cambiando el mundo pero solo están coleccionando followers y haters. Sin embargo, en alguna parte pasan cosas reales y los indepes catalanes han sido invitados al lugar donde eso ocurre. ¿Podríamos pedir a nuestra clase política que quemara sus máscaras en las hogueras de esta noche de Sant Joan? Françoise Hardy se muere de un cáncer terminal, eso sí es importante.