Hay apellidos familiares que gozan de una asombrosa ubicuidad y lo mismo emparentan con la familia real que aparecen en los papeles de Bárcenas. Abres el periódico y ahí están, por esto o por aquello. La reiterada fama no se debe tanto a los méritos personales cuanto a ¿cómo decirlo? una insaciable necesidad de reconocimiento, una autoestima sin consuelo que parece anidar en los genes del linaje. En la pequeña provincia, donde la modestia es una norma social, constituyen una presencia mareante, ahora a propósito de un tópico familiar de larga data: el honor del abuelo.

Quienes peinamos canas si es que queda algún pelo por peinar conocimos a don Jaime del Burgo en un velador de la cafetería Florida ataviado como un patricio austrohúngaro: abrigo loden, sombrerito tirolés, bigote imperial y mirada imperiosa. Para entonces, estaba jubilado de sus anteriores avatares como guerrero tradicionalista y, después, historiador, bibliotecario y pastor cultural de la provincia. Este atildado vejete proyectaba una sombra que le persiguió toda su vida y que resume un retrato fotográfico de juventud como capitoste de la milicia carlista, que le hace parecer un héroe mussoliniano de los que acojonaban cuando entonces. El runrún callejero le hacía responsable o partícipe de la represión que asoló la provincia durante la guerra civil pero lo cierto es que no se ha encontrado ninguna prueba, tampoco ahora, que relacione directamente a don Jaime con los concretos asesinatos y ejecuciones sumarias que jalonaron la provincia en aquellos meses atroces, lo que no obsta para que la familia haya estado en perpetua vigilia para defender el honor del abuelo; durante muchos años, esta encomienda la asumió su hijo don Jaime Ignacio y ahora ha recaído en su nieto, don Arturo.

Fernando Mikelarena es un historiador de acreditada solvencia profesional al que debemos el desvelamiento de muchas evidencias de aquel periodo que nos reconcilian con la verdad histórica. En cierto artículo cuya lectura es muy ilustrativa de la precisión quirúrgica con que Mikelarena estudia la época, se establece la coincidencia temporal del periodo en que Jaime Del Burgo ostentó, accidentalmente, el mando supremo del requeté de la provincia con una famosa saca y fusilamiento de sesenta y cuatro personas, si bien añade que ningún testimonio advera la presencia de Del Burgo en el lugar de los hechos ni que la matanza fuera orden suya. La historiografía de la represión en la retaguardia franquista (aquí habría que decir molista/carlista) no puede sino desvelar las hilachas, pocas y dispersas, de un tapiz oculto durante décadas, y es lo que hace este artículo, cuya materia es lo bastante grave para despertar reflexiones sobre lo que fuimos y quizá aún somos, pero que ha quedado opacada porque el Del Burgo que está de imaginaria ha visto en él una afrenta al honor del apellido y ha interpuesto una demanda.

El espectador escéptico se pregunta qué pensará don Jaime en los cielos o donde esté al ver que el honor de su memoria reside en negar lo que era honorable y a lo que prestó su juventud y su esperanza,  es decir, matar republicanos y rojos pues así es la guerra. ¿No es un poco contradictorio? En fin, diríase que a menos que la demanda caiga en la competencia de un juez chaveta, de los que han aparecido unos cuantos en estas fechas de confinamiento, tiene poco recorrido, pero los Del Burgo ya han conseguido lo que más les gusta: unos cuantos titulares de prensa.